John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Capítulo 17

Sujetando una navaja de afeitar, Jugger puso cara de furia, cortó el aire ante los ojos de Gabriel y exclamó:

– ¡El Destripador ha regresado a Londres y está sediento de sangre!

Sebastian, sentado en una silla plegable, junto a un calefactor portátil, levantó la mirada de su copia barata de El infierno de Dante y frunció el entrecejo.

– Deja de hacer tonterías, Jugger, y acaba el trabajo.

– Estoy terminando, y la verdad es que está siendo uno de mis mejores trabajos.

Jugger se puso un poco de crema de afeitar en la punta de los dedos, la aplicó cerca de las orejas de Gabriel y acabó de afeitarle las patillas. Cuando terminó, limpió los restos de la hoja en la manga de su camisa y sonrió.

– Ya está, colega. Eres un hombre nuevo.

Gabriel se levantó del taburete y se acercó al espejo que colgaba en la pared, cerca de la puerta. El vidrio roto le devolvió una imagen partida de su cuerpo, pero pudo ver que Jugger acababa de hacerle un corte de pelo muy militar. Su nuevo aspecto no estaba al nivel de las lentes de contacto y las fundas dactilares de Maya, pero era mejor que nada.

– ¿No se supone que Roland debería estar de vuelta? -preguntó.

Jugger miró la hora en su teléfono móvil.

– Esta noche le toca a él preparar la cena, así que ha ido a comprar comida. ¿Le ayudarás a cocinar?

– No lo creo. Ya quemé la salsa de los espaguetis la otra noche. Lo pregunto porque le pedí que hiciera una cosa por mí. Eso es todo.

– Se ocupará. No te preocupes. Roland es bueno en las tareas sencillas.

– ¡Increíble! ¡Dante se ha vuelto a desmayar! -Disgustado, Sebastian arrojó el libro al suelo-. Virgilio tendría que haber hecho cruzar el infierno a un free runner.

Gabriel salió de lo que había sido un salón con vistas a la calle y subió por una escalera hacia su cuarto. La escarcha manchaba la parte superior de las paredes, y su aliento formaba nubecillas de vapor. Desde hacía diez días vivía con Jugger, Sebastian y Roland en una casa okupa llamada Vine House, cerca de la orilla sur del Támesis. Antaño, el edificio de tres pisos había sido una granja en medio de los huertos y viñedos que suministraban sus productos a la ciudad.

Gabriel había aprendido una cosa de los habitantes de la Inglaterra del siglo XVIII: eran más bajos que los londinenses de esos momentos. Cuando llegó a lo alto de la escalera se agachó para cruzar el umbral y entrar en el desván. Era un cuarto pequeño y vacío, con el techo inclinado y paredes de yeso. La madera del suelo crujió cuando lo atravesó y se asomó a la claraboya.

Su cama era un colchón dispuesto sobre cuatro palets, y su escasa ropa estaba guardada en una caja de cartón. La única decoración de la estancia consistía en la foto enmarcada de una joven de Nueva Zelanda llamada «Nuestra Trudy», que aparecía con un cinturón de herramientas y un martillo en la mano mientras sonreía pícaramente a la cámara.

Una generación antes, Trudy y un pequeño ejército de okupas se habían hecho con las casas abandonadas de los alrededores de Bonnington Square. El tiempo había pasado y el ayuntamiento de Lambeth había dado cédula de habitabilidad a la mayoría de los edificios. Pero Trudy todavía sonreía en la fotografía y Vine House seguía en pie, ilegal, ruinosa y libre.

Cuando Jugger y su panda se reunieron con Gabriel tras la carrera en el mercado de Smithfield, le ofrecieron inmediatamente alimento, amistad y un nuevo nombre.

– ¿Cómo lo has hecho? -le preguntó Jugger mientras caminaban rumbo al sur, en dirección al río.

– Me la jugué y salté de la cañería.

– Pero ¿habías hecho alguna vez algo parecido? -preguntó Jugger-. Se necesita mucha confianza para hacer algo así.

Gabriel le habló de los saltos en paracaídas HALO que había practicado en California. Entonces había tenido que saltar desde gran altura y dejarse caer sin abrir el paracaídas durante más de un minuto.

