John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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Al caminar se fijó en los balbuceos de los pordioseros, alineados contra las paredes de los edificios, resguardados del sol de mediodía en la exigua sombra. Había cierta constancia en su mendicidad: «¿Lleva algo de suelto?» «¿Veinticinco centavos?» «¿Puede echarme una mano?»

Como prácticamente todo el mundo, hacía caso omiso de ellos.

En otros tiempos había albergues, programas de asistencia, iniciativas de la comunidad para ayudar a los indigentes, pero esos ideales se habían desvanecido con los años. La policía, a su vez, había dejado de «limpiar» las calles: los resultados no compensaban los esfuerzos. No había donde encerrar a los detenidos. Además, era peligroso, a su manera: había demasiadas enfermedades, infecciosas y contagiosas. Enfermedades causadas por la suciedad, la sangre, la desesperación. Como consecuencia, casi todas las ciudades tenían en su seno otras ciudades, sitios en la sombra donde los sin techo buscaban cobijo. En Nueva York, eran los túneles de metro abandonados, al igual que en Boston. Los Ángeles y Miami tenían la ventaja del clima; en Miami se habían apoderado del mundo bajo las autopistas y lo habían llenado de refugios temporales de cartón y chapas de hierro oxidadas y rincones sórdidos; en Los Ángeles, los acueductos ahora eran como campamentos de okupas. Algunas de esas ciudades en la sombra existían ya desde hacía décadas y casi merecían la denominación de barrio, así como figurar en algún mapa, al menos tanto como las zonas residenciales amuralladas de las afueras.

Cuando Susan caminaba a paso ligero por la acera, un hombre descalzo que llevaba de forma incongruente un grueso abrigo de invierno marrón, al parecer ajeno al calor sofocante de Miami, le salió al paso para exigirle dinero. Susan se apartó de un salto y se volvió hacia él para plantarle cara.

El tenía la mano extendida, con la palma hacia arriba. Le temblaba.

– Por favor -dijo-, ¿tiene algo de suelto que pueda darme?

Ella se quedó mirándolo. Vio las llagas supurantes que tenía en los pies bajo una capa de mugre.

– Un paso más y le vuelo la cabeza, maldito cabrón -le espetó.

– No iba a hacerle nada -le aseguró él-. Necesito dinero para… -titubeó por unos instantes- comer.

– Para beber, más bien. O chutarse. Que le den -dijo. No le dio la espalda al hombre, que parecía reticente a abandonar la sombra del edificio, como si dar un paso hacia el sol de justicia que bañaba la mayor parte de la acera fuera precipitarse desde un acantilado.

– Necesito ayuda -alegó el hombre.

– Todos la necesitamos -repuso Susan e hizo un gesto con el brazo izquierdo hacia la pared-. Vuelve a sentarte -dijo, manteniendo el arma firmemente asida con la mano derecha. Se dio cuenta de que el río de oficinistas se desviaba para esquivarla, como si fuera una roca en medio de una corriente de agua.

El sin techo se llevó la mano a la nariz oscurecida por la suciedad y manchada de rojo por el cáncer de piel. Su mano continuaba presa del temblequeo de alcohólico y le brillaba la frente, recubierta en un sudor rancio que le pegaba al cráneo mechones de cabello gris.

– No tenía mala intención, yo -dijo-. ¿Acaso no somos todos hijos de Dios bajo su inmenso techo? Si me ayudas ahora, ¿acaso no vendrá Dios a ayudarte en un momento de necesidad? -Señaló al cielo.

Susan no le quitaba ojo.

– Puede que sí -contestó- y puede que no.

El hombre pasó por alto su sarcasmo y siguió insistiendo, con una cadencia rítmica en la voz, como si los pensamientos que se arremolinaban tras su locura fueran agradables.

– ¿Acaso no nos espera Cristo a todos más allá de esas nubes? ¿No nos dejará beber de su cáliz y nos dará a conocer el auténtico júbilo, haciendo desaparecer todas nuestras penas mundanas en un instante?

Susan permaneció callada.

– ¿Es que no están por llegar sus milagros más grandes? ¿No volverá Él a esta tierra algún día para llevarse a todos y cada uno de sus hijos con sus grandes manos a las puertas del paraíso?

El hombre le sonrió a Susan, mostrándole sus dientes picados. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como si acunase en ellos a un niño, meciéndolo adelante y atrás.

– Ese día llegará. Para mí. Para ti. Para todos sus hijos en la tierra. Sé que ésta es la verdad.

