John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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Jeffrey deslizó la tabla a un lado y se agachó. El propietario se inclinó hacia delante y le alargó una linterna que estaba sobre un cuadro eléctrico cercano. Unas telarañas cubrían la entrada. El profesor las apartó y, ligeramente encorvado, entró en la habitación.

Medía aproximadamente dos metros y medio por tres y medio, y el techo, a unos tres metros, estaba recubierto con una capa doble de material de insonorización. En el centro, colgaba un solo portalámparas, sin la bombilla. No había ventanas. Olía a moho, a tumba. Se respiraba un aire como el del interior de una cripta. Las paredes estaban pintadas con un grueso baño de blanco radiante que reflejaba la luz de la linterna a su paso. El suelo era de cemento gris. La habitación estaba vacía.

– ¿Ve lo que le decía? -comentó el propietario-. ¿Para qué carajo sirve un sitio como éste? Ni siquiera como almacén. Cuesta demasiado entrar y salir. ¿ Habrá sido alguna vez una bodega de vino? Tal vez. Frío hace. Pero no sé… Alguien lo usó para algo en otro tiempo. ¿Usted recuerda algo? Joder, para mí es como una celda de Alcatraz, salvo porque apuesto a que allí los presos tenían ventanas.

Jeffrey recorrió despacio las paredes con el haz de la linterna. Tres de ellas estaban desnudas. En la otra había un par de anillas pequeñas, de unos ocho centímetros de diámetro, sujetas en cada extremo.

Enfocó las anillas con la luz.

– ¿Tiene idea de para qué pueden servir? -le preguntó al propietario-. ¿Sabe quién las instaló?

– Ya, las vi cuando vino el de control de plagas. Ni la más remota idea, amigo mío. ¿A usted se le ocurre alguna posibilidad?

Se le ocurría, pero no la expresó en voz alta. De hecho, sabía exactamente para qué se habían utilizado. Alguien atado a esas anillas parecería, suspendido contra esa pared blanca, la silueta de un ángel en la nieve. Se acercó y pasó el dedo sobre la pintura blanca y lisa junto a las anillas. Se preguntó si descubriría en el yeso de la pared hendiduras y muescas rellenadas con masilla y cubiertas después de pintura; el tipo de marcas que dejan las uñas en momentos de pánico y desesperación. Dudaba que la pintura lograse superar un examen a fondo realizado por la policía científica; con toda seguridad había partículas microscópicas de alguna víctima. Pero veinticinco años antes, el agente Martin había sido incapaz de reunir pruebas suficientes, de modo que ni siquiera el juez más comprensivo había podido dictar una orden de registro. Décadas después, el fumigador había dado con la habitación cuando buscaba el foco de una plaga, sin saber que había hallado una de dimensiones totalmente distintas. Jeffrey se preguntó si la policía del estado de Nueva Jersey habría sido siquiera la mitad de astuta. Lo dudaba. Dudaba que tuviesen idea de lo que buscaban.

Jeffrey se agachó y deslizó el dedo por el frío suelo de cemento. La luz no puso de manifiesto mancha alguna. Ni el menor resto de alguna sustancia rojiza. ¿Cómo se las había arreglado él? Tendría que haber habido sangre y demás vestigios de la muerte por todas partes. Jeffrey respondió a su propia pregunta: lo había forrado todo con láminas de plástico. Se podían conseguir en cualquier ferretería y tirar en cualquier vertedero. Se puso a olfatear, intentando percibir el rastro revelador de un disolvente, pero el olor no había sobrevivido al paso de las décadas.

Se volvió despacio, para abarcar con la vista la reducida habitación. Allí no había gran cosa, pensó. Entonces comprendió que eso era de esperar.

Allí arrodillado recordó la voz de su padre diciéndole después de una cena silenciosa y cargada de tensión que se llevara su plato y sus cubiertos al fregadero, los enjuagara y los metiera en el lavavajillas. «Debes limpiar siempre lo que ensucies», el tipo de admonición que todos los padres hacen a sus hijos.

Sin embargo, en el caso de su padre, encerraba un mensaje que iba mucho más allá.

El profesor se enderezó. Por lo que había visto, no podía juzgar si aquel pequeño cuarto había presenciado un horror o cientos. La primera posibilidad le parecía más probable, pero no podía descartar la segunda.

