Jeffrey recordó su propia sorpresa al percatarse de que habían borrado la pizarra de su propio despacho.
– Creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que nuestro objetivo posee los conocimientos necesarios para violar casi cualquiera de los sistemas de seguridad implementados en el estado -dijo, sin respaldar su afirmación con un ejemplo concreto. Señaló una pila de papeles sobre el escritorio de Manson-. Yo no daría por sentado que esos documentos han estado fuera de su alcance, señor Manson. Tal vez ha hurgado en los cajones de su escritorio.
Manson asintió con gravedad.
– Maldición -exclamó Starkweather-. Lo sabía. Lo he sabido desde el principio.
– ¿Qué ha sabido? -preguntó Jeffrey al joven político.
Starkweather se encorvó con rabia.
– Que el cabrón es uno de nosotros.
Este comentario provocó un silencio de varios segundos en la sala.
A Jeffrey se le ocurrieron de inmediato un par de preguntas, pero no las formuló en alto. No obstante, tomó buena nota de las palabras de Starkweather.
Manson se meció en su silla y soltó un silbido entre los dientes.
– ¿De dónde, profesor, supone usted que nuestro objetivo sacó ese nombre? Gilbert D. Wray. ¿Significa algo para usted?
– Repítalo -dijo Jeffrey con brusquedad. Manson no contestó. Se limitó a inclinarse hacia delante en su silla.
– ¿Qué? -inquirió Bundy, como si hablara en nombre de Manson.
– El nombre, maldita sea. Dígalo de nuevo, rápido.
El hombre del traje arrugado se rebulló en el sofá.
– Gilbert D. Wray. Wray se pronuncia como «rayo» en inglés. ¿No había una actriz en los viejos tiempos, hace casi un siglo, que se llamaba Kay Wray, creo? No, Fay Wray. Eso es. Salía en la primera versión de King Kong. Era rubia y recuerdo que se hizo famosa por su forma de gritar. ¿Hay otra forma de pronunciar su nombre?
Jeffrey se reclinó en su silla. Negó con la cabeza.
– Le pido disculpas -murmuró, dirigiéndose a Manson-. Tendría que haber reconocido el nombre en cuanto lo he visto, pero no lo había pronunciado en voz alta. Qué tonto he sido.
– ¿Reconocerlo? -preguntó Manson-. ¿A qué se refiere?
Jeffrey sonrió, pero por dentro sintió náuseas.
– Gilbert D. Wray. Si uno lo dice con un ligero toque afrancesado, se parece a Gilíes de Rais, ¿no?
– ¿Y ése quién es? -preguntó Bundy.
– Un personaje histórico interesante -contestó Jeffrey.
– ¿Ah, sí? -dijo Manson.
– Y Joan D. Archer. Los hijos llamados Henry y Charles. Y vinieron aquí de Nueva Orleáns. Qué obvio. Tendría que haberme dado cuenta en el acto. Pero qué idiota soy.
– ¿Haberse dado cuenta de qué?
– Gilíes de Rais fue una figura importante en la Francia del siglo XIII. Se convirtió en un famoso caudillo militar en la lucha contra los invasores ingleses. Fue, según nos dice la historia, mariscal y uno de los más fervientes seguidores de Juana de Arco. Santa Juana, también conocida como la Doncella de Orleáns. ¿Y las facciones enfrentadas? Como dos niños enrabietados, Enrique de Inglaterra y el delfín, Carlos de Francia.
Una vez más, todos callaron en la habitación por un momento.
– Pero ¿eso qué tiene que ver…? -empezó Starkweather.
– Gilíes de Rais -lo interrumpió Jeffrey-, además de un militar excepcionalmente brillante y, un noble adinerado, fue también uno de los más terribles y prolíficos infanticidas que se han conocido. Se creía que había asesinado a más de cuatrocientos niños en ritos sexuales sádicos dentro de las murallas de su propiedad, antes de que lo descubriesen y finalmente lo decapitasen. Era un hombre enigmático. Un príncipe del mal, que luchó con devoción y un valor inmenso como mano derecha de una santa.
– Cielo santo -se admiró Bundy-. Acojonante.
