John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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Avanzó en el coche por su calle, luchando en todo momento por desterrar sus recuerdos.

Cuando se detuvo, y antes de alzar la vista, se recordó a sí mismo: «No hiciste nada malo», lo que se le antojó un mensaje más bien extraño. Luego se volvió hacia la casa.

Veinticinco años constituyen un filtro incómodo, al igual que la distinción entre tener nueve años y tener treinta y cuatro. La casa le parecía más pequeña y, a pesar del tenue sol que batallaba contra el cielo gris, más luminosa. Más radiante de lo que esperaba. La habían pintado. El tono gris pizarra que recordaba en el revestimiento de tablas y el negro de los postigos habían cedido el paso a un blanco con adornos verde oscuro. El gran roble que antes se erguía en el patio y proyectaba su sombra sobre la fachada frontal había desaparecido.

Bajó del coche y vio a un hombre agachado, ocupándose de unos arbustos junto a los escalones de la puerta principal con un rastrillo en las manos. No muy lejos de él había un letrero de SE VENDE. El hombre volvió la cabeza al oír cerrarse la portezuela de Jeffrey y alargó el brazo para coger algo que el profesor supuso que sería un arma, aunque no alcanzó a ver nada. Se acercó al hombre despacio.

El hombre, de unos cuarenta y tantos años, era fornido y tenía un poco de barriga. Llevaba unos téjanos con la raya bien planchada y una anticuada chaqueta de piloto con el cuello forrado de piel.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó cuando el profesor se aproximó.

– Probablemente no -respondió Jeffrey-. Yo viví aquí durante poco tiempo, cuando era niño, y casualmente pasaba por aquí, de modo que he decidido echar un vistazo a mi viejo hogar.

El hombre asintió, más tranquilo al ver que Clayton no representaba una amenaza.

– ¿Quiere comprarla? Se la vendo a buen precio.

Jeffrey negó con la cabeza.

– ¿Vivió usted aquí? ¿Cuándo?

– Hace unos veinticinco años. ¿Y usted?

– Nah, no llevo tanto tiempo. Nos la vendió hace tres años una pareja que solo llevaba aquí dos, tal vez tres. Ellos se la habían comprado a otra gente que sólo estaba de paso. Este sitio ha tenido muchos propietarios.

– ¿De veras? ¿Y cómo se lo explica usted?

El hombre se encogió de hombros.

– No lo sé. Mala suerte, supongo.

Jeffrey le dirigió una mirada inquisitiva.

El hombre volvió a encogerse de hombros.

– Lo cierto es que nadie que yo haya conocido ha tenido suerte aquí. A mí acaban de trasladarme. Al puto Omaha. Dios santo. Tendré que sacar de su ambiente a los niños, a la mujer y hasta al perro y el gato de los cojones para mudarme a ese sitio donde sabe Dios qué hay.

– Lo siento.

– El tipo que estaba antes tuvo cáncer. Antes de eso, había una familia con un chico al que atropello un coche en esta misma calle. Oí a alguien decir que le parecía recordar que se había cometido un asesinato en la casa, pero bueno, nadie sabía nada, e incluso yo consulté los periódicos viejos pero no encontré nada. Esta casa está gafada. Al menos no me han dado la patada en el curro. Eso sí que habría sido mala suerte.

Jeffrey clavó la vista en el hombre.

– ¿Un asesinato?

– O algo así. Yo qué sé. Como ya le he dicho, nadie sabía nada. ¿Quiere echar una ojeada?

– Tal vez sólo un rato.

– Deben de haber remodelado el lugar tres veces o quizá cuatro desde que usted vivió aquí.

– Seguramente tiene razón.

El hombre guió a Jeffrey por la puerta principal hasta un pequeño recibidor y luego lo llevó en una visita rápida por la planta baja: la cocina, una habitación que se había añadido más recientemente, la sala de estar y un cuarto reducido que Jeffrey recordaba como el estudio de su padre y en el que ahora había una cadena de música y un televisor que ocupaba toda una pared. La mente de Jeffrey se puso a trabajar a todo tren, intentando resolver matemáticamente una ecuación que había permanecido latente en lo más profundo de su ser. Todo le parecía más limpio de lo que recordaba. Más iluminado.

