Jeffrey revisó las ediciones sucesivas del periódico, buscando algún artículo que aportase nueva información sobre el caso, pero fue en vano. Se reclinó en su asiento, dejando que la máquina zumbara ociosa ante él. Lo desanimaba pensar que probablemente tendría que viajar a Maryland para buscar una funeraria que con toda seguridad ya había cerrado e intentar encontrar un informe policial que debía de haber quedado enterrado por los años. Refugio de perdón. Dudaba que la ciudad tuviese un periódico propio, lo que quizá podría proporcionarle datos útiles. Aberdeen, una población más grande, seguramente sí que lo tenía, aunque no acertaba a imaginar si le serviría de algo o no. Se humedeció los labios con la lengua y pensó en la persona situada a pocas manzanas de allí, en su bien equipado bufete, que podría responder a sus preguntas.
Se disponía a apagar la máquina cuando echó un último vistazo a la página que tenía delante, en la pantalla. Un artículo breve en la esquina inferior derecha de la página de noticias del estado le llamó la atención. El título rezaba: ABOGADO COBRA EL PREMIO GORDO DE LA LOTERÍA.
Hizo girar el botón de enfoque para ver con mayor nitidez el artículo y leer los pocos pero jugosos párrafos:
La ganadora anónima del tercer bote más grande en la historia de la lotería del estado ha saltado a la palestra al enviar al abogado de Trenton H. Kenneth Smith a la oficina central de la lotería a recoger su premio de 32,4 millones de dólares.
Smith mostró a los funcionarios un boleto ganador firmado y autenticado -el primer billete premiado tras seis semanas de sorteos en las que se ha acumulado el bote- y declaró a los periodistas que la ganadora deseaba permanecer en el anonimato. Los funcionarios de la administración de lotería tienen prohibido divulgar información sobre una persona agraciada con el premio gordo sin su autorización.
El premio para la afortunada ganadora será un cheque anual durante veinte años con un valor total de 1,3 millones de dólares, una vez deducidos los impuestos estatales y federales. Smith, el abogado, rehusó hacer comentarios sobre la ganadora, salvo que es una persona joven que valora su privacidad y que teme el acoso de aprovechados y estafadores.
Los funcionarios de la administración de lotería han calculado que el premio de la semana que viene será de poco más de dos millones de dólares.
Jeffrey se inclinó en su silla, agachando la cabeza hacia la pantalla de la máquina de microfilmes, diciéndose: «Ahí está.» Sonrió al pensar lo fácil que debió de resultarle al abogado emplear pronombres femeninos al negarse a revelar la identidad de quien se había llevado el premio. Era un engaño nimio e inocuo que confería una falsa credibilidad a muchas cosas. ¿Qué otras mentiras se habían urdido en torno al asunto? El accidente de tráfico a las afueras de la ciudad. Una funeraria que probablemente jamás existió. Jeffrey estaba convencido de que podría encontrar algunas verdades en aquella maraña de embustes, pero el objetivo fundamental era sencillo: simular la muerte de Jeffrey Mitchell y fabricar la vida de una persona que no sería distinta, pero que estaría provista de un nombre y una identidad nuevos, así como de fondos más que suficientes para perseguir un deseo antiguo y perverso por los medios que quisiera. Jeffrey se acordó de lo que el profesor de Historia le dijo: «Había heredado un dinero…» Se trataba de una herencia de otro tipo.
Jeffrey no sabía cuántas personas habían muerto a manos de su padre, pero le pareció irónico que cada una de esas muertes estuviese subvencionada por el estado de Nueva Jersey.
El hijo del asesino se rio a carcajadas ante esta idea, lo que ocasionó que el empleado con la cara picada volviese la mirada hacia él.
– ¡Eh! -exclamó éste cuando Jeffrey se levantó y salió del archivo dejando la máquina encendida.
El profesor decidió intentar conversar de nuevo con el abogado, aunque esta vez sospechaba que le convendría esgrimir argumentos más contundentes.
Unos pocos olmos descuidados crecían en la calle donde se encontraba el bufete, y la oscuridad empezaba apoderarse de sus ramas desnudas. Una farola de vapor de sodio emitió un breve zumbido cuando su temporizador la encendió, y arrojó un círculo de luz difusa a media manzana. La hilera de casas de ladrillo rojo acondicionadas como oficinas comenzó a sumirse en penumbra mientras grupos de empleados salían a la calle. Jeffrey vio guardias de seguridad escoltar a más de un puñado de oficinistas, con armas automáticas en las manos. En cierto modo era como contemplar a un perro pastor al cargo de un rebaño.
Sentado en su coche de alquiler, acariciaba el guardamonte de su pistola de nueve milímetros. Suponía que no tendría que aguardar mucho rato a que apareciera el abogado. Esperaba que el hombre, como correspondía a su arrogancia, saliera solo, pero no confiaba demasiado en esa posibilidad. El letrado H. Kenneth Smith no habría alcanzado el éxito que parecía haber conseguido si no fuera prudente.
La expectación y el miedo atenazaron a Jeffrey cuando tomó conciencia de que el paso que iba a dar acabaría por llevarlo más cerca de su padre.
No había tardado mucho en deducir la rutina vespertina del abogado. Una exploración rápida del barrio entre el parlamento y el bufete una hora antes le había revelado un único aparcamiento ocupado sobre todo por coches de lujo último modelo y un letrero que decía: ALQUILER MENSUAL DE PLAZAS. NO HAY TARIFAS POR DÍA. No había vigilante en el aparcamiento; en cambio, estaba cercado por una valla de tela metálica de tres metros y medio de altura con alambre de espino en lo alto, El acceso y la salida estaban regulados por una puerta corredera controlada a distancia por un sensor óptico. Asimismo, había una entrada estrecha en la valla. Se accionaba con un mando de infrarrojos; la gente apuntaba, pulsaba el botón y la cerradura se abría con un zumbido.
A Jeffrey le cabían pocas dudas de que el abogado dejaba su coche en el aparcamiento. La jugada sería interceptar al hombre en el lugar donde fuera más vulnerable, un lugar nada fácil de identificar. Seguramente entre las funciones del corpulento portero figuraba la de acompañar a su patrón hasta que se encontrase a salvo, sentado al volante. Jeffrey suponía que el guardia dispararía sin dudarlo contra cualquiera a quien juzgase peligroso, sobre todo en el trayecto entre el bufete y el aparcamiento. Una vez dentro de la zona de estacionamiento, el abogado quedaría protegido por la valla y fuera de su alcance. Jeffrey movió hacia atrás el mecanismo de carga de la pistola para introducir una bala en la recámara y concluyó que tendría que abordarlos en la calle, justo antes de que llegaran al aparcamiento. En ese momento estarían concentrados en lo que tenían delante y tal vez no se darían cuenta si alguien se les acercaba rápidamente por detrás. Reconoció que no era un buen plan, pero era el único que había podido idear con tan poca antelación.
En caso necesario, trataría al guardia de seguridad como lo habría hecho el agente Martin: como un mero obstáculo que se interponía entre él y la información que deseaba. No estaba del todo seguro de si le pegaría de verdad un tiro al hombre, pero necesitaba la colaboración del abogado, y temía que dicha colaboración tendría un precio.
Aparte de comprometerse intelectualmente a usar el arma -un compromiso, hubo de admitir, muy distinto del acto real de apretar el gatillo-, no contaba más que con el factor sorpresa. Esto le disgustaba y se sumaba a la inquietante mezcla de emoción y rabia que bullía en su interior.
Sacudió la cabeza y se puso a tararear desafinada y nerviosamente mientras vigilaba la puerta principal del bufete.
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