El atardecer envolvía el coche y la primera de las sirenas de la policía de la tarde había pasado a sólo una manzana de allí cuando Jeffrey vislumbró al guardia de seguridad, que se asomó a la puerta falsa y echó una ojeada cautelosa a uno y otro lado de la calle. En cuanto el hombre se volvió en otra dirección, Jeffrey bajó del coche y se refugió en las sombras que se formaban al borde del pasadizo. Mientras observaba, oculto tras varios coches aparcados, un árbol y la oscuridad, sujetando con fuerza la pistola junto a su pierna, vio al abogado, al guardaespaldas y a la secretaria salir del edificio. Hacía fresco, y los tres, arrebujados en sus abrigos, caminaban deprisa contra el viento, que arreciaba y levantaba los papeles tirados en el suelo, que se arremolinaban sobre la acera. Jeffrey le dedicó un breve agradecimiento al frío, pues hacía que estuvieran menos atentos a lo que ocurría a sus espaldas y los mantenía con la vista al frente.
El estaba justo al lado del aparcamiento. El trío atravesaba rápidamente la penumbra creciente de la tarde, sin reparar en que él avanzaba en paralelo por la otra acera. Intentaba moverse con paciencia, a una distancia suficiente de ellos para no ser lo primero que vieran si se volvían bruscamente. Apretó el paso ligeramente, pensando que tal vez había dejado que se alejaran demasiado. Sin duda el agente Martin habría sabido con exactitud a qué distancia debía permanecer; lo bastante lejos para que no lo descubrieran, pero lo bastante cerca para poder, en el momento crítico, aproximarse con rapidez y eficiencia. Se dijo que probablemente su padre también habría sabido qué técnica usar.
Cuando el abogado y su pequeño séquito se hallaban cerca del aparcamiento, Jeffrey vio adónde se dirigían: los únicos tres vehículos que quedaban, aparcados juntos en fila. El primero era un cuatro por cuatro con neumáticos gruesos y una barra antivuelco de cromo muy bruñido que relucía a la luz de los reflectores. A su lado había un sedán más modesto y, en la plaza más apartada, un espacioso coche de lujo europeo negro.
Jeffrey atajó por una calle, detrás de ellos, por el borde de la sombra proyectada por una farola. Había amartillado la pistola y quitado el seguro. Oía su propia respiración entrecortada y jadeante, y veía las vaharadas de vapor que brotaban de su boca como humo. Sujetó con fuerza el arma y notó que los músculos de su cuerpo se tensaban con aquella combinación de emoción y miedo que quizá le habría parecido deliciosa de no haber estado tan concentrado en las tres personas que caminaban media manzana por delante. Aceleró de nuevo para reducir la distancia.
La voz que oyó a su lado lo pilló por sorpresa.
– En, tío, ¿adónde vas con tanta prisa?
Jeffrey giró sobre sus talones, a punto de perder el equilibrio. En el mismo movimiento, alzó la pistola para colocarse en posición de disparar.
– ¿Quién eres? -le espetó a una figura que se fundía con las sombras.
– No soy nadie, tío -respondió ésta después de un breve titubeo-. Nadie.
– ¿Qué quieres?
– Nada, tío.
– Sal a la luz para que te vea.
Un hombre negro, con pantalones oscuros y una chaqueta de cuero negra que lo cubría como una segunda piel, emergió de un rincón resguardado de la luz de las farolas. Separó los brazos, con las manos bien abiertas.
– No iba a hacer nada malo -aseguró el hombre.
– Y un cuerno -repuso Jeffrey, apuntándole al pecho con el arma-. ¿Dónde llevas la pistola o la navaja? ¿Qué ibas a utilizar?
El hombre retrocedió un paso.
– No sé de qué me hablas, tío. -Pero sonrió, como reconociendo su mentira.
Jeffrey le sostuvo la mirada al hombre, que seguía sin bajar los brazos pero se apartaba cada vez más de él, deslizándose sigilosamente por la calle.
