Jeffrey giró y avanzó unas manzanas hacia el parlamento, acercándose lo suficiente para ver la cúpula dorada que lo remataba relucir al sol. A medio camino tuvo que pasar por un control policial, una barricada con alambre de púas y sacos terreros que separaba una zona de plagas urbanas y estructuras de edificios quemadas y cerradas con tablas de las casas adosadas reconstruidas por los planes de renovación de la ciudad. La presencia policial era dispersa, pero constante; lo suficiente para asegurarse de que no surgieran oleadas de descontento que recorriesen las calles en que se había gastado dinero, avanzando con furia hacia el parlamento. Clayton encontró un sitio donde aparcar y continuó el camino a pie.
El bufete del abogado estaba a sólo una manzana de los edificios legislativos, en una anticuada casa de piedra rojiza reacondicionada que conservaba una elegancia propia de otra época en su exterior. La entrada era una puerta falsa, y para pasar tuvo que esperar a que un guardia de seguridad de aspecto huraño y aburrido pulsara el timbre dos veces para abrirle tanto la puerta exterior como la interior.
– ¿Tiene cita? -inquirió, consultando un sujetapapeles.
– Vengo a ver al señor Smith -respondió Jeffrey.
– ¿Tiene cita? -repitió el guardia.
– Sí -mintió Jeffrey-. Jeffrey Clayton. A las nueve de la noche.
El guardia examinó la lista con detenimiento.
– Aquí no -repuso y acto seguido desenfundó una pistola de gran calibre con la que encañonó al profesor. Jeffrey hizo caso omiso del arma.
– Debe de tratarse de un error -dijo.
– Aquí no cometemos errores -dijo el hombre-. Márchese ahora mismo.
– ¿Y si llama a la secretaria del señor Smith? Eso puede hacerlo, ¿verdad?
– ¿Por qué habría de hacerlo? No figura usted en la lista. Jeffrey sonrió, se llevó la mano lentamente al bolsillo interior d la chaqueta y sacó su pase de seguridad temporal del estado cincuenta y uno. Supuso que el hombre no repararía en la fecha de caducidad estampada en el anverso, y que en cambio se fijaría en la placa y el símbolo del águila dorada.
– El motivo por el que debe hacer lo que le pido -dijo despacio, tendiéndole el pase- es que, si no lo hace, volveré aquí con una orden judicial, un equipo de registro y una unidad de Operaciones Especiales, y arrasaremos la oficina de su jefe, y cuando él averigüe al fin quien la cagó de mala manera causándole un marrón de cojones, sabrá que fue el gilipollas de la puerta principal. ¿Le parece una razón convincente?
El guardia de seguridad levantó el auricular.
– Está aquí una especie de policía que quiere ver al señor Smith sin cita previa -dijo-. ¿Quiere salir a hablar con el tipo? -Colgó y le informó-: La secretaria vendrá enseguida. -Continuó apuntando al pecho de Jeffrey con la pistola-. ¿Va usted armado, hombre de la S.S.? -Al ver que Jeffrey negaba con la cabeza, pues había dejado su pistola en la guantera del coche, el guardia le indicó que pasara por un detector de metales-. Eso ya lo veremos -dijo. Pareció decepcionado cuando la alarma del aparato no se disparó-. No llevará una de esas nuevas pistolas de plástico de alta tecnología, ¿verdad? -preguntó, pero antes de que Jeffrey pudiera responder, una mujer salió de un despacho interior. Joven y remilgada, llevaba una camisa blanca ceñida de hombre abrochada hasta la garganta, que Jeffrey, en un arrebato de humor interno irrespetuoso, interpretó como señal de que ella se acostaba con el abogado, que engañaba a su esposa anodina y adicta al club de campo. Seguramente las prendas de corte conservador y poco provocativo eran para disimular sus actividades auténticas. Esta fantasía lo hizo sonreír, pero dudaba que estuviera equivocado.
– ¿Señor?
– Clayton. Jeffrey Clayton.
El guardia de seguridad le alargó la tarjeta de identificación del estado cincuenta y uno.
– ¿Y qué le trae por aquí desde las prometedoras y felices tierras del Oeste?-El sarcasmo de la mujer era de una claridad meridiana.
– Hace unos años el señor Smith representó a un hombre que ahora es objeto de una investigación importante en nuestro territorio.
– Toda comunicación y trato entre el señor Smith y sus clientes es estrictamente confidencial. Jeffrey sonrió.
