Encontró un banco donde podría sentarse sola a comerse su bocadillo y contemplar la gran extensión de agua, plantando cara al exceso de calorías y de grasa que podía obstruirle las arterias. Soplaba una brisa lo bastante fuerte para rizar ligeramente la bahía, de manera que daba la impresión de que el brillo del agua estaba vivo. Vio un par de buques cisterna zarpar del puerto de Miami. Eran unos barcos fondones, de aspecto torpe, que se abrían paso por los concurridos canales como un par de abusones de pocas luces en un patio de colegio.
Susan tomó un trago del botellín de agua, que se estaba poniendo tibia rápidamente a causa del calor. Por un momento, creyó que podría quedarse allí sentada ajena a todo; a sí misma, a lo que le estaba pasando. Sin embargo, el sonido de una sirena que se acercaba a toda prisa y el tableteo insistente de unas aspas la arrancaron de su ensoñación. Se volvió hacia atrás y vio un helicóptero de la policía que volaba bajo sobre el borde de la bahía, con la sirena encendida. Susan avistó a un par de adolescentes que corrían a lo largo de la orilla, desde el centro hacia el parque. En el mismo vistazo, divisó a los dos agentes montados a caballo galopar para interceptar a los chicos.
La detención fue rápida. El helicóptero se quedó inmóvil en el aire, y los jinetes acorralaron a los fugitivos, como si estuvieran en un rodeo. Si los dos jóvenes iban armados, no lo demostraron. En cambio, se pararon y levantaron las manos, de cara a los policías. Susan alcanzó a ver que los dos adolescentes sonreían como si no tuviesen nada que temer, y la persecución y el arresto les resultaran tan familiares como la salida del sol todas las mañanas. Desde donde ella se encontraba, vio que uno de ellos tenía la camisa y los pantalones manchados de sangre de color rojo cobrizo. Pensó que, en algún lugar, el propietario de esa sangre yacería agonizante, o al menos, con heridas tan graves que ya no sentiría dolor.
Apartó la vista, aplastó lo que quedaba de su almuerzo en la bolsa y lo tiró en una papelera cercana. Luego, se sacudió las migas de la ropa. Dejó vagar la mirada por el parque. Debía de haber una docena de personas más, algunas de ellas comiendo, otras simplemente paseando. Casi todos observaban con paciencia y en silencio la escena que se desarrollaba justo al otro lado de la cerca del parque, como si se tratara de un espectáculo montado para entretenerlos. Susan se levantó del banco y se volvió de nuevo hacia la detención. Varias lanchas de la policía con luces destellantes se habían unido a la operación. Había también una unidad canina, y un pastor alemán tiraba con fuerza de su correa, ladrando, gruñendo y enseñando los dientes. De pronto, el helicóptero se elevó y, tras inclinarse y virar con una elegancia casi propia del ballet, se alejó bajo el resplandor del sol. El martilleo de sus aspas se apagó en los oídos de Susan, al igual que los ladridos del perro, que dejaron paso al repiqueteo solitario de sus propios zapatos contra el pavimento caliente.
Susan se encaminó de regreso a la oficina, pero dio un rodeo para permanecer cerca de la bahía durante el mayor trecho posible antes de tener que enfilar tierra adentro. Iba por una calle lateral pequeña, una superficie edificable que al parecer habían pasado por alto los contratistas y promotores inmobiliarios que habían sembrado gran parte del centro de rascacielos y complejos hoteleros de todo tipo, llenando la zona de bloques y muros de hormigón, de modo que las pocas calles que quedaban estaban rodeadas de cemento. Flotaba en la brisa un olor acre a líquido limpiador, mezclado con el aire salobre que circulaba sobre la bahía; Susan supuso que un equipo de presos de una cárcel del condado estaba limpiando alguna pared cubierta de pintadas con una manguera de alta presión y disolvente. Era una tarea propia de Sísifo: una vez limpia, la pared se convertía en un blanco nuevo para los mismos vándalos, que tenían la afición de eludir las patrullas nocturnas. Eran notablemente eficientes.