– Hoy es tu día de suerte, jefe -dijo el hombre con cierta cadencia en la voz, como si recalcara la frase final de un chiste-. Esta noche no vas a caer. Más vale que te andes con cuidado mañana y pasado, jefe. Pero esta noche, estás de suerte, tío. Vivirás para ver la luz del sol. -Con una risotada, se llevó despacio la mano al bolsillo de su chaqueta de cuero y sacó una navaja automática grande que despidió un destello cuando la abrió. Sonrió de nuevo, cortó una rebanada del aire nocturno con una sola cuchillada y, acto seguido, dio media vuelta y se alejó con la actitud de alguien que sabe que ha perdido una ocasión pero que si algo sobra en el mundo son las segundas oportunidades.
Jeffrey no dejó de encañonarle la espalda con la pistola, pero notó que le temblaba la mano. Recordó que había vacilado, por lo que, en efecto, había tenido suerte, pues la vacilación habría podido costarle la vida. Exhaló lentamente y, en cuanto el hombre se desvaneció en las tinieblas de la noche, se volvió otra vez hacia el abogado, la secretaria y el guardia de seguridad.
No estaban a la vista, de modo que Jeffrey arrancó a correr hacia delante, maldiciendo los segundos que había perdido. Se hallaba a unos treinta metros del aparcamiento cuando vio de repente que los faros de los tres vehículos se encendían, casi a la vez.
Aflojó el paso y se guareció en las sombras, sin dejar de avanzar. Bajó el arma y expulsó el aire despacio para normalizar el ritmo de su corazón. Encorvó la espalda y bajó la barbilla sobre su pecho. No quería que lo reconocieran, ni atraer la atención por esconderse. Decidió seguir andando hasta dejar atrás el aparcamiento, persuadiéndose de que por la mañana tendría otra oportunidad, como el atracador que le había robado unos segundos preciosos.
Observó el cuatro por cuatro del guardia, que arrancó con un rugido del motor. Tras reducir la marcha para pasar junto al sensor óptico que abrió la puerta de par en par, el coche avanzó, frenó junto al bordillo y luego aceleró por la calle con un chirrido de neumáticos. Jeffrey suponía que los otros dos vehículos lo seguirían de cerca, uno detrás de otro, pero no fue así.
De pronto, los faros del coche de la secretaria se apagaron. Un momento después, ella se apeó. Escudriñó la calle en una y otra dirección y rápidamente se acercó al automóvil del abogado por el lado del pasajero. La puerta se abrió y ella subió.
En el mismo instante, Jeffrey, movido por un impulso en el que nunca antes había confiado, entró en el aparcamiento cuando la puerta corredera estaba cerrándose. Arrimó la espalda contra una pared de ladrillo rojo, no muy seguro de lo que había visto.
Exhaló con un lento silbido.
Sólo alcanzaba a atisbar las siluetas de las dos personas en el interior del coche del abogado, fundidas en un prolongado abrazo.
Clayton aprovechó la ocasión y salió disparado hacia delante, con sus músculos de corredor activados por el repentino apremio. Acortó la distancia rápidamente, moviendo los brazos como pistones, y consiguió llegar al costado del automóvil antes de que el abogado y la secretaria se separasen. En un microsegundo repararon en su presencia y, sorprendidos, se apartaron el uno del otro; luego él agarró la pistola por el cañón y rompió con la culata la ventanilla del conductor, cuyos vidrios rotos llovieron sobre los dos amantes.
La mujer chilló y el abogado gritó algo incomprensible, tendiendo a la vez la mano hacia la palanca de velocidades.
– No toque eso -le advirtió Jeffrey.
La mano del abogado vaciló sobre el pomo de la palanca y luego se detuvo.
– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó con voz aguda y trémula a causa del asombro. La secretaria se había encogido, retirándose de la pistola de Jeffrey, como si cada centímetro que retrocediera fuese fundamental para su supervivencia-. ¿Qué es lo que quiere? -inquirió de nuevo, más en tono de súplica que de exigencia.
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