John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– ¿Por casualidad recuerda lo que él dijo cuando renunció?

El viejo señor Maynard asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante.

– Tuve dos encuentros con él. Todavía los tengo grabados en la memoria, incluso después de todas estas décadas. Así debe ser un historiador, ¿sabe, señor Clayton? Tiene que tener ojo para los detalles, como un periodista.

– ¿Y bien?

– Nos reunimos dos veces. La primera fue poco después de las averiguaciones policiales. Me topé con su padre en la tienda de autoservicio de la localidad. Ambos teníamos que comprar algunas cosas. La tienda existe todavía, en la misma calle, enfrente de la escuela. Vende cigarrillos, periódicos, leche, refrescos y comida en un estado peor que incomible, ya sabe…

– Sí.

– Hizo algunas bromas, primero sobre la lotería estatal, luego sobre la policía. Al parecer no tenía un gran concepto de ella. ¿Sabe, señor Clayton, que su padre mostraba por lo general una actitud indiferente y despreocupada? Escondía mucho de sí mismo tras esa fachada desenvuelta. Desde luego, lograba disimular su sentido de la precisión y la exactitud. Más bien como un científico, supongo. Podía mostrarse divertido o tímido, pero en el fondo era frío y calculador. ¿Es usted así, señor Clayton?

Jeffrey no respondió.

– Era un hombre que daba mucho miedo. Tenía un aire disoluto, lascivo. Como un tiburón. Recuerdo que la conversación que mantuvimos aquella tarde me heló la sangre. Fue como hablar con un zorro hambriento frente a la puerta de un gallinero y que alguien me asegurase que no había por qué preocuparse. Luego, una semana después, se presentó de improviso en mi despacho. Fue algo de lo más inesperado. Sin apenas saludarme, anunció que se marcharía la semana siguiente. No me dio realmente una explicación, aparte de que había heredado un dinero. Le pregunté por la policía, pero él simplemente se rio y dijo que dudaba que hubiera que preocuparse por ellos. Cuando lo interrogué sobre sus planes, me dijo… y esto lo recuerdo con toda claridad… dijo que tenía que buscar a unas personas. «Buscar a unas personas.» Tenía mirada de cazador. Empecé a pedirle más detalles, pero giró sobre sus talones y salió de mi despacho. Cuando, más tarde, fui al suyo, ya se había ido. Había vaciado sus armarios y estanterías. Telefoneé a su domicilio, pero ya le habían desconectado la línea. Creo que al día siguiente, fui en coche a su casa, que estaba vacía, con un letrero de SE VENDE delante. En pocas palabras, se había marchado. Yo apenas había tenido tiempo de asimilar su desaparición cuando nos llegó la noticia de su muerte.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Bueno, recuerdo que fue una suerte para nosotros, porque faltaba sólo una semana para las vacaciones de Navidad, de modo que sólo tuvimos que dar unas pocas clases en su lugar. Estábamos entrevistando a posibles sustitutos suyos cuando nos informaron de la colisión. Nochevieja. Alcohol y exceso de velocidad. Por desgracia, nada excesivamente fuera de lo normal. Esa noche cayó una lluvia desagradable y gélida en toda la Costa Este que dio lugar a muchos accidentes, entre ellos el de su padre. Al menos eso se nos hizo creer.

– ¿Por casualidad se acuerda de cómo se enteró del accidente?

– Ah, excelente pregunta. ¿Un abogado, tal vez? Mi memoria no es tan precisa respecto a ese punto como quisiera.

Jeffrey movió la cabeza afirmativamente. Eso tenía sentido para él. Sabía qué abogado había hecho esa llamada.

– ¿Y su entierro?

– Eso fue curioso. A ningún conocido mío se le dio la menor indicación sobre la hora, el lugar o lo que fuera, por lo que nadie asistió. Podría usted ir al archivo de microfilmes del Times de Trenton a comprobarlo.

– Eso haré. ¿Se acuerda de cualquier otra cosa que pueda serme de ayuda?

El viejo historiador desplegó una sonrisa irónica.

