John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– ¿No se lo preguntó?

– En mi breve reunión con su padre, me llevé la impresión clara de que no era responsabilidad mía interrogarlo respecto a sus motivos. Cuando mencionó a su ex esposa y dejó una carta para ella, saqué el tema a colación, pero él se crispó y me pidió que me limitara a hacer aquello por lo que me pagaba, un cometido con el que me siento de lo más cómodo. -Señaló la habitación con un gesto amplio-. El dinero de su padre me ayudó a crear todo esto. Fue lo que me permitió empezar. Le estoy agradecido.

– ¿Puedo rastrear su nueva identidad?

– Imposible. -El abogado sacudió la cabeza.

– ¿Por qué?

– ¡Porque ese dinero no era negro! ¡Estableció un sistema de blanqueo para fondos que no lo necesitaban! ¡Y es que lo que intentaba proteger no era el dinero, sino a sí mismo! ¿Entiende la diferencia?

– Pero seguro que Hacienda…

– Yo pagaba los impuestos, tanto estatales como federales. Desde su punto de vista, no había delitos perseguibles. No por ese lado. Ni siquiera acierto a imaginar dónde acababa todo, ni qué uso se le daba al dinero muy lejos de aquí, con qué propósito, para conseguir qué objetivo. De hecho, la última vez que su padre contactó conmigo fue hace veinte años. Aparte de lo que ya le he contado, fue la única ocasión en que me pidió algo.

– ¿Qué le pidió?

– Que viajara a Virginia Occidental y fuera a la penitenciaría del estado. Debía representar a una persona en una vista para la condicional. Conseguí que se la concedieran.

– ¿Y esta persona tenía un nombre?

– Elizabeth Wilson. Pero no podrá ayudarle.

– ¿Por qué no?

– Porque está muerta.

– ¿Y eso?

– Seis meses después de quedar en libertad, se emborrachó en un bar de la pequeña ciudad de provincia donde vivía y se fue con unos degenerados. Alguna prenda suya apareció en el bosque, ensangrentada. Las bragas, creo. Ignoro por qué su padre quiso ayudarla, pero fueran cuales fuesen sus motivos, todo quedó en agua de borrajas. -El abogado parecía haber olvidado su desnudez. Se levantó y rodeó el escritorio, con el dedo en alto para subrayar sus palabras-. A veces lo envidiaba -admitió-. Era el único hombre verdaderamente libre que he conocido. Podía hacer cualquier cosa. Construir lo que fuera. Ser quien quisiera. A menudo me parecía que el mundo estaba a su disposición.

– ¿Tiene usted alguna idea de en qué consistía ese mundo?

El abogado se paró en seco, en medio de la habitación.

– No -dijo.

– Pesadillas -respondió Jeffrey.

El abogado titubeó. Bajó la vista hacia la pistola que sujetaba Jeffrey.

– ¿De modo -preguntó despacio- que de tal palo, tal astilla?

17 La primera puerta sin cerrar

Diana y Susan Clayton avanzaban por la pasarela de la aerolínea con su equipaje de mano, un número considerable de medicamentos, unas armas que les sorprendió que les dejaran llevar consigo y una dosis indeterminada de ansiedad. Diana miró el río de pasajeros elegantes de clase preferente que la rodeaban, confundida momentáneamente por las luces brillantes y de alta tecnología del aeropuerto, y cayó en la cuenta de que era la primera vez en más de veinticinco años que salía del estado de Florida. Nunca había visitado a su hijo en Massachusetts; de hecho, él nunca la había invitado. Y como se había aislado tan eficazmente del resto de su familia, no había nadie más a quien visitar.

Susan también era una viajera poco experimentada. Su excusa en los últimos años era que no podía dejar sola a su madre. Pero la verdad era que sus viajes se desarrollaban en la satisfacción intelectual de los pasatiempos que ideaba o en la soledad de sus paseos en la lancha. Cada expedición de pesca era una aventura única para ella. Aun cuando navegaba en aguas conocidas, siempre encontraba algo diferente y fuera de lo común. Lo mismo pensaba sobre las creaciones de su álter ego, Mata Hari.

