John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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Jeffrey, presa de una desesperación repentina y profunda, se preguntó si les quedaba algún secreto.

Apartó a Martin de un empujón para pasar, haciendo caso omiso del súbito torrente de preguntas del inspector, y se dirigió al teléfono para llamar a su madre y prevenirla. No sabía, claro está, que ella estaba mirando cómo un carpintero de la localidad cortaba madera diligentemente para reparar el marco de la puerta y el cerrojo, ansiosa por comunicarle a él exactamente la misma advertencia que él estaba a punto de hacerle.

15 Lo robado

En su cubículo de la oficina, Susan Clayton se preguntaba cuánto tardaría él en resolver su último acertijo. Había pensado que enviar el mensaje cifrado le daría algo de tiempo para descansar y decidir qué debían hacer a continuación ella y su madre. Pero se había equivocado; estar esperando una respuesta sólo la ponía aún más nerviosa. La empujaba a hacer cálculos inciertos: había enviado el último apéndice a su columna periódica por correo electrónico la noche anterior; la revista llegaría a los quioscos al final de esa semana, y más o menos al mismo tiempo se pondría a disposición de los suscriptores que la leían por ordenador. Las preguntas que ella había formulado como enigmas no eran tan difíciles; a él le llevaría un día, quizá dos, descifrarlas y aclararlas. Luego elaboraría una respuesta.

Pero el modo en que le haría llegar dicha respuesta era un enigma indescifrable para ella.

Estaba acurrucada en un rincón de su espacio de trabajo, alerta al sonido de cualquiera que se acercara. Les había indicado a los guardias de seguridad del edificio y a los recepcionistas de la oficina que grabaran con las cámaras de vídeo a todo aquel que preguntara por ella y que confiscaran cualquier documento de identificación que presentaran, ya fuera falso o no. Cuando le preguntaron por qué, ella respondió que tenía problemas con un ex novio. Era una mentira inofensiva que parecía prevenir casi cualquier posible mal.

Intentó persuadirse de que el miedo era como una prisión y que, cuanto más temiese a aquel hombre, más ventajas tendría éste sobre ella.

El problema era: ¿qué quería él?

No en un sentido general, sino específico.

Susan creía que, si supiese la respuesta, podría hacer algo, o al menos tomar alguna medida útil. Sin embargo, sin una noción firme de las reglas del juego, no tenía la menor idea de cómo jugar, y menos aún de cómo ganar. Con una sequedad en los labios que habría debido atribuir al miedo, se dio cuenta de que tampoco sabía qué era lo que estaba en juego.

Pensó en su álter ego. Mata Hari sabía lo que arriesgaba al jugar a ser espía.

Si perdía ese juego el único resultado posible era la muerte.

Había jugado y había perdido. Susan aspiró hondo y despacio, y en ese momento deseó haber elegido otro seudónimo. «Penélope», pensó. Mantuvo a raya a los pretendientes con su estratagema de tejer y destejer, hasta el día que Ulises volvió a casa. Éste habría sido un álter ego con connotaciones menos peligrosas para ella.

Se acercaba la hora del almuerzo, y se volvió hacia la ventana. Vio las calles del centro de Miami inundarse de oficinistas. Le recordó un documental que había visto sobre un río africano durante la temporada seca; el nivel del agua había descendido lo suficiente para que los animales sedientos se acercasen peligrosamente a los cocodrilos que acechaban en el lecho lodoso. El documental mostraba el equilibrio entre la necesidad y la muerte, un mundo de riesgo. A Susan la había fascinado el vínculo entre los depredadores y las presas.

Ahora, mientras miraba desde su ventana, se le ocurrió que el mundo estaba más próximo a este terror natural que nunca; los trabajadores de las oficinas salían de las mismas en grupos y se dirigían a los restaurantes del centro, exponiéndose a los peligros que pudiera encerrar la calle de día. Estaban a salvo en casi todo momento. Salían a la calle soleada, disfrutaban de la brisa, pasaban de los mendigos sin techo sentados con la espalda contra las frías paredes de hormigón, como cuervos sobre un cable. «No se les pasa por la cabeza que puedan estar en presencia de una rabia demencial y homicida que bulle por dentro -pensó ella-. A la hora del almuerzo el mundo pertenece al sol, a las autoridades, a las personas adaptadas al sistema. "¿Sales a comer?" "Claro." No tiene mayor secreto.»

