John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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– Estas eran las oficinas de los ferrocarriles del Reich -explicó la señorita Brewster-. Cuando derribaron el muro, la Hermandad se hizo con el control de la propiedad.

Se apearon del vehículo y se acercaron al centro de informática. Los muros estaban sucios de grafitis, y en la mayoría de las ventanas había rejillas de seguridad, pero Michael pudo apreciarlos vestigios de una gran fachada del siglo XIX: volutas en las cornisas y rostros de deidades griegas esculpidos sobre las ventanas que daban a la calle. Visto desde fuera, el edificio era como una lujosa limusina que hubiera sido saqueada y arrojada a un barranco.

– Hay dos secciones -explicó la señorita Brewster-. Primero pasaremos por la zona pública, de modo que debemos ser discretos.

Fue hasta una puerta de hierro vigilada por una cámara de seguridad. A un lado había un pequeño cartel de plástico que indicaba que el edificio era la sede de una empresa llamada Personal Customer.

– ¿Esta es una compañía inglesa? -preguntó Michael.

– No. Es totalmente alemana. -La señorita Brewster apretó un timbre-. Lars aconsejó que le pusiéramos un nombre inglés. Así el personal cree que está implicado en un proyecto moderno e internacional.

La puerta se abrió con un chasquido, y entraron en un vestíbulo de recepción brillantemente iluminado. Una joven de unos veinte años, con aros en las orejas, los labios y la nariz, levantó la vista y les sonrió.

– Bienvenidos a Personal Customer. ¿En qué puedo ayudarlos?

– Soy la señorita Brewster, y él es el señor Corrigan. Somos asesores técnicos y hemos venido a ver el ordenador. El señor Reichhardt está al corriente de nuestra visita.

– Sí. Por supuesto. -La joven entregó un sobre sellado a la señorita Brewster-. Vaya hacia la…

– Lo sé, querida. He estado aquí otras veces.

Se dirigieron hasta un ascensor, cerca de una sala de reuniones con paredes de cristal. Varios empleados -la mayoría de ellos de unos treinta años-almorzaban y charlaban alrededor de una gran mesa.

La señorita Brewster rasgó el sobre, extrajo una tarjeta de plástico y la agitó frente al sensor del ascensor. Las puertas se abrieron, ambos entraron y la señorita Brewster volvió a agitar la tarjeta.

– Nos dirigimos al sótano. Es la única entrada a la torre.

– ¿Puedo preguntar algo?

– Sí. Estamos fuera de la zona pública.

– Los empleados ¿qué creen que están haciendo?

– Oh, todo está perfectamente dentro de la legalidad. Les han dicho que Personal Customer es una empresa de vanguardia en el campo de la mercadotecnia que se dedica a reunir datos demográficos. Está claro que la publicidad dirigida a los grupos de población ha quedado completamente obsoleta. En el futuro, toda la publicidad se dirigirá a cada consumidor en particular. Cuando vea un anuncio publicitario en la calle, este leerá el chip RFID que usted llevará encima y visualizará su nombre. Los jóvenes entusiastas que acaba de ver están muy ocupados buscando cualquier posible fuente de información sobre los berlineses e introduciéndola en el ordenador.

Las puertas del ascensor se abrieron, y entraron en un gran sótano lleno de maquinaria y equipos de comunicaciones. A Michael aquella enorme sala le hizo pensar en una fábrica sin trabajadores.

– Ese es el generador de apoyo -dijo la señorita Brewster señalando a la izquierda-, y eso de ahí es el sistema para filtrar y depurar el aire; según parece, a nuestro ordenador no le gusta el aire contaminado.

En el suelo había pintada una línea blanca, y la siguieron hasta el otro extremo del sótano. Aunque la maquinaria era impresionante, Michael seguía sintiendo curiosidad por la gente que había visto en la sala de arriba.

– Entonces, los empleados de la empresa no saben que están colaborando en la puesta en marcha del Programa Sombra…

– Por supuesto que no. Cuando llegue el momento, Lars les explicará que la información reunida está destinada a derrotar al terrorismo. Luego vendrán los ascensos y las subidas de sueldo. Estoy segura de que estarán encantados.

