– Ah, profesor, no lo creo: estoy seguro. La historia nos enseña que es posible. Y su padre, el otrora historiador, lo sabe. Un hombre, actuando sin ayuda de nadie, con una visión única y retorcida, y la dedicación necesaria para materializarla, puede ocasionar la caída de un gran imperio. Ha habido muchos asesinos solitarios a lo largo de la historia, profesor, que han logrado cambiar el curso de los acontecimientos. Nuestra propia historia está llena de Booths y Oswalds y Sirhan Sirhans cuyos disparos han matado ideales, además de hombres. Debemos impedir que su padre se convierta en uno de esos asesinos. Si no lo detenemos, asesinará nuestro proyecto. Él solo. Hasta ahora, hemos tenido suerte. Hemos conseguido acallar la verdad sobre sus actividades…
– ¿Y aquello de «la verdad os hará libres»?
Manson sonrió y negó con la cabeza.
– Ése es un concepto pintoresco y anticuado. La verdad no trae consigo más que sufrimiento.
– ¿Por eso está tan controlada aquí?
– Por supuesto. Pero no en aras de un ideal orwelliano consistente en proporcionar información falsa a las masas. Nosotros somos… bueno, selectivos. Y, por supuesto, no deja de haber rumores. Pueden ser peores que cualquier verdad. Hasta ahora, parece que hemos conseguido evitar que se hable sobre las actividades de su padre. Esta situación no durará, ni siquiera aquí, donde el estado guarda sus secretos más eficientemente que las autoridades del resto del país. Pero, como le he dicho, soy pragmático. El único secreto que está verdaderamente a salvo es el que está muerto y enterrado. El que ha pasado a la historia.
– La seguridad es frágil.
Manson suspiró profundamente.
– He disfrutado con esta conversación, profesor. Hay otros asuntos que reclaman mi atención, aunque ninguno es tan urgente. Encuentre a su padre, profesor. Muchas cosas dependen de que lo consiga.
Jeffrey asintió con la cabeza.
– Haré lo que pueda -dijo.
– No, profesor. Debe conseguirlo. A cualquier precio.
– Lo intentaré -aseguró Jeffrey.
– No. Lo conseguirá. Lo sé, profesor.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– Porque estamos hablando de muchas cosas, de capas y capas de verdades e intrigas, profesor, pero hay una cosa sobre la que no me cabe la menor duda.
– ¿Cuál es?
– Que un padre y un hijo compiten siempre por el mismo objetivo, profesor. Ésta es su lucha. Siempre lo ha sido. Tal vez la mía sea diferente. Pero la suya… bueno, surge del fondo de su ser, ¿no es cierto?
Jeffrey se dio cuenta de que respiraba agitadamente.
– Y el momento ha llegado, ¿no es así? ¿Cree que puede llegar al final de su vida sin enfrentarse a su padre?
Jeffrey notó que la voz le salía áspera.
– Creía que ese enfrentamiento sería puramente psicológico. Una lucha contra un recuerdo. Creía que él había muerto.
– Pero no ha resultado ser así, ¿verdad, profesor?
– No. -Jeffrey tuvo la sensación de que la lengua empezaba a fallarle.
– De modo que la lucha adquiere dimensiones distintas, ¿no?
– Eso parece, señor Manson.
– Padres e hijos -prosiguió Manson en un tono suave, ligeramente cantarín, como si todo lo que decía se le antojase tremendamente divertido-. Siempre forman parte del mismo rompecabezas, como dos piezas que se encajan por la fuerza en un espacio que no acaba de tener la forma adecuada. El hijo pugna por aventajar a su padre, y éste intenta limitar a su hijo.
– Quizá necesite ayuda -barbotó Jeffrey.
– ¿Ayuda? ¿Y quién puede prestársela en la más elemental de las batallas?
– Hay dos componentes más en la maquinaria, señor Manson. Mi hermana y mi madre.
El director sonrió.
– Muy cierto -dijo-, aunque sospecho que tendrán sus propias batallas que librar. Pero haga lo que deba, profesor. Si necesita pedir refuerzos, por favor, no dude en hacerlo. En esta lucha, goza usted de una libertad total y absoluta.
Por supuesto, Jeffrey supo al instante que esta última aseveración era mentira.
