John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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– ¿Qué es esta foto? -preguntó.

Sorprendida, la hermana Teresa interrumpió sus explicaciones.

– Skellig Columba, una isla en la costa oeste de Irlanda. Hay un convento de clarisas.

– ¿Es la orden a la que usted pertenece?

– No. Nosotras somos benedictinas.

– Tenía entendido que todo lo que había en esta cripta estaba relacionado únicamente con su orden o con los mártires ingleses…

La hermana Teresa bajó la mirada y frunció los labios.

– A Dios no le importan los países, solo las almas.

– No lo pongo en duda, hermana, es solo que me parece curioso que haya una foto de un convento irlandés en esta cripta.

– Supongo que tiene razón. No encaja.

– Tal vez la dejó aquí alguien de fuera del convento… -apuntó Gabriel.

La religiosa se metió la mano en el bolsillo y sacó el pesado aro con las llaves.

– Lo siento, señor, pero es hora de que se marche.

Gabriel intentó disimular su nerviosismo mientras seguía a la monja escalera arriba. Segundos más tarde volvía a estar en la calle. El sol se había ocultado tras los árboles de Hyde Park y empezaba a hacer frío. Quitó el candado a la bicicleta y pedaleó por Bayswater Road, hacia la rotonda.

Cuando miró por el retrovisor soldado al manillar, vio a un motorista con una cazadora negra que lo seguía a unos cien metros de distancia. El motorista podría haber acelerado, adelantarlo y perderse en la ciudad, pero prefería ir despacio y pegado a la acera. La visera ahumada del casco le ocultaba el rostro. Gabriel pensó en los mercenarios de la Tabula que lo habían perseguido por Los Angeles hacía tres meses.

Al llegar a Edgware Road, dio un brusco giro y miró el retrovisor. El motorista seguía detrás. La calle estaba congestionada por el tráfico de la hora punta. Los autobuses y los taxis se mantenían muy juntos en su avance hacia el este. Se metió por Blomfield Road, subió a la acera y zigzagueó entre los transeúntes que salían de las oficinas y se dirigían apresuradamente al metro. Una mujer mayor se detuvo y lo reprendió:

– ¡Por la calzada, joven!

Pero Gabriel hizo caso omiso de su enfado y siguió hacia la esquina de Warwick Avenue. Una carnicería. Una farmacia. Un restaurante kurdo. Se detuvo, las ruedas derraparon, y escondió rápidamente la Blue Monster tras unas cajas de cartón vacías. Luego echó a correr y cruzó las puertas eléctricas de un supermercado.

Un dependiente lo miró mientras cogía un cesto y se adentraba entre las estanterías. ¿Debía regresar a Vine House? No. La Tabula podía estar esperándolo y mataría a sus nuevos amigos con la misma fría eficiencia con la que habían asesinado a las familias de New Harmony.

Llegó al final del pasillo, giró en la esquina y se topó con el motorista. Era un tipo de aspecto duro, de fuertes brazos y anchos hombros. Llevaba la cabeza rasurada y tenía el rostro surcado de arrugas. Sostenía el casco de oscura visera en una mano y un teléfono vía satélite en la otra.

– No corra, monsieur Corrigan. Tenga, coja esto. -El motorista le tendió el teléfono-. Hable con su amiga -le dijo-, pero no olvide que no debe mencionar ningún nombre.

Gabriel se llevó el teléfono al oído y escuchó el débil crepitar de la estática.

– ¿Quién es? -preguntó.

– Estoy en Londres con uno de tus amigos -contestó Maya-. El hombre que te ha dado el teléfono es mi socio.

El motorista sonrió ligeramente y Gabriel comprendió que la persona que lo había seguido era Linden, el Arlequín francés.

– ¿Puedes oírme? -preguntó Maya-. ¿Estás bien?

– Sí. Estoy bien -respondió Gabriel-. Me alegro de oír tu voz. He averiguado dónde vive mi padre. Tenemos que ir a buscarlo.