– Mi mujer -comentó el hombre-, ella es la única a quien le gusta tener arte moderno y dibujos al pastel en las paredes. ¿En qué habitación dormía usted?

– En la primera planta, a la derecha. Una de las paredes era circular.

– Ya. Mi despacho en casa. Instalé unos cuantos estantes para libros y mi ordenador. ¿Quiere verlo?

A Jeffrey lo asaltó un recuerdo: él estaba escondido en su alcoba, con la cabeza sobre la almohada. Hizo un gesto de negación.

– No -respondió-. No hace falta. No es tan importante.

– Como quiera -dijo el propietario-. Joder, me he acostumbrado a enseñar la casa a agentes inmobiliarios y a sus clientes, así que se me da bastante bien hacer de vendedor. -El hombre sonrió y se dispuso a acompañar a Jeffrey a la puerta-. Le debe de dar una sensación algo extraña, después de tantos años, ahora que tiene un aspecto tan diferente y todo eso.

– Una sensación un poco extraña, sí. La veo más pequeña de lo que la recordaba.

– Es lógico. Usted era más pequeño entonces.

Jeffrey asintió con la cabeza.

– De hecho, yo diría que la única habitación que está igual es el sótano. Nadie se explica por qué.

– Perdón, ¿cómo dice?

– Ese cuartito tan raro que está en el sótano, pasada la caldera. Joder, apuesto a que la mitad de la gente que vivió en este lugar ni siquiera sabía de su existencia. Nosotros lo descubrimos porque vino un técnico del control de termitas y cayó en la cuenta cuando estaba dando golpes a las paredes. Apenas se ve la puerta. De hecho, ni siquiera había una maldita puerta cuando él lo encontró. El sitio estaba tapiado con Pladur y yeso, pero cuando el tipo de los bichos le arreó un porrazo, sonó a hueco, así que a él y a mí nos entró la curiosidad y echamos abajo el tabique.

Jeffrey se quedó de piedra.

– ¿Una especie de habitación secreta? -preguntó.

El hombre extendió las manos a los lados.

– No lo sé. Tal vez lo fue en otro tiempo. ¿Algo así como un zulo, tal vez? Hace mucho que no bajo a echarle un vistazo. ¿Quiere verlo?

Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.

– Vale -dijo el hombre-. No está muy limpio eso de ahí abajo. Espero que no le importe.

– Enséñemelo, por favor.

Detrás de las escaleras había una puerta pequeña que, si la memoria no le fallaba a Jeffrey, comunicaba con el sótano. No recordaba haber pasado mucho tiempo allí abajo. Era un sitio polvoriento, oscuro, intimidador para un niño de nueve años. Se detuvo en lo alto de las escaleras mientras el propietario bajaba con ruidosas pisadas. «Algo más», pensó. ¿Otra razón? Un cerrojo en la puerta. Un recuerdo caprichoso le vino a la cabeza; notas apagadas de violín, ocultas. Secretas, como la habitación.

– ¿Sólo se puede bajar por aquí? -preguntó.

– No, hay una entrada fuera, también, en un costado. Una trampilla y un hueco, donde antiguamente había una carbonera. Hace mucho que ya no la hay, claro está. -El hombre accionó un interruptor, y Jeffrey vio cajas apiladas y un caballito de balancín-. No uso este sitio más que para guardar trastos -añadió el hombre.

– ¿Dónde está la puerta?

– Por aquí, detrás del quemador de fuel, nada menos.

Jeffrey tuvo que apretujarse para pasar junto al calentador, que se encendió con un golpe sordo justo en ese momento. La puerta a la que se refería el hombre era una lámina de aglomerado que tapaba un pequeño agujero cuadrado en la pared que llegaba desde el suelo hasta la altura de los ojos de Jeffrey.

– Yo puse ahí esa tabla de madera cutre -señaló el hombre-, como ya le he dicho, antes había Pladur, como en la pared. Apenas se notaba que estuviera ahí. Llevaba años tapiado. A lo mejor fue en otro tiempo un depósito de carbón que se reacondicionó. Había sitios así en muchas casas. Los cerraron cuando las minas de carbón dejaron de funcionar.

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