Jeffrey se frotó la frente con una mano, sonriendo.
– Susan, recuérdame que nunca juegue a las cartas contigo. O al ajedrez. O incluso a las damas. Creo que tienes toda la razón.
Diana se había enjugado las lágrimas de los ojos. Habló otra vez con suavidad, repitiéndose.
– Juega a ser la muerte. Ese es su juego. Y ahora, nosotros somos las piezas.
La verdad de esta afirmación era evidente para los tres.
Jeffrey alzó la voz, y le pareció que sonaba como cuando planteaba una pregunta a sus alumnos en clase.
– Supongo que no tendría sentido intentar escondernos de nuevo -dijo despacio-. Tal vez podríamos vencerlo en su juego separándonos, partiendo en tres direcciones distintas…
– Ni de coña -soltó Susan con brusquedad.
– Susan tiene razón -agregó Diana, volviéndose hacia la pantalla-. No -dijo-, dudo que sirviera de algo, aunque pudiéramos. Esta vez debemos hacer otra cosa. Seguramente lo que yo debería haber hecho hace veinticinco años.
– ¿Qué es? -preguntó Susan.
– Jugar mejor que él -respondió su madre.
Una sonrisa de hierro se dibujó en el rostro de Susan; no una expresión de diversión o placer, sino de cruel determinación.
– A mí me parece razonable. De acuerdo. Si no vamos a ocultarnos, entonces, ¿dónde nos enfrentaremos a él? ¿Aquí? ¿O habremos de volver a Nueva Jersey?
Una vez más, los tres guardaron silencio.
– Jeffrey, tú eres el experto en esa clase de preguntas -señaló su hermana.
Jeffrey titubeo.
– Enfrentarse al propio padre no es lo mismo que enfrentarse a un asesino, aunque sean la misma persona. Debemos decidir cuál es nuestro propósito. Enfrentarnos a nuestro padre o enfrentarnos a un asesino.
Las dos mujeres no contestaron. Él aguardó un momento y luego añadió con un arranque de certeza:
– La guarida de Grendel.
Diana parecía confundida.
– No acabo de entender-Pero el rostro de Susan se torció en una media sonrisa irónica. Dio unas palmadas en un aplauso modesto, sólo burlón en parte.
– Lo que quiere decir, madre, es que, si quieres destruir el monstruo, debes esperar a que venga hacia ti y luego apresarlo, y, pase lo que pase, no soltarlo, aun cuando él te arrastre hacia su propio mundo, porque es allí donde tu lucha empezará y terminará.
Todos se quedaron callados durante unos segundos, hasta que Susan levantó ligeramente la mano, como una colegiala no del todo segura de su respuesta pero que no quiere dejar escapar la oportunidad de participar en clase.
– Sólo tengo una pregunta más -dijo, con algo menos de confianza en la voz-. Así que los tres lo rastreamos y damos con él antes de que él dé con nosotros. Le ganamos por la mano, digamos. Luego le plantamos cara. Como asesino o como padre. ¿Cuál es nuestro objetivo exacto? Es decir, ¿qué hacemos cuando se produzca ese reencuentro?
Ninguno de ellos tenía aún la respuesta a esta pregunta.
Susan y Diana convinieron en tomar el siguiente vuelo al Oeste, que salía de Miami a la mañana siguiente. En el ínterin, Jeffrey pidió a su madre que le enviara copias digitalizadas de la carta que le había remitido el abogado y de la nota necrológica de su marido aparecida en el boletín de la academia St. Thomas More. Él sólo les dijo que se encargaría de que alguien fuera a recogerlas al aeropuerto de Nueva Washington y de conseguirles alojamiento. De inmediato delegó esas tareas en el agente Martin.
– De acuerdo -dijo el inspector-. Cuando termine de hacerle de secretario, ¿qué va a hacer usted?
