Una llamada sonó en el teléfono por satélite, y un antiguo soldado inglés llamado Summerfield susurró al oído de Boone. El equipo de respuesta había llegado a la entrada de Vanderbilt y había aparcado detrás de la furgoneta. Boone contaba para aquella operación básicamente con los mismos hombres con los que trabajó en Arizona. La operación de New Harmony había sido buena para la moral: la violencia había servido para unir a un grupo de mercenarios de distintas nacionalidades y antecedentes.
– Y ahora, ¿qué? -preguntó Summerfield.
– Divídanse en dos grupos y entren por lugares distintos. -Boone contempló el panel de horarios-. Nos encontraremos cerca de la vía treinta, la del tren que va a Stamford.
– Creía que se dirigían al tren lanzadera.
– Lo único que Maya quiere es proteger al Viajero. Se ocultará lo más rápidamente posible. Eso significa bajar a un túnel o encontrar una zona de mantenimiento.
– ¿El objetivo sigue siendo el mismo?
– Todos, salvo Gabriel, se hallan en la categoría de exterminio inmediato.
Summerfield desconectó el teléfono, y Boone recibió otra llamada de su equipo de internet. Maya y los otros fugitivos habían llegado al sector del tren lanzadera y estaban esperando en el andén. Boone había matado a Thorn, el padre de Maya, en Praga, el año anterior, y sentía una extraña vinculación personal con la joven. No era tan dura como su padre, y eso podía deberse a que se había resistido a convertirse en Arlequín. Pero Maya ya había cometido un error, y la siguiente decisión que tomara sería su perdición.
Naz había guiado a Maya y al resto del grupo a través de un laberinto de escaleras y pasadizos hacia la lanzadera de Times Square. El andén era una zona con intensa iluminación; el tren podía partir de cualquiera de las tres vías paralelas. El suelo, de hormigón gris, estaba salpicado de restos ennegrecidos de chicle que formaban un desordenado mosaico. A unos metros de distancia, un grupo de indígenas con instrumentos de percusión metálicos tocaban un calipso.
Por el momento habían logrado esquivar a los mercenarios, pero a Maya no le cabía duda de que los vigilaban por el sistema subterráneo de seguridad. Una vez habían descubierto que estaban en Nueva York, sabía que la Tabula utilizaría todos sus recursos para localizarlos. Según Naz, lo único que tenían que hacer era meterse por el túnel y seguir una escalera hasta el nivel inferior de Grand Central. Por desgracia, un policía patrullaba los alrededores y, aun suponiendo que desapareciera, cualquiera podía alertar a las autoridades de que un grupo de personas había saltado a las vías.
La única ruta segura de acceso al túnel pasaba por una puerta cerrada con llave con unas deslucidas letras doradas en las que se leía knickerbocker. En una época anterior y más amable, un pasadizo había conducido directamente desde el andén del metro hasta el bar del hotel Knickerbocker. Aunque el hotel había sido reconvertido en un bloque de apartamentos, la puerta seguía en su sitio, inadvertida para los miles de viajeros que pasaban ante ella diariamente.
Maya permaneció en el andén. Le parecía que su presencia allí, mientras la gente se apresuraba a subir al tren, llamaba la atención. Cuando la lanzadera salió de la estación, Hollis se le acercó y le habló en voz baja.
– ¿Sigues con la idea de coger el tren a Ten Mile River?
– Evaluaremos la situación cuando lleguemos al andén. Naz dice que allí no hay cámaras.
Hollis asintió.
– Seguramente los escáneres de la Tabula nos localizaron cuando salimos del loft y cruzamos Chinatown. Entonces alguien debió de imaginar que nos habíamos metido en la vieja estación de ferrocarril y pirateó el ordenador de tránsito.
– Puede haber otra explicación. -Maya lanzó una mirada a Naz.
– Sí. Yo también lo he pensado, pero estuve observándolo en el vagón y parecía realmente asustado.
– No lo pierdas de vista, Hollis. Si echa a correr, detenlo.
