John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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– Esta es la despensa.

Un hombre con acento de Londres dijo «Vale». Fue solo una palabra, pero la forma de pronunciarla recordó a Maya ciertos aspectos de Inglaterra: los jardines de los patios traseros con sus enanos de cerámica; los Fish & Chips… Casi al instante, la puerta volvió a cerrarse y eso fue todo. Fin de la inspección.

Esperaron un poco más, hasta que el capitán Vandergau en tro en el cuarto y desmontó la pared de cajas.

– Ha sido un placer conocerlas, señoras; pero ha llegado la hora de que se marchen. Por favor, síganme. Hay un bote esperándolas.

Una espesa niebla se había apoderado del barco mientras estaban ocultas en la despensa. La cubierta estaba mojada, y del pasamanos colgaban gotas de agua. El Prince William of Orange estaba amarrado en los muelles de East London por babor, pero el capitán las acompañó hasta estribor. Un estrecho bote, amarrado con dos cabos de nailon, las esperaba en el agua. La embarcación tenía unos doce metros de largo y había sido construida para navegar en aguas someras. Tenía una gran cabina central con ojos de buey y la cubierta de popa abierta. Maya había visto otras embarcaciones como aquella en Londres cuando cruzaba los canales. Alguna gente vivía en ellas o las utilizaba en vacaciones.

De pie en la popa, un hombre barbudo y abrigado con un Mackintosh negro aferraba el timón. La capucha que le cubría la cabeza le daba el aire de un cura de la Inquisición. Les dijo por gestos que bajaran, y Maya vio una escalerilla de cuerda que colgaba por la borda del carguero.

Maya y Alice apenas tardaron unos segundos en descender y subir a bordo de la estrecha embarcación. Vicki tuvo mucho más cuidado, bajó muy despacio, sin dejar de mirar el bote que subía y bajaba al compás de las olas. Por fin, sus pies tocaron la cubierta y se soltó. El hombre barbudo y encapuchado -que para Maya era ya el señor Mackintosh-puso el motor en marcha.

– ¿Adónde vamos? -preguntó la Arlequín.

– Canal arriba hasta Camden Town -repuso el encapuchado con un fuerte acento del este de Londres.

– ¿Tenemos que quedarnos dentro de la cabina?

– Si lo que quiere es estar calentita, sí. No se preocupe por las cámaras. Donde vamos no hay ninguna.

Vicki se refugió en la cabina, donde un fuego de carbón ardía en una estufa de hierro. Entretanto, Alice entraba y salía mientras inspeccionaba la cocina, el techo y los paneles de madera.

Maya se instaló cerca del timón mientras Mackintosh hacía virar la embarcación y remontaba el río. Una tormenta había descargado sobre la ciudad y el sistema de drenaje había dejado el agua del río de un color verde oscuro. La densa niebla impedía ver más allá de una distancia de cuatro metros, pero el timonel parecía capaz de orientarse sin referencias visibles. Pasaron junto a una boya en medio del río, y Mackintosh asintió.

– Esa suena como la campana de una vieja iglesia en un día de mucho frío.

La niebla los envolvía y su fría humedad hizo tiritar a Maya. Las olas se calmaron; pasaron junto a unos amarres donde descansaban veleros y otros yates de recreo. En la distancia, Maya oyó la bocina de un coche.

– Estamos en Limehouse Basin -explicó Mackintosh-. Antes solían descargar todo aquí y llevarlo en barcazas. Hielo y madera, carbón de Northumberland. Esto era como la boca de Londres, se lo tragaba todo, y los canales eran el resto del cuerpo.

La bruma se había levantado ligeramente cuando la estrecha embarcación entró en el canal de hormigón que conducía hasta la primera esclusa. Mackintosh subió a tierra por una escalera y cerró un par de compuertas de madera tras el bote. Luego, accionó una palanca de color blanco. El agua entró en la esclusa, y la barca ascendió hasta que los niveles se igualaron.

A la izquierda del canal había cañizo y maleza, mientras que a la derecha se veía un camino de losas y un edificio de ladrillo con las ventanas tapiadas. Tenían la impresión de haber entrado en un Londres de una época anterior, un lugar lleno de carruajes, donde el hollín de las chimeneas flotaba en el aire. Pasaron bajo un puente de ferrocarril y siguieron remontando el canal. Había poca profundidad, y en un par de ocasiones la quilla de la embarcación rozó el fondo de arena y gravilla. Cada veinte minutos se detenían para cruzar esclusas y equilibrar los niveles de agua. El cañizo rozaba la proa de la lenta embarcación.