De pronto le vino a la cabeza el nombre de alguien, aparte de su padre, que quizá podría aclarar esa incógnita.

Cuando se disponía a salir de la sala, Jeffrey sintió un escalofrío repentino, como si estuviese a punto de darle fiebre, y una punzada en el estómago, casi un anuncio de náuseas. Cayó en la cuenta de que había descubierto muchas cosas en muy poco tiempo, y en ese momento concibió un odio enorme e indefinible hacia sí mismo por ser capaz de entenderlo todo.

El archivo del Times de Trenton se parecía muy poco al despacho moderno e informatizado del New Washington Post. Estaba situado en un cuarto lateral estrecho y aislado, no muy lejos de un espacio cavernoso, de techo bajo, lleno de viejos escritorios de acero y sillas de oficina cojas, que albergaba la redacción de noticias del periódico. Una pared lejana estaba ocupada por ventanas, pero las recubría una gruesa capa de mugre y polvo gris, por lo que daba la impresión de que la sala se hallaba sumida en un atardecer perpetuo. En el archivo había filas y filas de ficheros de metal, un par de ordenadores obsoletos y una máquina de microfilmes. Un empleado joven, con los pómulos picados a causa de una dura batalla contra el acné juvenil, insertó sin decir una palabra el viejo microfilme que le pidió Jeffrey.

El profesor leyó toda la información en el periódico sobre el asesinato de la joven alumna de la academia St. Thomas More, y era tal y como había imaginado: detalles escabrosos sobre el hallazgo del cadáver en el bosque, aunque en menor número que en los informes de la policía científica. Se citaban las frases de rigor de agentes de la ley, incluida una de un joven inspector Martin, que declaraba haber interrogado a varios sospechosos y estar siguiendo varias pistas prometedoras, lo que en lenguaje policial quería decir que estaban totalmente atascados. En ningún momento se mencionaba el nombre de su padre. Se incluía una semblanza muy vaga de la víctima, con material extraído de anuarios escolares y comentarios absolutamente previsibles de sus compañeros, que la pintaban como una chica callada, que no se hacía notar mucho, que parecía bastante agradable y no tenía ni un enemigo en el mundo, como si el hombre que la atacó hubiese actuado movido por un odio específico, pensó Jeffrey, cuando la realidad era mucho más general.

A continuación intentó encontrar alguna crónica sobre el accidente de coche. Jeffrey consideraba el Times de Trenton una especie híbrida de periódico: lo bastante grande para hacer un intento serio de ahondar en los entresijos del mundo, lo bastante importante, desde luego, para centrarse en los asuntos del estado que se decidían a una manzana de distancia, en los despachos del parlamento, pero no lo bastante grande para pasar por alto un accidente de tráfico que arrebatase la vida a un vecino de la localidad, sobre todo si tenía el valor añadido de ser espectacular.

Buscó con diligencia en las páginas de sucesos pero no encontró ni una palabra sobre el tema. Finalmente, en la sección de necrológicas del día 3 de enero, dio con una nota breve:

Jeffrey Mitchell, de 37 años, ex profesor de historia en la academia St. Thomas More de Lawrenceville, perdió la vida de forma inesperada el 1 de enero. El señor Mitchell conducía un vehículo que se estrelló en Havre de Grace, Maryland. Murió en el acto, según la policía local. Se celebrarán exequias privadas en la funeraria O'Malley Brothers en Aberdeen, Maryland.

Jeffrey releyó la necrológica varias veces. No tenía la más remota idea de qué estaba haciendo su padre en Nochevieja en una pequeña ciudad rural de Maryland. Havre de Grace. Refugio de perdón. Esto hizo que se parase a pensar. Intentó ponerse en la piel de un director de periódico agobiado de trabajo, con media redacción pasando las fiestas navideñas en familia. En circunstancias normales, cabría esperar que un director, al ver una nota necrológica como ésa, pensara que allí había una noticia. Pero ¿estaría dispuesto a gastar recursos humanos enviando a alguien a ciento cincuenta kilómetros al sur sólo por esa posibilidad? Tal vez no. Tal vez lo dejaría correr.

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