Se arrodilló como quien se dispone a rezar. Sacó un rotulador del bolsillo y escribió en la losa: G aquí, ¿tú dónde?
A continuación, salió del parque y cruzó la avenida A hasta una cafetería llena de viejas mesas y sillas desvencijadas. Pidió una taza de café y se instaló en la parte de atrás con los ojos clavados en la puerta. La sensación de desamparo que lo invadía resultaba prácticamente insoportable. Habían asesinado a Sophia y a la gente de New Harmony. Y cabía la posibilidad de que la Tabula hubiera matado también a Maya y a sus amigos.
Contempló la mesa llena de rasgones e intentó acallar la furiosa voz de su cerebro. ¿Por qué era un Viajero? ¿Por qué había causado tanto daño? Solo su padre podía contestar esas preguntas. Y, al parecer, Matthew Corrigan estaba viviendo en Londres. Gabriel era consciente de que en esa ciudad había más cámaras de vigilancia que en cualquier otra del mundo. Era un lugar peligroso, pero su padre tenía que haber ido allí por alguna razón importante.
Nadie prestó atención cuando Gabriel abrió su mochila y contó el dinero que Vicki le había entregado la noche anterior. Parecía haber suficiente para pagar un billete de avión a Gran Bretaña. Gabriel había pasado toda su vida fuera de la Red, y los datos biométricos del chip de su pasaporte no podían compararse con ninguna otra identidad previa. Maya parecía segura de que no tendría problemas para viajar al extranjero. Para las autoridades, él era un ciudadano llamado Tim Bentley que trabajaba de agente inmobiliario en Tucson, Arizona.
Terminó el café y regresó al monumento del parque. Cogió un trozo de papel de periódico, borró con él el mensaje anterior y escribió: G A Londres. Se sentía como el superviviente de un naufragio que acaba de grabar unas palabras en un pedazo de madera. Si sus amigos seguían con vida, sabrían lo que había ocurrido, lo seguirían hasta Londres y lo encontrarían en Tyburn Convent. Si estaban muertos, sería un mensaje sin destinatario.
Salió del parque sin mirar atrás y avanzó hacia el sur por la avenida B. El aire de la mañana seguía siendo frío, pero el cielo estaba despejado, de un azul intenso. Estaba en camino.
Michael apuró su segunda taza de café, se levantó de la mesa de roble y se acercó a las ventanas góticas de uno de los extremos del salón de día. El emplomado de los vidrios imponía una negra rejilla sobre el mundo exterior. Se encontraba al oeste de Montreal, en una isla del río San Lorenzo. No había dejado de llover en toda la noche, y una gruesa capa de nubes cubría el cielo.
Se suponía que la reunión del comité ejecutivo de la Hermandad iba a empezar a las once, pero el barco que transportaba a los miembros del comité todavía no había llegado. El trayecto desde la bahía de Chippewa hasta Dark Island duraba unos cuarenta minutos, y si el mar estaba agitado la gente solía salir al puente para sobrellevar mejor el mareo. Viajar en helicóptero desde cualquier ciudad del estado de Nueva York habría resultado mucho más práctico, pero Kennard Nash había rechazado la propuesta de construir una pista para helicópteros cerca del embarcadero.
«El viaje por el río es una buena experiencia para la Hermandad», había dicho Nash. «Te sientes como si te alejaras del mundo cotidiano. Creo que eso promueve cierto tipo de respeto hacia la exclusiva naturaleza de nuestra organización.»En ese punto Michael estaba de acuerdo con Nash. Dark Island era un lugar especial. El castillo que dominaba la isla había sido construido a principios del siglo XX por un rico industrial que tenía una fábrica de máquinas de coser. Con los bloques de granito arrastrados por el hielo invernal habían levantado una torre de cuatro pisos, el castillo y el embarcadero. El edificio estaba lleno de torreones, y sus chimeneas eran lo bastante grandes para asar en ellas un novillo entero.
