– Claro que me acuerdo. ¿Y te acuerdas de la cara que puso el médico, después de enyesarte la pierna, cuando te preguntó cómo ibas a volver a casa, y yo tenía las llaves del coche?
Madre e hijo se rieron ante el recuerdo compartido.
– Se habría imaginado que nos estrellaríamos antes de llegar a la siguiente manzana y nos tendrían que llevar de nuevo a urgencias.
Diana Clayton sonrió, asintiendo con la cabeza.
– Siempre fuiste un buen conductor -dijo.
Jeffrey negó con la cabeza.
– Lento y prudente. Don Soso. No soy tan bueno como Susan. A ella se le dan muy bien las máquinas.
– Pero conduce demasiado deprisa.
– Es su estilo.
Diana asintió de nuevo.
– Es verdad. Casi todo el tiempo tiene que contenerse, para ser paciente y reflexiva y cuidadosa y precisa. Debe de resultarle terriblemente aburrido a veces. Por eso busca emociones fuertes en la vida. Es algo distinto.
Jeffrey no respondió. Se limitó a fijar la vista en la imagen del rostro de su madre que tenía delante. Pensó que había sido un error no prestarle más atención. Se impuso un silencio momentáneo entre los dos.
– Creo que tengo un problema -dijo él al cabo-. Tenemos un problema.
Diana frunció el entrecejo. Respiró hondo y pronunció la frase que había esperado no tener que decir nunca:
– Él no ha muerto. Y nos ha encontrado.
Jeffrey hizo un movimiento afirmativo.
– ¿Ha…? -empezó a preguntar.
– Ha estado aquí -lo cortó su madre-. Dentro de casa, mientras yo dormía. Ha estado siguiendo a Susan y enviándole juegos de palabras y acertijos. Ella le ha respondido de la misma manera. No sé exactamente qué quiere, pero ha estado jugando con nosotras… -Titubeó antes de añadir-: Tengo miedo. Tu hermana es más fuerte que yo, pero tal vez también tenga un poco de miedo. Aún no lo sabe. Es decir, al principio yo esperaba que no se tratase de él. No podía creerlo, después de todos estos años. Pero ahora estoy segura de que es… -Se interrumpió y miró la imagen de su hijo, ante sí-. ¿Cómo lo sabías? -preguntó de repente, con voz aguda y entrecortada-. Creía que sólo yo lo sabía. O sea, ¿cómo ha…? ¿Se ha comunicado contigo también?
Jeffrey asintió despacio.
– Sí.
– Pero ¿cómo?
– Cometió una serie de crímenes, y me han contratado para ayudar a investigarlos. Yo tampoco creía que se tratara de él. Me pasó lo mismo que a ti. Fue como si me hubiesen dejado vivir engañado durante todos estos años.
– ¿Qué clase de crímenes?
– La clase de crímenes de la que tú nunca hablabas.
Diana cerró los ojos por un momento, como intentando ahuyentar la visión que evocaba la conversación.
– Y ahora, se supone que debo encontrarlo para que la policía de aquí lo detenga -prosiguió su hijo-. Pero, en vez de eso, parece ser que él me ha encontrado a mí.
– Te ha encontrado. Oh, Dios mío. ¿Estás en un lugar seguro? ¿Estás en casa?
– No, no estoy en casa. He venido al Oeste.
– ¿Adónde?
– Al estado cincuenta y uno. Estoy en Nueva Washington. Aquí es donde él ha estado cometiendo esos crímenes.
– Pero yo creía…
– Sí, lo sé. Se supone que aquí no pasan esas cosas. Al menos eso pensaba yo cuando me trajeron. Ahora no estoy tan seguro.
– Jeffrey, ¿qué me estás diciendo? -preguntó Diana Clayton.
Su hijo vaciló antes de contestar.
– Creo -dijo despacio, midiendo cada una de sus palabras, pues su creencia no emanaba de su cabeza, sino del corazón- que él me ha atraído hasta aquí. Que todo lo que ha hecho tenía el propósito de hacerme venir a su territorio. Que él sabía que podía fabricar muertes que impulsaran a las autoridades a buscarme y traerme aquí. Siento que formo parte de un juego cuyas reglas apenas empiezo a entender.
Diana aguantó la respiración un segundo, luego soltó el aire lentamente, dejándolo silbar entre sus dientes.