– Claro que lo es.
– Así que no creo que pueda ayudarle. -Le devolvió la identificación.
– Como quiera -dijo Jeffrey-, pero, por otro lado, yo habría pensado que a lo mejor a un abogado le gustaría tomar esa decisión por sí mismo. Claro que, si usted cree que él preferiría ver su nombre en una citación, o en los titulares de un periódico local, sin previo aviso, bueno, allá usted.
De una forma curiosa, Jeffrey lo estaba pasando bien. Ir de farol no era su estilo, ni algo que hiciera a menudo.
La secretaria clavó en él la mirada, como intentando detectar el engaño en alguna curva de su sonrisa o arruga de su barbilla.
– Sígame -dijo-. Veré si puede dedicarle dos minutos. -Giró sobre sus talones y añadió-: Eso serían ciento veinte segundos. Ni uno más.
Lo guió a una antesala. Estaba repleta de muebles Victorianos caros e incómodos. La alfombra era oriental, grande y tejida a mano. En un rincón había un viejo reloj de pie que más o menos marcaba la hora con un sonoro tictac. La secretaria le señaló un sofá de respaldo rígido y se retiró tras un escritorio, distanciándose a toda prisa de Jeffrey. Cogió un teléfono y habló rápidamente por el auricular, ocultándole al profesor sus palabras, luego colgó y se quedó callada. Al cabo de un momento, una puerta grande de madera se abrió y apareció el abogado. De una delgadez cadavérica, tenía una mata de pelo entrecano recogida en una cola de caballo que se precipitaba por la espalda de su entallada camisa azul. Sus tirantes de cuero sujetaban unos pantalones grises de raya fina cosidos a mano. Llevaba unos zapatos italianos tan lustrosos que resplandecían. Su mano grande, huesuda y fuerte estrechó enérgicamente la del profesor.
– ¿Y qué clase de problemas podría usted causarme, señor Clayton? -preguntó el abogado con los labios fruncidos.
– Todo depende, claro -respondió Jeffrey.
– ¿De qué?
– De lo que haya hecho usted.
El abogado sonrió.
– Entonces es evidente que no tengo por qué preocuparme. Pregúnteme lo que quiera, señor Clayton.
Jeffrey le tendió al hombre la carta que le había enviado a Diana.
– ¿Le resulta familiar?
El abogado leyó la carta despacio.
– Apenas. Es muy vieja. Recuerdo vagamente el caso… un terrible accidente de tráfico, tal como informé. Cuerpos calcinados hasta el punto de quedar irreconocibles. Unas muertes trágicas.
– Él no murió.
El abogado vaciló por un momento.
– Eso no es lo que consta aquí.
– No murió, y menos aún en un accidente de tráfico suicida.
El abogado se encogió de hombros.
– Ojalá me acordara de ello. Es de lo más curioso. ¿Usted cree que ese hombre sobrevivió de algún modo, pese a que yo asistí a su entierro? Al menos debí de asistir, porque eso fue lo que escribí. ¿Cree que acostumbro a ir a entierros falsos?
– Ese hombre, como usted lo llama, era mi padre.
El abogado enarcó una ceja fina y gris.
– ¿De veras? Aun así, que un padre muera joven, pese a lo que crea la mayoría de los hijos, no es un crimen.
– Tiene razón. Pero lo que él ha estado haciendo sí que lo es.
– ¿A qué se refiere exactamente?
– A homicidios.
El abogado guardó silencio por unos instantes.
– Un muerto implicado en asesinatos. Qué interesante. -Sacudió la cabeza-. Me parece que no tengo información adicional para usted, señor Clayton. Cualquier conversación o correspondencia que haya mantenido con su padre es confidencial. Tal vez esa confidencialidad no tenga razón de ser si él murió. Eso sería discutible. Pero si, como usted afirma de pronto, él sigue vivo, entonces, por supuesto, la confidencialidad continúa vigente, incluso después de todos estos años. Sea como fuere, todo esto es historia antigua. Extremadamente antigua. Ni siquiera creo que conserve el expediente todavía. Mi bufete ha crecido y cambiado considerablemente desde la época en que le escribí eso a su madre. Así que creo que se equivoca usted y, aunque no fuera así, no podría ayudarle. Que usted lo pase bien, señor Clayton, y buena suerte. Joyce, acompaña al caballero a la puerta.
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