John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Sujetándose con la mano izquierda a los barrotes de la escalerilla, Naz utilizó la derecha para empujar la tapa de registro. Tras mucho gruñir y maldecir, consiguió levantarla lo suficiente y apartarla. Gabriel siguió a Naz a través de la abertura hasta el nivel inferior de la terminal de Grand Central. Se hallaban entre una pared cubierta de hollín y una de las vías del tren.

Naz parecía a punto de echar a correr en cualquier dirección.

– ¿Qué está pasando? -preguntó-. ¿Dónde están Vicki y Hollis?

Gabriel se asomó al conducto de registro y vio la cabeza de Vicki. Se hallaba a unos seis metros por debajo de él y ascendía lenta y cautelosamente por la escalerilla.

– Vienen justo detrás de mí. Puede que tarden un minuto en llegar.

– ¡No tenemos un minuto! -Naz oyó un distante traqueteo, dio media vuelta y divisó las luces de un tren que se acercaba-. ¡Tenemos que salir de aquí!

– Esperemos a los demás.

– Ya se reunirán con nosotros en la terminal. Si el maquinista ve gente en las vías dará aviso a la policía de tránsito.

Gabriel y Naz corrieron entre las vías, hacia el andén de pasajeros y las luces. Gabriel se quitó rápidamente la cazadora, llena de manchas, y le dio la vuelta. El vestíbulo inferior de la estancia estaba lleno de puestos de comida rápida. En esos momentos solo había abierta una cafetería, donde una docena de viajeros mataban el tiempo a la espera de que saliese su tren nocturno. Gabriel y Naz se instalaron en una mesa y aguardaron a que llegaran sus compañeros.

– ¿Qué habrá pasado? -preguntó Naz, inquieto-. Tú los viste, ¿no?

– Sí. Vicki subía por la escalerilla, y Hollis la seguía de cerca.

Naz se levantó y empezó a pasear de un lado a otro.

– No podemos quedarnos aquí-dijo.

– Siéntate. Apenas han pasado unos minutos. Tenemos que esperar un poco más.

– Buena suerte, tío. Yo me largo.

Naz echó a correr hacia las escaleras mecánicas y desapareció en el nivel superior.

Gabriel intentó imaginar qué les había pasado a los demás. ¿Se habrían quedado atrapados abajo? ¿Los habría capturado la Tabula? El hecho de que hubiera un rastreador escondido en la pistola de cerámica lo había cambiado todo. Se preguntó si Maya se había arriesgado innecesariamente para castigarse por lo ocurrido.

Gabriel salió de la zona de restaurantes y se quedó ante el umbral del corredor que conducía a las vías. Había una cámara de vigilancia orientada hacia el andén, y había visto otras cuatro en el techo del vestíbulo. Probablemente la Tabula había pirateado el sistema de seguridad de la terminal y sus ordenadores estaban escaneando las imágenes captadas en directo en busca de su rostro. «Tenemos que permanecer unidos.» Eso era lo que Maya les había dicho, pero también les había dado un plan alternativo: si había problemas, se reunirían a la mañana siguiente en el Lower East Side de Manhattan.

Gabriel regresó a la zona de restaurantes y se ocultó detrás de una columna de hormigón. Unos segundos más tarde, cuatro individuos de aspecto rudo, todos con intercomunicadores, bajaron corriendo por las escaleras mecánicas y se dirigieron a la zona de las vías. Tan pronto como Gabriel los perdió de vista, tomó la dirección opuesta, subió al vestíbulo principal y salió a la calle. El gélido aire hizo que le lagrimearan los ojos y le ardiera el rostro. El Viajero agachó la cabeza y se zambulló en la noche.

Durante el tiempo que habían pasado en Nueva York, Maya había insistido en que todos memorizaran una serie de rutas seguras a través de la ciudad y una lista de hoteles que estaban fuera de la Red. Uno de ellos era el Efficiency Hotel, de la Décima Avenida de Manhattan. Por veinte dólares en efectivo podías disponer durante doce horas de un nicho de fibra de vidrio de dos metros y medio de ancho y uno y medio de alto, desprovisto de ventanas. Los cuarenta y ocho nichos situados a ambos lados de un pasillo conferían al hotel el aspecto de un mausoleo.