El agente Martin no le preguntó a Jeffrey de qué había hablado con su supervisor. Los dos hombres recorrieron pensativos el edificio, uno al lado del otro, como si analizaran la tarea que tenían ante sí. Cuando se encontraban cerca de su despacho, una secretaria con un sobre de papel de Manila salió de un ascensor. Tuvo que esquivar con sumo cuidado a una docena de niños de cuatro años atados entre sí con una cuerda naranja fluorescente, un grupo de la guardería que se dirigía al patio de juegos. La joven secretaria sonrió, se despidió de los niños con un gesto y luego se encaminó a paso rápido hacia los dos hombres.
– Esto es para usted, agente -dijo sin más preámbulos-. Urgente, confidencial, todas esas cosas. Un par de detalles interesantes. No sé si le ayudarán en el caso que está investigando, pero los del laboratorio lo han despachado con prisas y sin formalidades. -Le tendió el sobre a Martin-. De nada -dijo ante el silencio del inspector. Tras evaluar a Jeffrey con una mirada rápida, dio media vuelta y se alejó en dirección a los ascensores.
– ¿Y eso es…? -preguntó el profesor mientras observaba a la joven desaparecer con un zumbido neumático.
– Un informe preliminar del laboratorio sobre el ordenador que requisamos en Cottonwood. -El inspector rasgó el sobre-. Mierda -farfulló.
– ¿Qué pasa?
– No hay huellas identificables, ni fibras capilares. Si el tipo hubiera cogido el maldito trasto con las manos sudadas, quizás habríamos podido obtener una muestra de ADN. No ha habido suerte. El maldito trasto estaba limpio.
– El tipo no es idiota.
– Sí, lo sé. Ya nos lo ha dejado claro, ¿recuerda?
Jeffrey lo recordaba.
– ¿Qué más?
Martin continuó estudiando el informe. -Bueno -dijo, al cabo de un momento-. Aquí hay algo. Quizá su viejo no sea el asesino perfecto, después de todo.
– ¿Por qué lo dice?
– Dejó intacto el número de serie del ordenador. Los del laboratorio han hecho algunas pesquisas.
– ¿Y?
– Pues que el número corresponde a una remesa de ordenadores enviada por el fabricante a varias tiendas del sureste. Ya es algo. Por lo visto, a su viejo no le convencían demasiado las condiciones de la garantía, pues nunca mandó por correo el papel firmado.
– Sabía que no se lo quedaría durante tanto tiempo.
El agente Martin sacudió la cabeza.
– Seguramente pagó el puto trasto en efectivo.
– Supongo que sí.
Martin enrolló el informe y se golpeó la pierna con él.
– Ojalá descubriésemos una cosa, un solo detalle, que el mamón de su padre pasara por alto.
Los dos hombres se hallaban ante la puerta de su despacho, a punto de entrar. Martin desplegó de nuevo el informe y se quedó mirándolo mientras abría la cerradura de la puerta. Alzó la vista hacia Jeffrey.
– ¿Qué motivos supone que tenía el cabrón para irse a comprar el ordenador hasta el sur de Florida? Al fin y al cabo, hay muchos sitios más cercanos, y nos costaría el mismo trabajo seguirle la pista hasta allí. ¿Cree que a lo mejor estuvo allí de vacaciones? ¿Por negocios, tal vez? Esto nos dice algo, ¿no?
– ¿Dónde? -preguntó Jeffrey de pronto.
– El sur de Florida. Allí es adónde enviaron los ordenadores con esos números de serie. Al menos, según la empresa fabricante. Debe de haber unas cien tiendas en esa zona a las que pudieran enviar ese ordenador, casi todas al sur de Miami. Homestead. Los Cayos Altos. ¿Por qué? ¿Significa algo para usted?
Significaba algo. Sólo había una razón por la que su padre podía haber comprado el ordenador en ese lugar y después optado por no hacer algo tan obvio como borrar el número de serie grabado en la parte posterior del aparato, bien a la vista. Quería dejarle a su hijo un medio de averiguar lo que había hecho. Significaba que, después de todos esos años, los había encontrado. El padre de quien habían huido, a quien creían muerto, había hecho acudir a su hijo hasta su propia puerta y había descubierto dónde se ocultaban su ex esposa y su hija.
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