John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Linden observó un lado y otro de la calle. No apreció ningún peligro evidente. Miró a Vicki.

– Coge a la niña de la mano -le ordenó.

– Se llama Alice. -La expresión de Vicki era de firmeza-. Debería llamarla por su nombre, señor… Linden.

– Su nombre no es importante, mademoiselle. Dentro de cinco minutos tendrá uno nuevo.

Vicki tomó a Alice de la mano. Los ojos de la muchacha reflejaban su miedo y sus preguntas: «¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué me estáis haciendo esto?».

Maya le dio la espalda. El pequeño grupo caminó por la acera hasta la casa número diecisiete, y Linden llamó a la puerta.

La lluvia se había filtrado entre la pared y el marco y había hinchado la madera. La puerta estaba trabada; oyeron a una mujer maldecir mientras forcejeaba con el picaporte. Por fin, se abrió de un empujón, y Maya vio a una mujer de unos sesenta años de pie en el recibidor. Tenía piernas fuertes, anchos hombros y el pelo teñido de rubio y con mechas grises. «No es ninguna idiota», pensó Maya. «Una falsa sonrisa en una cara astuta.»-Bienvenidos, queridos míos. Soy Janice Stillwell. -Se fijó en Linden-. Usted debe de ser el señor Carr. Lo estábamos esperando. Nuestro amigo, el señor Singh, me dijo que están buscando un hogar de acogida.

– Así es. -Linden la miraba como el policía que acaba de encontrar un nuevo sospechoso-. ¿Podemos pasar?

– Naturalmente. Disculpen mis modales. Hace un día de lo más desapacible. Es hora de una taza de té.

La casa olía a orines y a tabaco. Un niño pelirrojo y flacucho, vestido únicamente con una camiseta de hombre, los miraba sentado en la escalera. Se escabulló al primer piso cuando la señora Stillwell acompañó al grupo hasta el salón, cuyas ventanas daban a la calle. En un lado de la sala había un gran televisor que emitía un programa de dibujos animados de robots. No tenía sonido, pero un niño pakistaní y una niña negra contemplaban los desagradables dibujos sentados en un sofá.

– Estos son algunos de los niños -explicó la mujer-. En estos momentos tenemos seis a nuestro cargo. Con la que traen ustedes serán siete. El número de la suerte. Gloria, aquí presente, la tenemos por orden judicial; Ahmed viene de un acuerdo privado. -Dio un par de palmadas con aire irritado-. ¡Ya está bien, chicos! ¿No veis que tenemos invitados?

Los dos niños se miraron y salieron del salón. La señora Stillwell acompañó a Vicki y a Alice hasta el sofá, pero Maya y Linden permanecieron de pie.

– ¿Alguien quiere una taza de té? -preguntó la señora Stillwell. Algo en ella le decía que los dos Arlequines eran peligrosos-. ¿Les apetece una taza? -Tenía el rostro arrebolado y no dejaba de mirar las manos de Linden, sus robustos dedos y sus nudillos llenos de cicatrices.

Una sombra apareció en el umbral de la sala y un hombre mayor entró fumando un cigarrillo. Tenía el rostro abotagado propio de un alcohólico. Vestía un pantalón arrugado y un jersey lleno de manchas.

– ¿Esta es la nueva? -preguntó mirando a Alice.

– Mi marido, el señor Stillwell.

– Bueno, ya tenemos dos negros, dos blancos y a Ahmed y a Gerald, que son mestizos. Ella será nuestra primera china. -Soltó una risita ahogada-. Esto va parecer las jodidas Naciones Unidas.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó la señora Stillwell a Alice, que permanecía sentada en el borde del sofá, con ambos pies firmemente apoyados en el suelo.

Maya se desplazó hacia el umbral por si la niña pretendía huir.

– ¿No será sorda o quizá retrasada? -preguntó el señor Stillwell.

– A lo mejor solamente habla chino. -La señora Stillwell se inclinó hacia la niña-. ¿Hablas algo de inglés? Esta va a ser tu nueva casa.

– Alice no habla -les aclaró Vicki-. Necesita seguir tratamiento especial.

– Aquí no damos tratamientos especiales, querida. Aquí solo proporcionamos comida e higiene.