– Estaré fuera un día, tal vez dos. Asegúrese de que mi madre y mi hermana están a salvo, y su llegada no debe airearse bajo ningún concepto. Volarán con nombres falsos, y usted deberá colarlas por sus sofisticados puestos de Inmigración sin que una pantalla de ordenador o burócrata detecte nada. Eso incluye la expedición de sus pasaportes temporales. No deben introducirse datos en los ordenadores. Ni uno solo. Todo el puto sistema es vulnerable, y no quiero que nuestro objetivo se entere de la llegada de una madre y una hija. Reconocería las edades, el origen y demás, y nos tomaría la delantera antes de que tuviéramos oportunidad siquiera de planear nuestro ataque.
El inspector soltó un gruñido de asentimiento. No le gustaba, pero claramente estaba de acuerdo. Jeffrey pensó que seguramente Robert Martin no rechistaba porque había concluido que con tres señuelos aumentarían las probabilidades de atraer a su presa. Además, la perspectiva de elaborar un plan de acción debía de parecerle seductora.
– Mi hermana irá armada. Bien armada. Eso tampoco representará un problema.
– Mi tipo de chica.
– Lo dudo mucho.
– Y usted, profesor, ¿adónde irá?
– Voy a emprender un viaje sentimental.
– ¿Luz de luna y música romántica? ¿Rasgueo de guitarras de fondo? ¿Y adónde le llevará eso, si puede saberse?
– Tengo que volver al lugar de donde vengo -dijo Jeffrey-. Durante poco tiempo, pero necesito ir allí.
– No estará pensando en regresar a ese vertedero que usted llama universidad -señaló Martin con escasa delicadeza-. Eso no forma parte de nuestro acuerdo. Debe permanecer aquí mientras dure la investigación, profesor.
Jeffrey respondió en un tono suave pero acre.
– No es de ahí de donde vengo. Es donde trabajo. Voy a volver al lugar de donde vengo.
– Bueno, sea como sea -dijo Martin, encogiéndose de hombros como si el asunto no le interesara-, debería llevarse a una amiga consigo. -El inspector introdujo la mano en un cajón del escritorio y sacó una pistola semiautomática de nueve milímetros que arrojó a Jeffrey con una risita.
Logró dormirse de forma discontinua durante el vuelo hacia el este, y sólo despertó de unos sueños que parecían empeñados en convertirse en pesadillas cuando el avión empezó a descender hacia el aeropuerto internacional de Newark. Amanecía, y la crudeza del invierno del noreste amenazaba con llegar en el transcurso de las siguientes semanas. Una bruma gris oscuro de contaminación se cernía sobre la ciudad, repeliendo los rayos de luz matutinos que intentaban penetrar y llegar hasta el suelo. A través de la ventanilla, el mundo le parecía a Jeffrey un lugar hecho de hormigón y asfalto, denso, compacto, cercado con acero y ladrillo, rodeado de tela metálica y alambre de espino.
Cuando el avión viró despacio hacia el norte de la ciudad, divisó huellas de disturbios, varias manzanas carbonizadas, en ruinas y abandonadas. Desde el aire alcanzó a distinguir las líneas donde policías y guardias nacionales asediados habían formado filas para detener las oleadas de ataques incendiarios y saqueos tan nítidamente como podía ver las zonas que habían dejado reducirse a cenizas. Mientras los reactores reducían gas y el tren de aterrizaje bajaba con un golpe sordo, descubrió que curiosamente echaba de menos los espacios abiertos y los trazados bien definidos del estado cincuenta y uno. Expulsó este pensamiento de su mente, restregándose los ojos para despejarlos de la somnolencia del vuelo y encorvó los hombros como preparándose para el frío.
Había mucho tráfico cuando salió del aeropuerto en el coche que había alquilado. El atasco llegaba hasta la autopista, y luego había retenciones intermitentes a lo largo de treinta kilómetros, de modo que para cuando llegó a Trenton, la capital del estado, coincidió con la hora punta de la mañana.
Tomó la salida de Perry Street, la rampa que pasaba junto al bloque de hormigón ligero y cristal del Times de Trenton. Unas manchas de hollín grandes y negras surcaban el costado del viejo e impasible edificio y aumentaban de tamaño cerca de la zona de carga, donde una cola de camiones destartalados de color azul marino y amarillo aguardaba la tirada de la mañana. Fuera había media docena de conductores reunidos en torno a una hoguera encendida en un viejo bidón de metal, esperando la señal para empezar a cargar.
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