Subieron al avión en Miami abrumadas por la sensación de que se aproximaban al desenlace de una historia que nunca les habían dicho que tuviese que ver con ellas, pero que dominaba sus vidas de manera tácita. Sobre todo Susan Clayton, tras enterarse de que el hombre que la acechaba era su padre, estaba embargada por una extraña emoción de huérfana que había desplazado muchos de sus miedos: «Por fin sabré quién soy.»

Sin embargo, mientras los reactores del avión las acercaban al desconocido nuevo mundo del estado cincuenta y uno, la confianza que suele acompañar a la emoción perdió fuerza, y para cuando viraron para iniciar el descenso a las afueras de Nueva Washington, las dos estaban sumidas en un silencio preñado de dudas.

«El conocimiento es algo peligroso -pensó Susan-. El conocimiento sobre uno mismo puede ser tan doloroso como útil.»

Aunque no expresaban estos temores en voz alta, ambas eran conscientes de la tensión que se había acumulado en su interior. Diana en especial, con la angustia incipiente que una madre experimenta ante todo lo que escapa a su comprensión inmediata, sentía que sus vidas se habían vuelto inestables, que se hallaban a la deriva ante una tormenta que se avecinaba, haciendo girar desesperadamente la llave en el contacto, escuchando el chirrido del motor de arranque mientras el viento burlón arreciaba alrededor. Cerró los ojos cuando el tren de aterrizaje golpeó la pista, deseando poder recordar un solo momento en que Jeffrey y Susan eran pequeños y los tres vivían solos, pobres pero a salvo, en su pequeña casa de los Cayos, ocultos de la pesadilla de la que habían escapado. Quería pensar en un día normal, rutinario, corriente, en que no hubiese ocurrido nada digno de mención. Un día en el que las horas transcurriesen sin más, inadvertidas y sin nada de especial. Pero los recuerdos de ese tipo parecían huidizos y de pronto imposibles d aprehender.

Cuando las dos se encontraban en la pasarela, sin saber muy bien adónde dirigirse, el agente Martin se separó de la pared del fondo del pasillo, donde había estado reclinado sobre un letrero grande y optimista que decía BIENVENIDOS AL MEJOR LUGAR DEL MUNDO. Debajo había unas flechas que indicaban INMIGRACIÓN, CONTROL DE PASAPORTES Y SEGURIDAD. El inspector cubrió con tres zancadas la distancia que lo separaba de ellas, disimulando su frustración por verse obligado a realizar una tarea que consideraba más propia de un chófer, y, con una sonrisa amplia y probablemente transparente, saludó a madre e hija.

– Hola -dijo-. El profesor me ha enviado a recogerlas.

Susan lo observó con desconfianza. Estudió su identificación durante un rato que al inspector le pareció un segundo o dos demasiado largo.

– ¿Dónde está Jeffrey? -preguntó Diana.

El agente Martin le dedicó una sonrisa cuya falsedad detectó Susan esta vez.

– Pues lo cierto es que yo esperaba que usted me lo dijera. La única información que me dio fue que volvía al lugar de donde había venido.

– Entonces se ha ido a Nueva Jersey -dijo Diana-. Me pregunto qué estará buscando.

– ¿Seguro que no lo sabe? -inquirió Martin.

– Ahí es donde nacimos los dos -le explicó Susan al inspector-, donde nacieron muchas cosas. Lo que ha ido a buscar es alguna pista que indique dónde van a terminar todas estas cosas. Yo habría pensado que esta conclusión resultaría obvia, sobre todo para un policía.

El agente Martin frunció el entrecejo.

– Usted es la que inventa juegos, ¿verdad?

– Veo que ha hecho los deberes. Así es.

– Esto no es un juego.

Susan desplegó una sonrisa forzada.

– Sí que lo es -replicó-. Lo que ocurre es que no es un juego muy agradable -añadió con sarcasmo.

El inspector no contestó y se impuso un momento de silencio entre ellos.

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