– Les han ofrecido quinientas libras al mes -intervino Linden-. Se las aumento a mil si se la quedan ahora mismo. Dentro de tres meses el señor Singh vendrá a comprobar cómo va todo. Si hay algún problema, se la llevará.

Los Stillwell intercambiaron una mirada y asintieron.

– Mil libras está bien -dijo el señor Stillwell-. Yo no puedo trabajar por culpa de mi espalda y…

Alice saltó del sofá y corrió hacia la puerta, pero, en lugar de intentar escapar, se aferró a Maya.

Vicki lloraba.

– No permitas que le hagan esto -le suplicó.

Maya notó el cuerpo de la niña pegado a sus piernas. Sus delgados brazos la sujetaban con fuerza. Nadie la había tocado nunca de aquel modo. «Sálvame.»-Suéltame, Alice. -El tono de Maya fue deliberadamente duro-. Suéltame ahora mismo.

La niña suspiró y se apartó. Por alguna razón, aquel acto de obediencia no hizo más que empeorar las cosas para Maya. Si Alice se hubiera resistido violentamente o hubiera intentado huir por la fuerza, Maya le habría retorcido el brazo y tirado al suelo; pero Alice había obedecido igual que ella había hecho con Thorn, años atrás. Y esos recuerdos afluyeron a su memoria con inusitada fuerza: las bofetadas, los gritos, la traición de aquel día en el metro, cuando su padre la obligó a luchar contra tres hombres hechos y derechos. No había duda de que los Arlequines defendían a los Viajeros, pero tampoco de que protegían su arrogante orgullo.

Haciendo caso omiso de los demás, Maya se encaró con Linden.

– Alice no se va a quedar en esta casa. Vendrá conmigo.

– Eso es imposible, Maya. Ya he tomado una decisión.

Linden acarició el estuche de la espada, pero retiró la mano. Maya fue la única de los presentes que comprendió el significado de aquel gesto. Los Arlequines nunca amenazaban en vano. Si peleaban, él intentaría matarla.

– ¿Crees que puedes asustarme? Soy hija de Thorn. Condenada por la carne, salvada por la sangre.

– ¿Qué diablos está pasando aquí? -preguntó el señor Stillwell.

– Cállese -le espetó Linden.

– ¡No pienso callarme! Acaba de prometernos mil libras al mes. Puede que no hayamos firmado un contrato, ¡pero conozco mis derechos de ciudadano!

Sin previo aviso, Linden cruzó la sala, agarró a Stillwell por la garganta con una sola mano y empezó a apretar. Su mujer no se movió para ayudarlo, sino que se quedó muy quieta, mientras boqueaba como si buscara aire.

– Por favor… -murmuró-. Por favor… Por favor…

– En ciertas ocasiones permito que los miserables como usted me dirijan la palabra -dijo Linden-. Ese permiso queda revocado. ¿Lo ha entendido? ¡Demuestre que me ha entendido!

El rostro del viejo estaba amoratado, pero se las arregló para asentir brevemente. Linden lo soltó, y Stillwell se derrumbó en el suelo.

– Conoces cuál es nuestra obligación -dijo Linden volviéndose hacia Maya-. Y no habrá modo de que puedas cumplirla si te llevas a esta niña contigo.

– Alice me salvó cuando estábamos en Nueva York. Estuve en peligro, y ella arriesgó su vida para conseguirme unas gafas de visión nocturna. También tengo una obligación hacia ella.

El rostro de Linden parecía petrificado. Todo su cuerpo estaba en tensión. Sus dedos acariciaron la espada por segunda vez. Justo detrás del Arlequín, el televisor mostraba imágenes de unos niños felices desayunando cereales.

– Yo me ocuparé de Alice -dijo Vicki-. Lo prometo.

Linden sacó la cartera, cogió unos cuantos billetes de cincuenta libras y los arrojó al suelo como si fueran basura.

– No tienen ustedes idea de lo que es el dolor, el verdadero dolor -dijo a los Stillwell-. Pero si mencionan lo ocurrido, lo sabrán.

– Sí, señor… -balbució la mujer-. Lo hemos comprendido, señor…

Linden salió de la sala. Los Stillwell seguían a cuatro patas, recogiendo afanosamente los billetes del suelo, cuando el grupo se marchó.

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