La secretaria remilgada cumplió la orden con singular entusiasmo.
El terreno de la academia St. Thomas More estaba rodeado por una valla de hierro forjado de casi cinco metros de altura que habría tenido una función puramente decorativa de no ser por el letrero que advertía que estaba electrificada. Jeffrey supuso que la valla se prolongaba también unos dos metros bajo tierra. Un guardia lo recibió en la puerta y lo escoltó al interior de la academia. Caminaron por un sendero bordeado de árboles que discurría entre imperturbables edificios de ladrillo rojo. En primavera, pensó Jeffrey, la hiedra debía de recubrir de verde los costados de los dormitorios y las aulas; pero ahora que el invierno se avecinaba, las enredaderas marrones habían quedado reducidas a unos tallos y zarcillos adheridos a las paredes de ladrillo como tentáculos fantasmagóricos. Desde los escalones del edificio de la administración se dominaba una amplia extensión de campos de deportes color verde claro con zonas de tierra marrón allí donde el césped se había levantado por el uso. El guardia llevaba un blazer azul y una corbata roja, y Jeffrey se fijó en el bulto de un arma automática bajo la chaqueta. Era un hombre hosco y callado, y cuando una campana de iglesia repicó para marcar el fin de la hora de clase, hizo pasar a Jeffrey por unas puertas anchas de cristal. Al otro lado, torrentes de alumnos empezaron a salir de las aulas, y los pasillos desiertos se congestionaron de pronto con la aglomeración de estudiantes.
La ayudante del director era una mujer mayor, con el pelo azul cardado en forma de casco y unas gafas de concha apoyadas en la punta de la nariz. Su actitud amigable pero eficiente hizo pensar a Jeffrey que, en un mundo sacudido por los cambios, las viejas instituciones educativas eran lo que más tardaba en cambiar. No estaba seguro de si eso era bueno o malo.
– Profesor Jeffrey Mitchell, cielo santo, creo que hacía años que no oía ese nombre. Décadas. ¿Y dice que era su padre? Cielo santo, ni siquiera recuerdo que estuviera casado.
– Lo estuvo. Estoy buscando a alguien que lo conociera y que tal vez recuerde su muerte. Yo apenas lo conocí. Mis padres se divorciaron cuando yo era muy joven.
– Ah -dijo la mujer-. Un caso demasiado frecuente. Y ahora usted…
– Sólo intento llenar algunas lagunas de mi vida -dijo Jeffrey-. Siento haberme presentado sin avisar…
La mujer adoptó más o menos la misma expresión con que debía de mirar a algún alumno que hubiera suspendido un examen a causa de la gripe; comprensiva, pero no del todo cordial.
– Yo tampoco lo tengo muy fresco en la memoria -aseguró-. Recuerdo a un joven prometedor. A un joven apuesto muy prometedor, con un intelecto envidiable. Su campo era la historia, me parece.
– Sí, eso creo.
– Por desgracia, quedamos muy pocos que podamos recordar algo. Y su padre sólo estuvo aquí unos años, si no me equivoco. Sólo lo traté durante unas semanas, antes de que renunciara a su puesto, y no demasiado a fondo. Su marcha coincidió con mi llegada. Además, yo estaba aquí, en administración, y él era profesor. Y, veinticinco años es mucho tiempo, incluso en una institución como ésta…
– Pero… -Jeffrey había percibido cierta vacilación en su voz.
– Tal vez debería hablar con el viejo señor Maynard. Ya está casi retirado, pero todavía da una clase de Historia de Estados Unidos. Si la memoria no me falla, era jefe del departamento cuando su padre estaba aquí. De hecho, fue jefe del departamento durante más de treinta años. Quizás él tenga información sobre su padre.
El profesor de Historia estaba sentado a un escritorio, mirando por una ventana del primer piso uno de los campos de juego, cuando Jeffrey llamó a la puerta y entró en la pequeña aula. Maynard era un anciano de cabello cano muy corto, barba entreverada de canas y nariz de boxeador, rota en más de una ocasión, aplastada y deforme. Tenía aspecto de gnomo y, cuando Jeffrey entró, giró en su asiento casi como un niño jugando en una silla para adultos. Al percatarse de que su visitante no era un alumno, esbozó una sonrisa, ruborizado, con una mirada tímida que contrastaba con su apariencia de bulldog.