Continuó caminando por la calle, pero se detuvo a media manzana, delante de una construcción considerablemente más baja y vieja, casi una casa, pensó, encajonada entre la parte posterior de un complejo hotelero y un edificio de oficinas. Era todo un anacronismo, un vestigio elegante del viejo Miami, que inspiraba recuerdos de una época en que la ciudad era sólo un pueblo cenagoso con una población creciente y demasiados mosquitos, y no una metrópoli moderna, electrificada y resplandeciente de neón. La construcción se alzaba sobre una pequeña extensión de césped bien cuidado. Un camino bordeado de hileras de flores conducía a la puerta principal. Había un porche amplio que ocupaba todo el ancho del edificio y una imponente puerta doble que se le antojó tallada a mano en madera de pino del condado de Dade, el material de construcción preferido un siglo atrás, una madera que, cuando se secaba, era dura como el granito y aparentemente inmune a las termitas más decididas. Las anchas ventanas con celosías tenían postigos de madera horizontales que las protegían del sol. El edificio en sí, de sólo dos plantas, se hallaba coronado por tejas rojas bruñidas que parecían estar cociéndose a la luz del mediodía.
Susan se quedó mirándolo, pensando que, en medio de todo el hormigón y el acero que componían el centro, era una antigualla; algo incongruente, fuera de lugar y curiosamente hermoso, porque denotaba cierta independencia respecto a la edad en un mundo consagrado a lo inmediato y al instante presente. Cayó en la cuenta de que apenas veía ya cosas tan antiguas, como si hubiese un prejuicio tácito contra las cosas construidas para durar un siglo o más.
Susan dio un paso hacia delante, preguntándose quiénes serían los ocupantes de un edificio semejante, y vio una pequeña placa de latón en uno de los pilares que sostenían el porche. Al acercarse, leyó: EL ÚLTIMO LUGAR. RECEPCIONISTA EN EL INTERIOR.
Vaciló, luego abrió la puerta doble despacio. Dentro reinaba un ambiente fresco y sombreado. Un par de ventiladores de madera colgaban de un techo alto, girando perezosamente pero sin parar. Unas prominentes molduras de madera marrón enmarcaban las paredes blancas, y el suelo estaba cubierto por un entarimado pulido del color de las hojas de arce en noviembre. A su derecha, una escalinata amplia y suntuosa subía hasta un descansillo, y a su izquierda, había un escritorio de caoba con una antigua lámpara de banquero en una esquina y una pantalla de ordenador solitaria en la otra. Una mujer de mediana edad y cabello crespo y entreverado de gris que le brotaba del cráneo como pensamientos extraños y repentinos alzó la vista hacia ella cuando entró.
– Hola, querida -la saludó.
Su voz sonó como con eco. A Susan le pareció similar al sonido de alguien que hablara en una biblioteca de investigación. Volvió a mirar en torno a sí, buscando a algún guardia de seguridad. Tampoco vio cámaras espía instaladas en los rincones, ni dispositivos de vigilancia electrónica, detectores de movimiento, sistema de alarma o armas automáticas. En cambio, imperaba un silencio sombrío pero no absoluto, pues se percibían las notas distantes de una sinfonía, procedentes de algún lugar situado en el interior del edificio.
– Hola -respondió.
La mujer le hizo señas de que se acercara. Susan caminó sobre una alfombra oriental azul y roja.
– ¿Es usted quien requiere nuestros servicios o tiene a otra persona en mente?
– ¿Disculpe…?
– ¿Es usted quien se muere o alguien próximo a usted?
Susan se quedó perpleja.
– No, yo no -barbotó.
La mujer sonrió.
– Ah -dijo-. Me alegro. Se la ve muy joven, y cuando ha entrado, la he mirado y he pensado que sería demasiado injusto que alguien tan joven como usted tuviera que estar aquí, porque sospecho que aún le queda mucho por vivir. Eso no significa que no haya aquí bastante gente joven. Sí que la hay. Y, por mucho que nos esforcemos en facilitarles las cosas, es difícil evitar la sensación de que los han estafado. Creo que es más fácil para todos los implicados aceptarlo cuando quien fallece es una persona mayor. ¿Qué es lo que dice la Biblia? ¿Que la plenitud de la edad es a los setenta años?
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