Jugger asintió como si esa experiencia lo explicara todo.

– Escuchad -les dijo a los otros-. Tenemos un nuevo miembro de nuestra panda. Bienvenido a los free runners, Halo.

A la mañana siguiente Gabriel se despertó en Vine House y regresó de inmediato a Tyburn Convent. No se le ocurría otra manera de localizar a su padre; tenía que bajar la escalera de hierro hasta la cripta y descubrir cuáles eran los signos que su padre había dejado entre los huesos y las cruces oxidadas.

Durante tres horas permaneció sentado en un banco, al otro lado de la calle, observando quién abría la puerta del convento a los escasos visitantes. Esa mañana, los turistas fueron recibidos por la hermana Ann, la monja mayor que se negó a responder a sus preguntas, o por la hermana Bridget, la que se asustó cuando mencionó a Matthew Corrigan. Gabriel regresó al convento otras dos veces, pero siempre estaban las mismas religiosas a la puerta. Su única posibilidad consistía en esperar a que otra monja que no lo reconociera sustituyera a la hermana Bridget. Cuando no se dedicaba a vigilar el convento, Gabriel pasaba las tardes buscando infructuosamente a su padre por los suburbios del extrarradio de Londres. En la ciudad había cientos de cámaras de vigilancia, pero minimizaba el riesgo evitando el transporte público y las abarrotadas calles al norte del río.

Convertirse en un Viajero había ido cambiando gradualmente su forma de percibir el mundo. Podía observar a alguien y notar los más sutiles cambios en sus emociones. Se sentía como si su cerebro estuviera siendo reprogramado y no pudiera controlar del todo el proceso. Una tarde, mientras caminaba por Clapham Common, su visión se ensanchó hasta abarcar una panorámica de ciento ochenta grados y fue capaz de contemplar todo lo que tenía ante él al mismo tiempo: la belleza de un diente de león, la suave curva de una vía, y los rostros, tantos y tantos rostros. La gente salía de los comercios y caminaba por las calles con ojos que delataban fatiga, tristeza y ocasionales destellos de alegría. Aquella nueva forma de contemplar el mundo era abrumadora, pero al cabo de una hora la visión panorámica se disolvió poco a poco.

A medida que fueron pasando los días, se vio inmerso en los preparativos de una gran fiesta en Vine House. Las reuniones sociales nunca le habían hecho mucha gracia, pero la vida era distinta siendo Halo, el free runner estadounidense sin pasado ni futuro. Resultaba más fácil hacer caso omiso de sus poderes y salir con Jugger a comprar más cerveza.

El día de la fiesta fue frío pero soleado. Los primeros invitados empezaron a llegar alrededor de la una de la tarde, y no tardaron en aparecer más. Las pequeñas habitaciones de Vine House se llenaron de gente que compartía comida y alcohol. Los niños corrían por los pasillos y un recién nacido dormía en el arnés que su padre llevaba colgado al cuello. En el jardín, experimentados free runners mostraban nuevas y ágiles maneras de saltar por encima de un cubo de basura.

Mientras paseaba por la casa, a Gabriel le sorprendió cuánta gente estaba al corriente de la carrera en el mercado de Smithfield. Los free runners de la fiesta eran un grupo de amigos más o menos organizado que intentaban vivir alejados de la Red. Aquel era un movimiento social en el que nunca se fijarían los bustos parlantes de la televisión por la sencilla razón de que se resistía a ser visto. En esos momentos, la rebelión en los países industrializados no se inspiraba en obsoletas teorías político-filosóficas: la verdadera rebeldía venía determinada por la relación de cada uno con la Gran Máquina.

Sebastian iba de vez en cuando a la universidad, y Ice seguía viviendo con sus padres; pero la mayoría de los free runners tenían empleos en la economía sumergida. Algunos trabajaban en discotecas y otros servían copas en los pubs los días que había partido de fútbol; arreglaban motocicletas, hacían mudanzas y vendían recuerdos a los turistas. Jugger tenía un amigo que recogía perros muertos por cuenta del ayuntamiento de Lambeth.

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