– Juega a ser la muerte -dijo de pronto.
Tras ella, Diana oyó el sonido de una llave que entraba en la cerradura de la puerta principal y, unos segundos más tarde, unos pasos y una voz.
– ¡Mamá!
– Tu hermana acaba de llegar -dijo Diana-. Vuelve temprano.
Susan entró en la cocina y vio al instante la imagen de su hermano en la pantalla de vídeo. Como siempre, un batiburrillo de emociones sacudió su corazón.
– Hola, Jeffrey -saludó.
– Hola, Susan -contestó él-. ¿Estás bien?
– Creo que no -respondió ella.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Diana.
– Él está aquí. De nuevo. Se ha puesto en contacto conmigo. El hombre que ha estado enviando los anónimos…
– No es un hombre -la interrumpió bruscamente Diana. Su hija la miró con los ojos desorbitados, sorprendida-. Sé de quién se trata.
– Entonces…
– No es un hombre -repitió la madre-. Nunca ha sido un hombre. Es vuestro padre.
El silencio se apoderó de todos. Susan se dejó caer en una silla junto a la mesa de la cocina, respirando con inspiraciones breves, como un bombero que se arrastra por un apartamento inundado de humo.
– ¿Lo sabías y no dijiste nada? -preguntó, y el dejo de furia asomaba a sus palabras-. ¿ Creías que podía ser él y pensabas que yo no debía saberlo?
Empezaron a brotar lágrimas en las comisuras de los ojos de Diana.
– No estaba segura. No lo sabía de cierto. No quería ser como el pastorcillo del cuento, que gritaba: «¡Que viene el lobo!» Estaba tan convencida de que había muerto… Creía que estábamos a salvo.
– Pues no murió y no lo estamos -replicó Susan con amargura-. Supongo que nunca lo hemos estado.
– La pregunta es -terció Jeffrey-: ¿qué es lo que quiere? ¿Por qué nos ha encontrado ahora? ¿Qué es lo que cree que podemos darle? ¿Por qué no sigue simplemente adelante con su vida…?
– Yo sé lo que quiere -dijo Susan de súbito-. Me lo ha dicho. Bueno, no él en persona, pero me lo ha dicho. Y tampoco ha sido muy explícito, pero…
– ¿Qué?
– Quiere lo que se le robó.
– ¿Que quiere qué?
– Lo que se le robó. Ese es su último mensaje para nosotros.
De nuevo se quedaron callados, meditando sobre la frase. Fue Jeffrey quien habló primero.
– Pero ¿qué demonios? O sea, ¿qué es lo que se le robó, exactamente?
Diana empalideció e intentó disimular el temblor de su voz al responder.
– Es sencillo -dijo-. ¿Qué se le robó? Le robaron a sus hijos. ¿Quién fue el ladrón? Yo. ¿De qué lo privé? De una vida. Al menos, de la vida que se había inventado. Así que se vio obligado a inventarse otra, supongo.
– Pero ¿qué crees que significa eso? -inquirió Susan.
– En pocas palabras, quiere vengarse, me imagino -contestó Diana en voz baja.
– No digas barbaridades. ¿Vengarse de Jeffrey y de mí? ¿Qué hicimos…?
– No, eso no tiene sentido -la interrumpió su hermano-, salvo por lo que respecta a mamá. Seguramente ella está en grave peligro. De hecho, creo que todos lo estamos, probablemente de formas distintas y por razones diferentes.
– «Quiero lo que se me robó» -murmuró Susan-. Jeffrey, tienes razón. Su relación, por llamarla de alguna manera, con cada uno de nosotros es distinta. Son asuntos aparte. Para él, quiero decir. Mamá es un tema, tú otro, y yo el tercero. Tiene planes distintos para cada uno. -Hizo una pausa, alzó la mirada y vio que su hermano asentía en señal de conformidad-. Sólo hay un modo de enfocar esto -continuó-. Pongamos que los tres somos piezas de un puzle, un puzle psicológico, y cuando se nos junta, se obtiene una imagen coherente. Nuestro problema, obviamente, es averiguar cuál es esa imagen de antemano, y cómo encajan las piezas entre sí… -Aspiró profundamente-… Antes de que se nos adelante y las haga encajar él.
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