– Pero, mi pobre señor Clayton, dudo haberle dicho nada que pueda serle de ayuda, y sí muchas cosas que pueden perturbarlo. Algunas que pueden provocarle pesadillas. Y, desde luego, unas cuantas que le inquietarán hoy, y mañana, y seguramente durante mucho tiempo. Pero ¿algo que le ayude? No, no creo que esta clase de conocimientos ayude a nadie, y menos aún a un hijo. No, habría sido usted mucho más sensato y afortunado si nunca hubiera hecho estas preguntas. Es raro, pero a veces esas terribles lagunas de ignorancia son preferibles a la verdad.

– Tal vez tenga razón -respondió Jeffrey con frialdad-, pero yo no tenía esa opción.

Jeffrey percibió el olor denso del humo, pero no pudo determinar de dónde provenía. El cielo del mediodía era un manto marrón de bruma y contaminación, y lo que se quemaba, fuera lo que fuese, contribuía a hacer más deprimente el mundo.

Se detuvo a unas manzanas de la casa donde había vivido sus primeros nueve años, en la calle principal de la pequeña ciudad, célebre por un crimen cometido muchos años atrás. Cuando estudiaba, había pasado un tiempo en una biblioteca de la universidad, hojeando decenas de libros sobre el secuestro, buscando fotografías de su ciudad natal en aquella época anterior. Hacía décadas había sido un lugar pertinazmente tranquilo, una zona rural dedicada a la agricultura y la privacidad, un microcosmos del mundo benévolo y tradicional de la América de pueblo, que con toda seguridad era lo que había atraído al mundialmente conocido aviador a Hopewell en un principio. Era un sitio que le daba la sensación ilusoria de estar en un refugio, sin alejarlo de la corriente política en que se hallaba inmerso. El aviador era un hombre poco corriente, a quien parecía alterarle y atraerle a la vez la fama que le había valido su proeza transatlántica. Como es natural, el revuelo que causó el secuestro cambió todo eso. Lo cambió de un día para otro, debido a la invasión de la prensa que cubrió el caso y el circo mediático que se armó en torno al juicio contra el acusado, celebrado en la misma calle, en Flemington; lo cambió de manera más sutil en los años siguientes al dar a Hopewell una reputación extraña basada en una sola acción perversa. Fue como un tinte insoluble en el agua, algo de lo que la ciudad ya no podría librarse, por muy idílica que fuera. Y, con el paso de los años, el carácter del pueblo también había cambiado. Los granjeros vendieron sus tierras a los promotores inmobiliarios, las parcelaron y construyeron viviendas de lujo para los ejecutivos de Filadelfia y Nueva York que creían poder escapar de la vida urbana al mudarse a otro sitio, pero no muy lejos. La localidad sufría las consecuencias de su proximidad a las dos ciudades. Pocas cosas había en el mundo, pensó Jeffrey, más potencialmente devastadoras para un territorio que el quedar a mano.

Su propia casa había sido más antigua, una reliquia reformada que databa de la época del secuestro, aunque estaba situada en una calle lateral cerca del centro de la ciudad, y la finca del aviador, de hecho, estaba a varios kilómetros de allí, en plena campiña. Jeffrey recordó que su casa era grande, espaciosa, llena de rincones oscuros y zonas de luz inesperadas. El dormía en una habitación frontal de la primera planta, que tenía una forma semicircular, victoriana. Intentó visualizar el dormitorio, y lo que le vino a la memoria fue su cama, una librería y el fósil de algún antiguo crustáceo prehistórico que había encontrado en el lecho de un río cercano y que, en la precipitación con que se marcharon, olvidó meter en la maleta y lamentó durante años haber dejado. La piedra tenía un tacto fresco que lo fascinaba. Le había gustado deslizar los dedos sobre el relieve del fósil, casi esperando que cobrara vida bajo su mano.

Ahora, arrancó el coche, diciéndose que sólo estaba allí para obtener información.Este viaje a la casa de la que habían huido no era más que una búsqueda a ciegas.

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