– Gilíes de Rais desde luego lo era -comentó Jeffrey en voz baja-, aunque seguramente presentó un dilema fascinante a las autoridades competentes del más allá. ¿Qué se hace exactamente con un hombre así? Tal vez cada siglo o así le den un día libre del tormento eterno. ¿Es ésa recompensa suficiente para un hombre que en más de una ocasión le salvó la vida a una santa?
Nadie respondió a su pregunta.
– Bueno, ¿y qué le sugiere que el sujeto haya utilizado ese nombre? -quiso saber Starkweather, enfadado.
Jeffrey no contestó al momento. Había descubierto que disfrutaba con el desasosiego del político.
– Creo que a nuestro objetivo, es decir, a mi padre… bueno, le interesan las cuestiones morales y filosóficas relacionadas con el bien y el mal absolutos.
Starkweather se quedó mirando a Jeffrey con una rabia considerable derivada de la frustración, pero no dijo nada. Jeffrey, sin embargo, rellenó esa pausa momentánea.
– Y a mí también -añadió.
Durante unos segundos, Jeffrey pensó que su aseveración marcaría el final de la sesión. Manson había bajado la barbilla hacia el pecho y parecía estar sumido en profundas reflexiones, aunque continuaba acariciándose la palma con la hoja del abrecartas. De pronto, el director de seguridad plantó el arma sobre el escritorio, que dio un chasquido como la detonación de una pistola de pequeño calibre.
– Creo que me gustaría hablar con el profesor a solas durante un rato -dijo.
Bundy hizo ademán de protestar, pero enseguida cambió de idea.
– Como quiera -dijo Starkweather-. Nos pondrá al corriente de nuevo dentro de unos días, como máximo una semana, ¿de acuerdo, profesor? -Esta última frase encerraba tanto una orden como una pregunta.
– Cuando quieran -dijo Jeffrey.
Starkweather se puso de pie e hizo un gesto a Bundy, que se levantó con dificultad del acolchado sofá y salió en pos del hombre de la oficina del gobernador por la puerta lateral.
El agente Martin también se había levantado.
– ¿Quiere que yo me quede o que me vaya? -preguntó.
Manson apuntó a la puerta.
– Esto no nos llevará más de unos minutos -dijo.
Martin asintió con la cabeza.
– Esperaré justo al otro lado de la puerta.
– Me parece muy bien.
El director aguardó a que el agente saliese para proseguir en voz baja sin inflexiones:
– Me preocupan algunas de las cosas que dice, profesor, pero sobre todo lo que da a entender de forma implícita.
– ¿En qué sentido, señor Manson?
El director se levantó de su asiento tras el escritorio y se acercó a la ventana.
– No tengo suficiente vista -comentó-. No es exactamente lo que quisiera, y eso siempre me ha molestado.
– Perdón, ¿cómo dice?
– La vista -repitió, señalando la ventana con un gesto del brazo derecho-. Abarca las montañas que están al oeste. Es un paisaje bonito, pero creo que preferiría tener vistas a construcciones, o a edificios en obras. Acerqúese, profesor.
Jeffrey se puso de pie, rodeó el escritorio y se colocó al lado de Manson. El director parecía más bajo visto de cerca.
– Es muy hermoso, ¿no? Una vista panorámica. De postal, ¿no?
– Estoy de acuerdo.
– Es el pasado. Es antiguo. Prehistórico. Desde aquí se divisan árboles que datan de hace siglos, formaciones que se originaron hace millones de años. En algunos de aquellos bosques hay lugares que el hombre nunca ha pisado. Desde donde me encuentro, puedo mirar hacia fuera y contemplar la naturaleza casi como era cuando las primeras personas cruzaron el continente pasando muchas penalidades.
– Sí, eso veo.
El director dio unos golpéenos en el cristal.
– Lo que ve es el pasado, También es el futuro
Apartó la mirada, le indicó por señas a Jeffrey que volviese a ocupar su asiento y se sentó a su vez.
– ¿Cree usted, profesor, que Estados Unidos ha perdido un poco el norte, que los consabidos ideales de nuestros antepasados se han desgastado? ¿Desvanecido? ¿Olvidado?
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