La línea blanca terminaba ante un segundo mostrador de recepción, este atendido por un corpulento agente de seguridad, vestido con chaqueta y corbata, que los había seguido a través de un monitor de televisión. Al ver que se acercaban, el hombre levantó la vista.

– Buenas tardes, señorita Brewster. La están esperando.

Tras el mostrador había unas puertas sin tiradores ni cerraduras, y el guardia no hizo ademán de buscar un interruptor en el mostrador. La señorita Brewster se acercó a una pequeña caja de hierro con una abertura, fija sobre un soporte junto a la puerta.

– ¿Qué es eso? -preguntó Michael.

– Un escáner de las venas de la palma de la mano. Hay que meter la mano, y una cámara toma una foto en infrarrojos. La hemoglobina de la sangre absorbe la luz, de manera que las venas aparecerán en negro en una fotografía digital. Esa foto se comparará con la que se halla en la base de datos del ordenador.

Introdujo la mano en la abertura, una luz destelló, y se oyó el clic de la cerradura. Acto seguido, la señorita Brewster empujó la puerta, y Michael la siguió a la segunda ala del edificio. Le sorprendió ver que las vigas y los ladrillos de las paredes estaban a la vista. Dentro de aquella concha sin ventanas, había una gran torre de cristal sostenida por un armazón de acero. La torre albergaba tres niveles de dispositivos de almacenamiento, ordenadores y servidores apilados en armarios. Se accedía al sistema a través de una escalera metálica y por galerías elevadas.

Había dos hombres sentados en un rincón de la sala, ante un panel de control. Parecían separados del estanco entorno de la torre, como dos acólitos a los que no se les permitía entrar en la capilla. Un gran monitor de pantalla plana colgaba frente a ellos y mostraba cuatro figuras creadas por ordenador; estaban sentadas dentro de un coche que circulaba por un arbolado bulevar.

Lars Reichhardt se levantó.

– ¡Bienvenidos a Berlín! -exclamó-. Como pueden ver, el Programa Sombra los ha estado siguiendo desde que llegaron a Alemania.

Michael contempló la pantalla y vio que, en efecto, el coche de la pantalla era un Mercedes y que, en su interior, había cuatro figuras creadas por ordenador que se parecían mucho a la señorita Brewster, a él mismo, al guardaespaldas y al chófer.

– Sigan mirando -dijo Reichhardt-, y se verán hace unos diez minutos, cuando recorrían Unter den Linden.

– Todo esto es realmente impresionante -dijo la señorita Brewster-, pero al comité ejecutivo le gustaría saber cuándo el sistema estará definitivamente operativo.

Reichhardt miró brevemente al técnico sentado ante el panel de control. El hombre tecleó una secuencia y las imágenes desaparecieron de la pantalla.

– Dentro de diez días.

– ¿Es eso una promesa, herr Reichhardt?

– Ya conoce mi dedicación al trabajo -repuso el alemán en tono conciliador-. Haré todo lo que esté en mi mano para lograrlo.

– El Programa Sombra tiene que funcionar perfectamente antes de que nos pongamos en contacto con nuestros amigos del gobierno alemán -dijo la señorita Brewster-. Tal como hablamos en Dark Island, necesitamos algunos consejos para lanzar una campaña parecida a la que hemos desarrollado en Gran Bretaña. El pueblo alemán debe estar plenamente convencido de que el Programa Sombra es necesario para su protección.

– Desde luego. Ya hemos adelantado algo de trabajo en ese sentido. -Reichhardt se volvió hacia su ayudante-. Eric, muéstreles el prototipo.

Eric tecleó algunas instrucciones y en la pantalla apareció un televisor. Un caballero medieval vistiendo una blanca túnica adornada con una cruz negra montaba guardia mientras jóvenes y alegres alemanes viajaban en autobús, trabajaban en sus oficinas o jugaban al fútbol en el parque.

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