John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Gabriel miró por encima del hombro y vio que Maya lo seguía a unos dos metros de distancia. Las cintas de su mochila y del tubo de la espada se le cruzaban en el pecho, y sus ojos se movían de un lado a otro como una cámara que rastreara una zona peligrosa.

Torcieron a la izquierda, se metieron por Broadway y llegaron a un parque triangular. El ayuntamiento se hallaba a escasas manzanas de distancia: un gran edificio blanco con una escalinata que terminaba ante unas grandes columnas de estilo corintio. Aquel falso templo griego estaba cerca del edificio Woolworth, una catedral gótica del comercio rematada con una espira que se alzaba en la noche.

– Puede que las cámaras nos hayan seguido el rastro -dijo Naz en voz baja-, pero no importa. La siguiente cámara está al final de la calle, en la farola, junto al semáforo. ¿La veis? Quizá nos hayan localizado caminando por Broadway, pero ahora desapareceremos.

Naz los guió a través del parque vacío. Algunas luces de seguridad iluminaban débilmente los caminos asfaltados, pero el pequeño grupo se mantuvo entre las sombras.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Gabriel.

– Justo debajo de nosotros hay una estación de metro abandonada. La construyeron hace casi cien años y la cerraron después de la Segunda Guerra Mundial. No hay cámaras ni policías.

– ¿Y cómo llegaremos a la terminal de Grand Central?

– No os preocupéis por eso. Mi amigo aparecerá en unos minutos.

Pasaron junto a un grupo de pelados pinos y se acercaron a un edificio de ladrillo destinado a labores de mantenimiento. Una rejilla de ventilación se abría en uno de sus costados, y a Maya le llegó el olor característico del metro. Naz les hizo rodear el edificio hasta una puerta de acero y, haciendo caso omiso del cartel de ¡peligro! ¡Solo personal autorizado!, sacó un llavero de su mochila.

– ¿Dónde has conseguido eso? -preguntó Hollis.

– En la taquilla de mi supervisor. Cogí las llaves hace unas semanas y me hice una copia.

Naz abrió la puerta y los condujo al interior. Se hallaban sobre un suelo de hierro, rodeados de cajas de fusibles y cables eléctricos. La puerta se cerró tras ellos, y el golpe resonó en el reducido espacio. Alice dio un par de pasos rápidos antes de conseguir controlar su miedo. Parecía un animal salvaje recién enjaulado.

Una escalera de caracol descendía como un gigantesco sacacorchos hasta un rellano donde una solitaria bombilla brillaba sobre una puerta de seguridad. Mascullando para sí, Naz rebuscó entre sus llaves robadas hasta que encontró la que correspondía a la cerradura. La introdujo, pero la puerta no se movió.

– Déjame a mí -dijo Hollis.

Alzó el pie izquierdo y asestó una patada a la cerradura. La puerta se abrió.

Uno tras otro fueron entrando en la abandonada estación del ayuntamiento. Los apliques de iluminación originales estaban vacíos, pero alguien había conectado un cable eléctrico a la pared y colgado de él varias bombillas desnudas. En el centro del vestíbulo de entrada había una cabina de taquilla cubierta con una bóveda de cobre propia de aquellos viejos cines con acomodadores y cortinajes de terciopelo rojo. Tras ella se veían unos viejos torniquetes de madera, el andén y las vías.

Una capa de polvo grisáceo cubría el suelo y el aire olía a aceite de maquinaria. Gabriel tuvo la sensación de estar encerrado en una tumba hasta que levantó la vista hacia el abovedado techo, cuyos arcos se alzaban desde el suelo para unirse en lo alto. Le recordaron el interior de una iglesia medieval. El propio túnel estaba formado por una serie de arcos iluminados por candelabros de bronce que sostenían grandes globos de vidrio mate. No había carteles publicitarios ni cámaras de vigilancia. Las paredes y los techos estaban decorados con azulejos blancos, rojos y verde oscuro que formaban intrincados dibujos geométricos. Aquella estación subterránea parecía un santuario, un lugar donde refugiarse del desorden que reinaba.