– ¿Sabe? A veces, al contemplar los campos de deportes, me acuerdo de algunos juegos concretos. Veo a los jugadores tal como eran. Oigo el sonido del balón, voces, silbidos y aclamaciones. Envejecer es terrible. Los recuerdos se imponen sobre las realidades. Son un triste sucedáneo. Bueno… -escrutó con detenimiento a Jeffrey-, me resulta conocido, pero no del todo. Por lo general reconozco a todos mis ex alumnos, pero a usted no acabo de situarlo.
– No fui alumno suyo.
– ¿No? Entonces, ¿en qué puedo ayudarle? -inquirió.
– Me llamo Jeffrey Clayton. Estoy buscando información…
– Ah -dijo el profesor, asintiendo con la cabeza-. Eso está bien. Quedan tan pocas…
– Perdón, ¿cómo dice?
– Personas que busquen información. Hoy en día, la gente se contenta con aceptar lo que le dicen. Sobre todo los jóvenes. Como si buscar el conocimiento por sí mismos fuera una tarea anticuada e inútil. Lo único que quieren es aprender lo que necesitan para aprobar algún test estándar, para acceder a alguna universidad de prestigio, conseguir un buen trabajo que no les exija mucho esfuerzo, dinero, algo de éxito y comprarse una casa grande en un barrio seguro, un coche espacioso y muchos lujos. Nadie quiere aprender, porque el aprendizaje intoxica. Pero tal vez usted sea distinto, ¿no, joven?
Jeffrey se encogió de hombros con una sonrisa. -Nunca he visto una relación directa entre el conocimiento y el éxito.
– Aun así, viene en busca de información. Eso es excepcional. ¿Qué clase de información?
– Sobre un hombre que usted conoció.
– ¿De quién se trata?
– De Jeffrey Mitchell. Fue profesor de su departamento.
Maynard se meció en su asiento, con los ojos clavados en su visitante.
– Esto es de lo más curioso -dijo-, pero no del todo inesperado, ni siquiera después de tantos años.
– ¿Se acuerda de él?
– Pues sí, me acuerdo. -Continuó mirando a Jeffrey. Instantes después, añadió-: Presumo que es usted pariente del señor Mitchell, ¿no es así?
– En efecto. Era mi padre.
– Ah, debí imaginarlo. Veo un parecido notable en las facciones, y también en la complexión. Él era alto y delgado, como usted. Esbelto y atlético. Un hombre que ejercitaba tanto la mente como el cuerpo. ¿Toca usted el violín también? ¿No? Ah, es una lástima. Él tenía bastante talento. En fin, hijo de ese hombre a quien conocí pero no demasiado bien, ¿qué información es la que viene a buscar?
– Él falleció…
– Eso me contaron. Eso leí.
– En realidad, no murió.
– Ah, qué interesante. ¿Y vive todavía?
– Sí.
– ¿Y tiene usted contacto con él?
– No lo he visto desde que era niño. Desde los nueve años. Hace ya veinticinco.
– ¿Así que, como un huérfano, o, más bien, como un niño trágicamente cedido en adopción, usted ha emprendido la búsqueda del hombre que le abandonó?
– Quizás «abandono» no sea la palabra más adecuada. Pero sí, en cierta forma sí.
El profesor de Historia puso los ojos en blanco, giró en su silla, dirigió otra larga mirada a los campos de juego por la ventana y luego se volvió de nuevo hacia Jeffrey.
– Joven, le recomiendo que no se embarque en ese viaje.
Jeffrey, de pie ante el escritorio, titubeó.
– ¿Y por qué no? -preguntó.
– ¿Espera sacar algún provecho de esa información? ¿Llenar algún hueco en su vida?
Jeffrey no creía que eso fuera precisamente lo que buscaba, pero supuso que había al menos algo de cierto en ello. Lo asaltó la duda al pensar que quizá le convenía determinar con claridad qué quería averiguar. Pero en lugar de expresar esto en voz alta, dijo:
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