Por supuesto, de vez en cuando alguien salía a comer y acababa muerto. Como los animales obligados por las circunstancias a beber a unos pocos metros de las fauces de los cocodrilos.

«Selección natural -se dijo-. La naturaleza nos hace más fuertes eliminando a los débiles y los tontos de la manada. Como animales.»

Se estaba formando un corro en el centro de su oficina. Oyó las voces que se alzaban para discutir. ¿A un chino o a un bufé de ensaladas? ¿Por cuál de ellos estaríais dispuestos a jugaros el pellejo? Por un momento ella acarició la idea de unirse a ellos, pero se lo pensó dos veces.

Se agachó para comprobar si la pistola automática que llevaba en el bolso estaban cargada. Había una bala en la recámara, y el percutor estaba echado hacia atrás. Sin embargo, el seguro estaba puesto, pero bastaban un leve movimiento del pulgar y una ligera presión en el gatillo para que el arma disparase. El día anterior, con un destornillador y unas pequeñas pinzas de joyero, había afinado la fuerza de tensión de todas sus armas. Ahora sólo se requería poco más de un toque para dispararlas todas, incluido el fusil automático que colgaba al fondo de su armario. Pensó: «No queda tiempo, en este mundo, para preguntarse si está uno haciendo lo correcto. Sólo hay tiempo para apuntar y disparar.»

El grupo del almuerzo y el vocerío que armaban se apretujaron en el interior de un ascensor. Susan aguardó un momento más y luego, colgándose el bolso del hombro, se colocó de manera que pudo deslizar la mano derecha en el interior y agarrar la culata de la pistola, se puso de pie y se marchó sola. Comprendió que de ese modo sería vulnerable a riesgos de todo tipo, pero se percató de que, en aquel mundo de peligro constante e imprevisible, ella había desarrollado una extraña inmunidad, pues en realidad sólo había una amenaza que significara algo para ella.

El calor, como el aliento insistente de un borracho, la golpeó en cuanto salió del edificio de oficinas. Se detuvo por un momento observando las ondas de aire vaporoso que desprendía la acera de hormigón. Después echó a andar, incorporándose al torrente de oficinistas, sin soltar la culata del arma. Vio que había agentes de policía en todas las esquinas, ocultos tras cascos de color negro mate y gafas de espejo. «Protegen a los productivos», pensó. Vigilaban a los empleados que seguían la rutina de su vida. Cuando pasó junto a un par de ellos, oyó crepitar en sus radiocomunicadores la voz metálica e incorpórea de una operadora de la policía que informaba a los agentes de las operaciones que se estaban llevando a cabo en diferentes partes de la ciudad.

Ella se paró, alzó la mirada hacia uno de los edificios y vio el sol reflejarse en su fachada de cristal como una explosión. «Vivimos en una zona de guerra -se dijo ella-. O en un territorio ocupado.» A lo lejos se oía el ulular de una sirena de policía que se alejaba rápidamente, perdiendo intensidad.

A seis calles del edificio había un pequeño establecimiento que vendía sándwiches. Se encaminó hacia allí, aunque no estaba segura de si de verdad tenía hambre o simplemente necesitaba estar sola en medio de las multitudes en movimiento. Decidió que probablemente esto último. No obstante, Susan Clayton era de la clase de persona que necesitaba una justificación artificial para sus actos, aunque fuera con el fin de enmascarar algún deseo más profundo. Se decía a sí misma que tenía hambre y necesitaba ir a buscar algo para comer, cuando en realidad lo que quería era salir del espacio reducido y opresivo de su cubículo, por muy grande que fuera el riesgo que entrañaba. Era consciente de este fallo en su interior, pero tenía poco interés en esforzarse por cambiar.

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