Llegó un nuevo tren lanzadera, los pasajeros embarcaron, y partió hacia el oeste y la Octava Avenida. Empezó a invadirles la sensación de que iban a quedarse allí para siempre. Al fin, el policía recibió una llamada por el intercomunicador y se alejó a toda prisa. Naz echó a correr hacia la puerta del Knickerbocker y probó varias llaves. Cuando dio con la correcta, sonrió y abrió la puerta.
– Los que se hayan apuntado a la excursión especial por el metro, que pasen por aquí -anunció, y unos cuantos viajeros los observaron desaparecer por la salida.
Naz cerró la puerta y todos permanecieron juntos durante unos segundos en un corto y oscuro corredor. A continuación los llevó más allá de una tapa de registro y bajaron cuatro peldaños hasta el túnel del metro.
El grupo se detuvo entre las vías. Naz señaló una tercera vía cargada con electricidad.
– Tened cuidado con la cubierta de madera que la cubre -les advirtió-. Si se rompe y tocáis el raíl, no viviréis para contarlo.
El túnel estaba ennegrecido por el hollín y olía a cloaca. La humedad se filtraba por las paredes, que relucían como el aceite. Mientras que la estación del ayuntamiento estaba polvorienta pero limpia, en aquel túnel que conducía a Times Square había un montón de basura. Y ratas por todas partes, enormes y grises. Aquel era su mundo; en vez de asustarse por la presencia de humanos, siguieron rebuscando en la basura, chillándose unas a otras y trepando por las paredes.
– No son peligrosas -dijo Naz-, pero tened cuidado dónde ponéis el pie. Si os caéis, se os echarán encima.
Hollis se mantenía cerca del guía.
– ¿Dónde está esa puerta de la que nos has hablado?
– Muy cerca. Lo juro por Dios. Buscad una luz amarilla.
Oyeron el sonido como de un trueno en la distancia y vieron las luces del tren lanzadera que se acercaba.
– ¡Pasad a la siguiente vía! ¡Pasad a la siguiente vía! -gritó Naz, que sin esperar a los demás saltó hacia la tercera vía.
Todos lo siguieron salvo Sophia Briggs. La anciana parecía agotada y desorientada. Al ver que las luces del convoy se aproximaban, se arriesgó y subió a las tablas que cubrían el raíl de la vía contigua. La madera aguantó su peso. Un momento después, cuando de nuevo los envolvía la oscuridad, se reunió con el resto del grupo.
Naz se adelantó unos metros y regresó a toda prisa; parecía nervioso.
– De acuerdo. Creo que he encontrado la puerta que da a la escalera. Seguidme y…
El tren lanzadera que pasó por la otra vía ahogó sus palabras. Maya vio a algunos pasajeros en el rápido destello de las ventanas -un anciano con un gorro de lana, una mujer con trenzas-y los vagones desaparecieron. El envoltorio de un caramelo flotó en el aire y cayó al suelo como una hoja muerta.
Siguieron caminando hasta un cruce de vías que partían en distintas direcciones. Naz siguió por la derecha y los llevó hasta una puerta abierta, iluminada por una bombilla. Subió tres escalones y se metió por un corredor de mantenimiento seguido por Alice y Vicki. Hollis subió también; luego, se volvió e hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Un momento -dijo-. Tenemos que ir más despacio. Sophia está agotada.
– Encontrad un refugio seguro y esperadnos -ordenó Maya-. Gabriel y yo la llevaremos.
La Arlequín sabía perfectamente que, en su lugar, su padre habría abandonado al grupo con tal de salvar al Viajero; pero no podía volverse atrás. Gabriel no estaría dispuesto a dejar a nadie en los túneles, y menos aún a la mujer que había sido su Rastreadora. Miró por el pasadizo y vio que Gabriel se había hecho cargo de la mochila de Sophia. Cuando él le ofreció el brazo, la anciana negó vigorosamente con la cabeza, como diciendo: «No necesito que nadie me ayude». Sophia dio unos pasos más y, entonces, un rayo láser rojo perforó la penumbra.
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