Alrededor de las seis de la mañana cruzaron la última esclusa y se acercaron a Camden Town. Lo que en su día había sido un barrio dejado de la mano de Dios, se había convertido en un lugar con pequeños restaurantes, galerías de arte y un mercadillo semanal. Mackintosh amarró a un lado del canal y descargo las bolsas de lona de las mujeres y la niña. Vicki había comprado un poco de ropa para Alice en Nueva York y la había metido en una mochila de color rosa con el dibujo de un unicornio.

– Sigan por esa calle y busquen a un tipo africano llamado Winston-les dijo Mackintosh-. El las llevará a donde quieren ir.

Maya guió a Vicki y a Alice por la calle que atravesaba Camden. En la acera alguien había grabado un pequeño laúd con una flecha que apuntaba hacia el norte.

Unos cien metros más adelante llegaron a una furgoneta blanca que tenía pintado en el costado una figura de diamante con entrelazos. Un joven nigeriano de rostro gordinflón se apeó y abrió la puerta lateral del vehículo.

– Buenos días, señoras. Soy Winston Abosa, su guía y chófer. Es un placer darles la bienvenida a Gran Bretaña.

Subieron a la parte trasera de la furgoneta y se sentaron en unos bancos metálicos soldados al chasis. Una reja metálica separaba la zona de carga de los asientos delanteros. Winston se internó por las estrechas calles de Camden. La furgoneta se detuvo, y la puerta lateral se abrió bruscamente. Un hombre corpulento, con la cabeza rasurada y de nariz prominente se asomó.

Linden.

El Arlequín francés llevaba un largo sobretodo y vestía ropa de color oscuro. El estuche donde guardaba su espada le colgaba del hombro. A Maya siempre le había recordado a un soldado de la legión extranjera, aquellos que reservaban su lealtad exclusivamente para sus compañeros y la lucha.

Bonsoir, Maya. Veo que sigues con vida. -Sonrió como si en aquello hubiera una sutil ironía-. Es un placer volver a verte.

– ¿Has encontrado a Gabriel?

– Todavía no. Pero tampoco creo que la Tabula la haya encontrado. -Linden se sentó en el banco más próximo al conductor y le pasó un papel doblado a través de la rejilla-. Buenos días, señor Abosa. Por favor, llévenos a esta dirección.

Winston se puso en marcha y se dirigió hacia el norte atravesando Londres. Linden apoyó sus fuertes manos en las rodillas y examinó a los demás pasajeros.

– Supongo que usted será mademoiselle Fraser.

– Así es. -Vicki parecía intimidada.

Linden contempló a Alice Chen como si fuera una bolsa de basura que hubieran descargado del bote.

– Y ella debe de ser la niña de New Harmony…

– ¿Adónde vamos? -preguntó Maya.

– Como solía decirme tu padre: «Ocúpate primero de lo primero». En la actualidad los orfanatos no abundan, pero uno de nuestros amigos sijs ha encontrado un hogar de acogida en Clapton; se trata de una mujer que se hace cargo de algunos niños.

– ¿Recibirá una nueva identidad?

– Le he conseguido un certificado de nacimiento y un pasaporte. Su nuevo nombre es Jessica Moi. Sus padres murieron en un accidente de avión.

Winston avanzó despacio entre el tráfico y cuarenta minutos más tarde se detuvo junto a una acera.

– Hemos llegado, señor -anunció en voz baja.

Linden abrió la puerta corredera y todos bajaron. Se encontraban en Clapton, cerca de Hackney, en el norte de Londres. Aquella era una calle residencial flanqueada por casas de ladrillo de dos plantas, jardín delantero y un porche de entrada. Durante años aquel barrio había presentado un aspecto respetable, pero ya no estaba para apariencias. Charcos de agua sucia llenaban los baches de la acera y la calzada, mientras que en los jardines crecían las malas hierbas y se amontonaban las bolsas de basura. Un papel clavado en un árbol pedía ayuda para encontrar un perro extraviado; la lluvia había convertido cada letra en ondulantes líneas negras.

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