Susan advirtió que el hombre había vuelto la mirada hacia arriba, como si estuviera dirigiendo sus palabras al cielo de un azul excepcional sobre su cabeza. Su voz había perdido la aspereza de la enfermedad y la desesperación, que habían cedido el paso a la jovial euforia de la fe. «Bueno -pensó ella-, si uno tiene que vivir engañado, las fantasías de este hombre al menos son benignas.» Con cautela, metió la mano izquierda en el bolso y rebuscó hasta dar con un par de monedas sueltas que llevaba en el fondo. Las sacó y se las tiró al hombre. Cayeron y tintinearon sobre la acera, y él arrancó rápidamente la vista del cielo y la bajó para buscarlas en el suelo.

– Gracias, gracias -dijo el hombre-. Que Dios te bendiga.

Susan se alejó y echó a anclar a toda prisa por la calle, dejando atrás al hombre, que seguía murmurando en un sonsonete. Cuando se encontraba a unos tres o cuatro metros de él, le oyó decir:

– Susan, te cederá la paz.

Al oír su nombre dio media vuelta bruscamente.

– ¿Qué? -gritó-. ¿Cómo sabes…?

Pero el hombre volvía a estar recostado contra el edificio, encogido, balanceándose adelante y atrás en una ensoñación extraña y enloquecida que sólo significaba algo para él.

Ella dio un paso hacia él.

– ¿Cómo sabes mi nombre? -inquirió.

Pero el hombre mantenía la vista al frente, vacía, como si estuviera ciego, farfullando para sí. Susan se esforzó por distinguir sus palabras, pero sólo alcanzó a entender: «Pronto Jesús nos abrirá las puertas mismas del cielo.»

Ella vaciló por un momento y luego se volvió de espaldas al hombre.

¿ «Susan, te cederá la paz» o «Jesús antecederá a la paz»?

El hombre podría haber dicho cualquiera de las dos cosas.

Susan reanudó la marcha, asaltada por las dudas, volvió ligeramente la cabeza hacia atrás y vio que él había desaparecido. De nuevo dio media vuelta, caminó deprisa hacia donde el hombre estaba acurrucado hacía un momento, escudriñando la calle, intentando localizarlo. No veía nada salvo el torrente de empleados de oficina. Era como si hubiese tenido una alucinación.

Por unos instantes permaneció inmóvil, llena de un terror impreciso. Luego se sacudió la sensación, del mismo modo que un perro se sacude las gotas de lluvia, y prosiguió su camino para comerse el almuerzo que no le apetecía.

Cuando el hombre tras el mostrador la atendió, pensó en tomar yogur con frutas, pero cambió de idea y pidió un bocadillo de jamón y queso suizo con mucha mayonesa. El dependiente pareció dudar.

– Oye, que sólo se vive una vez -comentó ella. Él sonrió, le preparó el bocadillo rápidamente y lo metió junto con un botellín de agua en una bolsa de papel

Susan caminó a lo largo de seis manzanas más con su almuerzo, hasta un parque enclavado junto a un centro comercial, justo frente a la bahía. Había dos agentes de policía montados a caballo a la entrada del parque, observando a la gente que llegaba. Uno tenía su fusil automático atravesado sobre la silla de montar y estaba inclinado hacia delante, como una caricatura moderna de alguna vieja novela barata de vaqueros. Ella casi esperaba que la saludara levantándose el sombrero, pero él se limitó a mirarla desde detrás de sus gafas de sol, sometiéndola al mismo examen visual que a los demás. Susan supuso que, para tener derecho a entrar en el parque y sentarse a comerse un bocadillo a pocos metros de donde el agua de la bahía Biscayne lamía los pilotes de madera, uno debía ser un miembro claramente respetable de la sociedad. Los marginados y los sin techo tenían vedada la entrada a la hora del almuerzo. Por la noche seguramente la cosa cambiaba. Lo más probable es que entonces fuese un suicidio para alguien como ella internarse en el pequeño parque, a no más de treinta metros de la orilla del mar. Los árboles frondosos y los bancos que tan acogedores parecían en el calor del día debían de adquirir un aspecto totalmente distinto tras la puesta de sol; se convertirían en sitios donde esconderse. Eso era lo complicado de la vida, pensó ella: la extraña dualidad que presentaban todas las cosas. Lo que parecía un lugar seguro al mediodía se volvía peligroso ocho horas después. Era como las mareas en los Cayos Altos, que ella conocía tan bien. En un momento cubrían una zona entera de agua, haciéndola segura para la navegación. Al momento siguiente, bajaban llevándose la seguridad con el reflujo. La gente, pensó, debía de ser muy parecida.

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