Capítulo 18

Hollis desayunó en una cafetería y después caminó por Columbus Avenue hasta el Upper West Side. Habían pasado cuatro días desde que Vicki y las demás habían salido rumbo a Londres. Durante ese tiempo, se había trasladado a un hotel barato y había encontrado empleo entre el personal de seguridad de una discoteca del centro. Cuando no estaba trabajando, se dedicaba a ofrecer fragmentos de información a los programas de vigilancia que estaban conectados con la Gran Máquina. Su intención era convencer a la Tabula de que Gabriel seguía en la ciudad. Maya le había explicado que en el argot de los Arlequines había una palabra que definía lo que él estaba haciendo: «alimentar», un término que los pescadores utilizaban cuando arrojaban carnaza al mar para atraer a los tiburones.

El Upper West Side estaba lleno de restaurantes, salones de manicura y Starbucks. Hollis nunca había entendido que hubiera tanta gente dispuesta a pasar el día en aquella cadena de establecimientos bebiendo batidos mientras observaban su ordenador. La mayoría de los clientes parecían demasiado mayores para ser estudiantes y demasiado jóvenes para estar jubilados. Alguna vez había echado un vistazo por encima del hombro de alguno de ellos para ver a qué se dedicaban con tanto ahínco. Empezaba a creer que todos los habitantes de Manhattan escribían el mismo guión cinematográfico sobre los problemas sentimentales de la clase media.

En el Starbucks de la Ochenta y seis con Columbus encontró a Kevin el pescador sentado a una mesa con su portátil. Kevin era un joven flaco y muy pálido que comía, dormía y de vez en cuando se lavaba las axilas en los distintos Starbucks de la ciudad. Su hogar era Starbucks y no conocía otra realidad fuera de esas cafeterías y sus zonas WiFi. Cuando Kevin no estaba echando una cabezada o empujando su carro de la compra hacia un nuevo Starbucks, es que estaba conectado a internet.

Hollis cogió una silla y la acercó a la mesa. El Pescador alzó la mano izquierda y agitó los dedos para indicar que había captado la presencia de otro ser humano. Sus ojos siguieron clavados en la pantalla mientras tecleaba con la mano derecha. Kevin acababa de piratear los archivos de una agencia de casting y estaba descargando fotografías de actores de Nueva York, todos guapos pero desconocidos. A partir de esas fotos, Kevin creaba perfiles en las páginas web para solteros. En ellas, los actores se convertían en médicos, abogados y banqueros deseosos de dar largos paseos por la playa y casarse. Miles de mujeres de todo el mundo enviaban sus mensajes intentando captar la atención de Kevin.

– ¿Qué tienes, Kevin?

– Una ricachona de Dallas -contestó con su voz aguda y nasal-. Quiere que vuele a París y nos encontremos por primera vez bajo la torre Eiffel.

– Suena romántico.

– La verdad es que es la octava mujer que conozco por internet que quiere que nos conozcamos en París o en la Toscana. Todas deben de ver las mismas películas. Échame una mano. Dime un buen signo del zodíaco.

– Sagitario.

– Bien. Perfecto. -Kevin tecleó otro mensaje y apretó el botón para enviar-. ¿Tienes otro trabajo para mí?

La Gran Máquina les había obligado a crear un sistema para enviar comunicaciones a través de internet sin que pudieran ser rastreadas. Cada vez que alguien utilizaba un ordenador para enviar correos electrónicos o para buscar información, la señal era identificada por la dirección IP exclusiva de cada aparato. Y todas las direcciones IP que llegaban a manos del gobierno o de las grandes corporaciones quedaban registradas para siempre. Una vez que la Tabula disponía de una dirección IP, contaba con un poderoso instrumento para rastrear la actividad en internet.

Para mantener el anonimato en su actividad cotidiana, los Arlequines podían acudir a los cibercafés o a las bibliotecas públicas; sin embargo, los pescadores como Kevin proporcionaban otro nivel de seguridad. Los tres ordenadores que tenía Kevin los había adquirido mediante intercambio, y eso los hacía difíciles de rastrear; además, el Pescador utilizaba unos programas especiales que rebotaban los correos electrónicos de los routers de todo el mundo. De vez en cuando, a Kevin lo contrataban gánsteres rusos afincados en Staten Island, pero la mayoría de sus clientes eran hombres casados que tenían alguna aventura y que deseaban descargar pornografía especializada.

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