Antes de entrar, Gabriel se quitó la cazadora de cuero y la dobló para que no se vieran las manchas de sangre. El recepcionista era un chino viejo; sentado tras un cristal antibalas, esperaba a que los clientes depositaran los veinte dólares en una ranura. Gabriel le dio cinco más por un cojín de espuma y una sábana de algodón.

Recibió su llave y avanzó por el pasillo hasta el aseo comunitario. Dos cocineros de origen hispano, desnudos de cintura para arriba, charlaban en español mientras se limpiaban los restos de grasa y aceite de las manos y la cara. Gabriel se metió en uno de los reservados hasta que se hubieron marchado. Luego, salió y lavó la cazadora. Cuando terminó, trepó por una escalerilla hasta su cubículo y se arrastró dentro. En cada nicho había una luz fluorescente y un ventilador para que circulara el aire. Colgó su cazadora en una percha; el cuero no tardó en gotear lentamente, como si todavía estuviera empapado en sangre.

Mientras descansaba en el cojín de espuma, pensó en Sophia Briggs. Había notado la Luz de la anciana agitarse y moverse como una poderosa ola que se le había escapado entre los dedos. A través de las delgadas paredes oyó voces apagadas y tuvo la sensación de que flotaba en las sombras, rodeado de fantasmas.

Maya había enseñado a Gabriel que la Red no era total, que existían resquicios y zonas de sombra que uno podía utilizar para moverse a salvo por la ciudad. A la mañana siguiente, tardó casi una hora en evitar los sistemas de vigilancia y en llegar al parque de Tompkins Square. En el distrito de las finanzas y en la zona de Midtown, el lecho de roca de Manhattan estaba cerca de la superficie y proporcionaba una base firme para los cimientos de los rascacielos que dominaban la ciudad. En el Lower East Side la roca se hallaba a decenas de metros de profundidad, por eso los edificios que bordeaban las calles no tenían más de cuatro o cinco pisos de altura.

El parque de Tompkins Square había sido durante más de cien años un lugar donde la gente se reunía para hacer sus reivindicaciones políticas. En la generación anterior, un grupo de mendigos montó allí un campamento hasta que la policía rodeó el parque con un cinturón policial. Los agentes estrecharon el círculo y golpearon y destrozaron las tiendas de los que se resistían a marcharse. Grandes olmos daban sombra al parque en verano, y las zonas verdes estaban delimitadas por verjas de hierro. Solo había dos cámaras de vigilancia y ambas enfocaban la zona de juegos de los niños, por lo que resultaban fáciles de evitar.

Gabriel se adentró con cautela y fue hasta el pequeño edificio de ladrillo destinado para el personal de jardinería. Cruzó algunas cancelas y se detuvo ante una losa de mármol blanco en cuyo centro la escultura de una cabeza de león hacía de fuente. En la blanca piedra estaban grabados, apenas visibles, el perfil de unos rostros infantiles y las palabras: «Eran los niños más puros del mundo, jóvenes y sanos». Era el monumento conmemorativo de una catástrofe ocurrida un domingo del año 1904, cuando el ferry General Slocum partió de Nueva York llevando a un grupo de inmigrantes alemanes a una merienda escolar. El barco se incendió y se hundió; no llevaba salvavidas. Murieron un centenar de mujeres y niños.

Maya utilizaba el monumento como uno de los tablones de comunicación que tenía repartidos por Manhattan. Esos tablones brindaban a su pequeño grupo una alternativa a los móviles, fácilmente rastreables. En la parte trasera de la losa, cerca de la base, Gabriel encontró una inscripción que Maya había dejado dos semanas antes. Era un símbolo de los Arlequines: un óvalo con tres líneas que simbolizaba un laúd. Miró alrededor, hacia la pista de baloncesto y el pequeño jardín. Eran las siete de la mañana, y no había nadie. Todas las posibilidades negativas que había apartado de su mente desde que se había levantado volvieron con una fuerza terrible. Sus amigos habían muerto. Y él, en cierto modo, había sido la causa.

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