– ¿Tiene usted pasaporte?
Gabriel dejó su nuevo pasaporte en la mesa. La señorita García lo examinó con la atención de un agente de inmigración y decidió que era aceptable.
– Un billete solo de ida suele despertar preguntas de la policía y de inmigración. Y puede que las preguntas no sean oportunas. ¿Verdad?
Gabriel recordó lo que Maya le había explicado de los viajes en avión. Los pasajeros a los que acababan registrando eran las abuelas que llevaban tijeritas para la manicura y aquellos que violaban las normas más sencillas. Mientras la señorita García comprobaba los vuelos, Gabriel contó el dinero de que disponía. Si compraba un billete de ida y vuelta, le quedarían unos ciento cincuenta dólares.
– De acuerdo -le dijo-. Deme un billete de ida y vuelta en el primer vuelo que salga.
La señorita García utilizó su propia tarjeta de crédito para comprar el billete on-line y luego dio a Gabriel la dirección de un hotel de Londres.
– No se aloje aquí. Esto es solo porque en el aeropuerto le pedirán una dirección y un número de teléfono.
Cuando Gabriel le confesó que no tenía más equipaje que la mochila que llevaba al hombro, la mujer le vendió una maleta de lona por veinte dólares y se la llenó de ropa vieja.
– Ahora es usted un turista de verdad -dijo-. ¿Qué quiere ver en Inglaterra? Es posible que le hagan esa pregunta.
«Tyburn Convent», pensó Gabriel. «Ahí es donde está mi padre.» Pero se encogió de hombros y miró el gastado linóleo del suelo.
– No sé, el puente de Londres, el palacio de Buckingham…
– Bien, señor Bentley, salude de mi parte a la reina.
Gabriel nunca había volado al extranjero, pero conocía la experiencia por los anuncios de la televisión y las películas. En ellas, gente elegantemente vestida se acomodaba en cómodos asientos y mantenía agradables conversaciones con otros pasajeros igualmente atractivos. Sin embargo, la experiencia de verdad le recordó al verano que él y Michael habían pasado en una granja de ganado cerca de Dallas, Texas. Las vacas tenían etiquetas grapadas en las orejas, y ellos pasaron la mayor parte del tiempo apartando novillos, inspeccionándolos, pesándolos, metiéndolos en rediles, conduciéndolos por estrechas empalizadas y obligándolos a entrar en los camiones.
Once horas más tarde se hallaba haciendo cola ante el servicio de inmigración del aeropuerto de Heathrow. Cuando le llegó el turno, se acercó al agente, un sij de larga barba. El hombre cogió el pasaporte y lo examinó unos instantes.
– ¿Ha visitado anteriormente el Reino Unido?
Gabriel le obsequió con la más relajada de sus sonrisas.
– No, esta es la primera vez.
El agente pasó el documento por un escáner y estudió la pantalla que tenía delante. La información biométrica del chip RFID se correspondía con la fotografía y con la información que ya figuraba en el sistema. Como la mayoría de los ciudadanos que tienen un trabajo aburrido, el hombre se fiaba más de la máquina que de su instinto.
– Bienvenido a Gran Bretaña -le dijo, y Gabriel se encontró de pronto en un nuevo país.
Eran casi las once de la noche cuando cambió el dinero que le quedaba, salió de la terminal, y cogió el tren a Londres. Se apeó en la estación de King's Cross y deambuló por la zona hasta que encontró un hotel. La habitación tenía el tamaño de un cuarto trastero y vidrios mates en las ventanas. No se desvistió, se limitó a envolverse en una fina sábana e intentó conciliar el sueño.
Cumplió veintisiete años pocos meses antes de salir de Los Ángeles, y habían pasado quince años desde la última vez que vio a su padre. Sus recuerdos más intensos se remontaban a la época en que vivía con su familia en una granja de Dakota del Sur, sin electricidad ni teléfono. Todavía recordaba a su padre enseñándole cómo cambiar el aceite de la camioneta y la noche en que sus padres bailaron abrazados frente a la chimenea de la sala de estar. Recordaba que una noche bajó por la escalera, cuando se suponía que debía estar en la cama, espió desde el pasillo y vio a su padre sentado solo a la mesa de la cocina. Matthew Corrigan parecía triste y pensativo, como si cargara con un enorme peso sobre sus hombros.