Gabriel notó la caricia de una brisa cálida y oyó un tremor distante que iba en aumento. Segundos más tarde, un tren apareció en la curva y pasó por la estación a toda velocidad, sin detenerse.

– Es el número seis local -dijo Naz-. Pasa por aquí y vuelve a la zona alta.

– ¿Así es como vamos a llegar a Grand Central? -preguntó Sophia.

– No. No subiremos al seis. Lleva a demasiada gente. -Naz echó un vistazo a su reloj-. Tendréis un tren privado para vosotros solos, nadie os verá. Solo hay que esperar. Devon llegará en unos minutos.

Naz paseó arriba y abajo ante la taquilla y pareció aliviado cuando un par de luces aparecieron en el túnel.

– Ahí está. Necesito los otros mil ahora mismo.

Vicki le entregó un fajo de billetes de cien dólares, y Naz pasó entre los torniquetes y avanzó hacia el andén agitando los brazos. Un único vagón que arrastraba una plataforma de carga llena de contenedores de basura entró en la estación. Un hombre negro, delgado y de casi dos metros de altura, manejaba los controles en la cabina delantera. El conductor detuvo el vagón y abrió las puertas dobles. Naz le estrechó la mano, intercambió unas palabras con él y le entregó el dinero.

– ¡Rápido! -gritó-. ¡Dentro de un minuto vendrá otro tren!

Maya guió al grupo hasta el interior del vagón y les ordenó que se sentaran en los extremos, lejos de las ventanillas. Todos obedecieron sin rechistar, también Alice. La muchacha parecía comprender lo que sucedía a su alrededor, pero no mostraba expresión alguna.

Devon salió de la cabina.

– Bienvenidos al tren de la basura. Tendremos que hacer algunos cambios de vías, pero llegaremos a Grand Central en unos quince minutos. Nos detendremos en un andén de mantenimiento en el que no hay cámaras de vigilancia.

Naz sonreía, como si acabara de realizar un truco de magia.

– ¿Lo veis? ¿Qué os había dicho?

Devon empujó la palanca de control y el tren arrancó; cobraba velocidad a medida que se alejaba de la estación. El vagón se bamboleaba a derecha e izquierda mientras corría hacia el norte, bajo las calles de Manhattan. Devon se detuvo en la estación de Spring Street pero no abrió las puertas. Esperó a que se encendiera la luz verde del túnel y entonces volvió a empujar la palanca.

Gabriel se levantó y fue a sentarse junto a Maya. La ventanilla de la puerta estaba bajada unos centímetros, y entraba aire caliente en el vagón. Cuando el tren cambió de vía, tuvieron la sensación de estar viajando por un sector secreto de la ciudad. En la distancia apareció una luz que se reflejó en los raíles. Se oyó un traqueteo, y cruzaron lentamente la estación de Bleecker Street. Gabriel había viajado anteriormente por la línea del East Side, pero aquella experiencia era distinta. Se hallaban a salvo en una zona de sombras, un paso más allá de la capacidad de rastreo de la Gran Máquina.

Astor Place… Union Square… Entonces se abrió la puerta de la cabina de control. El tren seguía moviéndose, pero Devon no tocaba los mandos.

– Algo pasa -anunció.

– ¿Qué problema hay? -preguntó Maya

– Este es un tren de mantenimiento -dijo Devon-. Se supone que soy yo quien lo controla. Pero el ordenador tomó el mando cuando salimos de la última estación. He intentado contactar con el centro de operaciones, pero la radio no funciona.

Naz se levantó de un salto y alzó las manos como si tratara de interrumpir una discusión.

– Seguro que no es nada. Debe de haber otro tren en la vía.

– Entonces nos habrían parado en Bleecker.

Devon volvió a los mandos y movió la palanca una vez más. El tren hizo caso omiso de sus esfuerzos y pasó por la estación de la calle Veintitrés a la misma moderada velocidad.

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