En esos días Dark Island era propiedad de unos cuantos alemanes ricos. Los turistas podían visitarla durante los meses de otoño, pero la Hermandad utilizaba el castillo el resto del año. Michael y el general Nash habían llegado hacía tres días, acompañados por el personal técnico de la Fundación Evergreen, que había procedido a instalar los micrófonos y las cámaras de televisión para que los miembros del comité repartidos por todo el mundo pudieran participar en la reunión.
En su primer día en la isla, a Michael se le permitió salir del castillo y pasear por los acantilados. Dark Island recibía su nombre de los grandes abetos que extendían sus ramas por los caminos, tamizando la luz y formando sombreadas bóvedas de verde. Michael encontró un banco de mármol al borde de un acantilado y pasó allí varias horas, oliendo la fragancia de los árboles y contemplando las vistas sobre el río.
Esa noche cenó con el general Nash y bebió un whisky con él en la sala de estar, cuyas paredes estaban paneladas de roble. Todo en el castillo era grande, desde los muebles tallados a mano hasta los cuadros y las vitrinas para los licores. De las paredes colgaban cabezas disecadas de animales, y Michael tuvo la sensación de que un alce muerto no le quitaba ojo de encima.
Nash y el resto de la Hermandad consideraban a Michael su fuente de información más importante acerca de los distintos dominios. Él era consciente de que su posición seguía siendo delicada. Por lo general, la Hermandad asesinaba a los Viajeros, pero él había sobrevivido y había intentado hacerse tan indispensable como le era posible sin mostrar el verdadero alcance de su ambición. Si el mundo estaba destinado a convertirse en una cárcel invisible, alguien tendría que controlar a los guardias y a los prisioneros. Y esa persona, ¿por qué no podía ser un Viajero?
Al principio, la Hermandad lo había conectado a su ordenador cuántico en el intento de que contactase civilizaciones más avanzadas en otros dominios. A pesar de que el ordenador había sido destruido, Michael había asegurado al general Nash que era capaz de conseguir cualquier información que pudieran necesitar, aunque fue lo bastante prudente para no mencionar sus propios objetivos. Si encontrara a su padre y alcanzara algún tipo de conocimiento especial, la utilizaría en su propio beneficio. Se sentía como si acabara de burlar a un pelotón de ejecución.
A lo largo del último mes había abandonado su cuerpo en dos ocasiones, pero siempre había ocurrido lo mismo: al principio unas chispas de Luz surgían de su cuerpo; luego toda su energía parecía fluir hacia una fría oscuridad. Para encontrar el camino a cualquiera de los dominios, debía cruzar primero las cuatro barreras: un cielo azul, una llanura desértica, una ciudad en llamas y un mar infinito. Al principio le habían parecido obstáculos infranqueables, pero en esos momentos, tras haber descubierto unos estrechos y oscuros pasillos que lo llevaban de barrera en barrera, era capaz de atravesarlas casi instantáneamente.
Michael abrió los ojos y se vio en una plaza de una ciudad con árboles y bancos y un quiosco de música. Era temprano, y hombres y mujeres vestidos con trajes y abrigos de color negro entraban en las tiendas brillantemente iluminadas y volvían a salir con las manos vacías.
Había estado allí antes. Era el Segundo Dominio de los fantasmas hambrientos. Parecía un mundo normal, pero todo en él era una falsa promesa para aquellos que nunca estarían satisfechos. Todos los envases de las tiendas de comestibles estaban vacíos, las manzanas de la frutería de la esquina y la carne de la carnicería eran solo trozos de yeso o madera pintados; también los libros encuadernados en piel de la biblioteca pública parecían reales, pero cuando Michael quiso leerlos descubrió que sus páginas estaban en blanco.
Permanecer allí era peligroso. Michael era el único ser vivo en un mundo de fantasmas. Los que vivían en aquel dominio, parecían percibir que él era diferente y querían hablarle, tocarlo, notar cómo sus músculos y su cálida sangre se movían bajo su piel. Michael había intentado ocultarse entre las sombras mientras se asomaba a las ventanas y vigilaba los callejones en busca de su padre. Por fin encontró el pasadizo que conducía de nuevo a su mundo. Cuando volvió a cruzar, unos días más tarde, llegó a la misma plaza, como si su Luz se negara a moverse en ninguna otra dirección.
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