Pero por encima de todo recordaba un día en concreto, cuando él tenía doce años y Michael dieciséis. Durante una tormenta de nieve, los mercenarios de la Tabula asaltaron la granja. Los dos muchachos y su madre se refugiaron en el sótano del cobertizo mientras el viento aullaba en el exterior. A la mañana siguiente, él y su hermano encontraron cuatro cuerpos en la nieve, pero su padre se había esfumado, había desaparecido de sus vidas.
Gabriel se sintió como si alguien le hubiera metido algo en el pecho y le arrancara una parte de su ser. Esa sensación de vacío no había desaparecido del todo.
Cuando se levantó, preguntó al recepcionista unas cuantas direcciones y empezó a caminar hacia el sur, hacia la zona de Hyde Park. Se sentía nervioso y fuera de lugar en aquella ciudad desconocida. En los cruces, alguien había escrito mirar a la derecha o mirar a la izquierda, como si los negros taxis o las blancas camionetas de reparto estuvieran a punto de atropellar a cualquiera de los turistas que abarrotaban Londres. Michael intentó caminar en línea recta, pero se perdía constantemente por las estrechas calles adoquinadas que formaban ángulos inverosímiles. En Estados Unidos llevaba dólares en la cartera, pero en Londres tenía los bolsillos llenos de monedas.
En Nueva York, Maya le había hablado de la visión de Londres que había aprendido de su padre. Al parecer, existía una zona cerca de Goswell Road donde los cuerpos de las miles de personas que habían muerto víctimas de una epidemia habían sido arrojados a una fosa. Tal vez todavía quedaran algunos huesos, unas pocas monedas, la cruz que una mujer habría llevado colgada del cuello… pero aquel camposanto se había convertido en un aparcamiento lleno de carteles de publicidad. Había lugares parecidos por toda la ciudad, lugares de muerte y de vida, de grandes riquezas y de pobreza aún mayor.
Los fantasmas seguían ahí, pero un cambio fundamental estaba teniendo lugar. Había cámaras de vigilancia portadas partes: en los cruces de las calles y dentro de los comercios; había escáneres faciales, lectores de vehículos, sensores en las puertas para los carnets de identidad de radiofrecuencia que llevaba la mayoría de los adultos. Los londinenses salían en masa de las estaciones de tren y caminaban hacia el trabajo a toda prisa mientras la Gran Máquina absorbía sus imágenes digitales.
Gabriel había imaginado que Tyburn Convent sería una vieja iglesia de piedra cubierta de hiedra. Lo que encontró, sin embargo, fue un par de casas pareadas del siglo XIX, con ventanas emplomadas y techos de pizarra. El convento propiamente dicho se hallaba en Bayswater Road, justo enfrente de Hyde Park. El tráfico se apelotonaba hacia Marble Arch.
Una corta escalera de metal conducía a una puerta de roble con aldaba de bronce. Gabriel llamó al timbre. Una anciana monja benedictina vestida con un hábito impolutamente blanco le abrió.
– Llega demasiado pronto -le dijo con un marcado acento irlandés.
– ¿Demasiado pronto para qué?
– ¡Ah! ¿Es usted estadounidense? -La nacionalidad de Gabriel parecía ser explicación suficiente-. Las visitas a la cripta empiezan a las diez, pero no importa, solo faltan unos minutos.
Lo condujo a una antesala que parecía una jaula pequeña. Una puerta daba acceso a una escalera que bajaba al sótano, mientras que otra conducía a la capilla del convento y a las dependencias de las monjas.
– Soy la hermana Ann. -La monja llevaba unas gafas de montura dorada pasadas de moda. Su rostro, enmarcado por el griñón, era liso y firme, casi intemporal-. Tengo parientes en Chicago. No será usted de allí…
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