Cuando hacía estas reflexiones, oyó voces procedentes del vestíbulo. Al volverse vio que Martin estaba de pie, en el centro de la sala de estar, con la metralleta colgando al costado y el rostro enrojecido de rabia. El inspector se disponía a decirle algo cuando el jefe del equipo asomó la cabeza.
– Oigan, ¿quieren hablar con uno de los vecinos? Han venido alegremente por el camino particular para ver qué demonios era todo este jaleo.
– Sí, yo sí quiero -contestó Jeffrey enseguida y pasó junto a Martin, que soltó un resoplido y lo siguió a la puerta.
Un hombre de mediana edad con pantalones color caqui, un suéter morado de cachemira y una correa por la que llevaba sujeto un terrier pequeño y escandaloso que saltaba de un lado a otro a sus pies estaba hablando con dos de los miembros del equipo. Una de las mujeres con atuendo de corredora alzó la vista mientras se desabrochaba el chaleco antibalas.
– Oiga, Martin -dijo-, seguramente le interesará oír esto.
El inspector se acercó.
– ¿Qué sabe usted sobre el propietario de esta casa? -preguntó. El hombre se volvió e intentó hacer callar al perrito, sin resultado.
– No tiene propietario -repuso-. Lleva casi dos años en venta.
– ¿Dos años? Eso es mucho tiempo.
El hombre asintió.
– En este barrio por lo general las casas no permanecen vacías más de seis meses. Ocho, como máximo. Es una urbanización muy agradable. Salió una reseña en el Post, justo después de que estuviera terminada. Muy buen trazado, muy bien comunicada con el centro, muy buenos colegios.
Jeffrey se aproximó también.
– Pero ¿dice que el caso de esta casa es distinto? ¿Por qué?
El vecino se encogió de hombros.
– Me parece que muchos creen que está gafada. Ya sabe lo supersticiosa que puede ser la gente. Por estar en el número trece y todo eso. Les dije que bastaría con que cambiaran el número.
– ¿Gafada? ¿En qué sentido, exactamente?
El hombre asintió.
– No sé si es la palabra más adecuada. No es que esté embrujada ni nada por el estilo, sólo que da mal rollo. Y no entiendo por qué a los demás nos tiene que afectar un pequeño incidente.
– ¿Qué pequeño incidente? -inquirió Jeffrey.
– A todo esto, ¿qué hacen ustedes aquí? -inquirió el hombre con brusquedad.
– ¿Qué pequeño incidente? -insistió Jeffrey.
– La niña que desapareció. Salió en los periódicos.
– Cuénteme.
El hombre suspiró, dio un tirón a la correa cuando el perrito se puso a olisquearle la pierna a un miembro del equipo de Operaciones Especiales y se encogió de hombros.
– La familia que vivía aquí, bueno, se mudó a otro sitio después de la tragedia. Cuando la gente se entera de eso, se desanima. Hay muchas otras casas bonitas en la manzana o en Evergreen, aquí al lado, así que nadie quiere quedarse con la que tiene un pasado sórdido.
– ¿Qué pasado sórdido? -preguntó Jeffrey, cuya paciencia estaba llegando a su límite.
– Una familia agradable. Robinson, se llamaban. -Sin duda. ¿Y?
– Una tarde, justo después de cenar, la niña se alejó por ahí detrás. Estamos al borde de una zona natural protegida muy grande, con mucho bosque y mucha fauna salvaje. A sus catorce años, debería haber tenido el sentido común de quedarse cerca de casa, sobre todo después de la hora de la cena. Nunca he entendido por qué no lo hizo. El caso es que ella se aleja, los padres empiezan a gritar su nombre, todos los vecinos salen con linternas, e incluso llega un helicóptero del Servicio de Seguridad, pero nadie encuentra ni rastro de ella. Ya nadie volvió a verla. No se hallaron pruebas de nada, pero la mayoría de la gente supuso que se la llevaron los lobos, o tal vez unos perros salvajes. Algunos piensan que fue un animal tipo Pie Grande. Yo no, por supuesto. No creo en esas tonterías. Me imagino que simplemente huyó por despecho hacia sus padres tras alguna discusión. Ya sabe cómo son los adolescentes. Entonces se marcha, se pierde y fin de la historia. Hay algunas cuevas en las estribaciones, así que todo el mundo supuso que fue allí adónde se llevaron su cadáver o la devoraron o lo que sea, pero, joder, se necesita un ejército para peinar toda la zona. Al menos, eso dijeron las autoridades. Mucha gente se fue del barrio después de eso. Creo que tal vez soy el único que queda en el vecindario que se acuerda de aquello. No me afectó mucho. Mis hijos ya son mayores.
Jeffrey retrocedió y se reclinó en una de las paredes blancas y desnudas de la casa. Ahora recordaba dónde había visto esa dirección antes: aparecía en una de las crónicas del Post que había recopilado. Conservaba en la mente la imagen vaga y esquiva de una niña sonriente con aparatos en los dientes. La foto también se había publicado en el periódico.
El hombre volvió a encogerse de hombros.
– Los agentes inmobiliarios deberían callarse esa parte de la historia cuando enseñan la casa. Es un lugar agradable. Debería haber gente viviendo aquí. Otra familia. Supongo que tarde o temprano la habrá.
El hombre tiró de nuevo de la correa del perro, aunque esta vez el terrier estaba sentado en el suelo sin hacer ruido.
– Y, joder, si se queda vacía, se desvalorizan las casas de todos los demás.
– ¿Ha visto a alguien por aquí recientemente? -preguntó Martin de pronto.
El vecino negó con la cabeza.
– ¿A quién creían que encontrarían aquí?
– ¿Albañiles, quizás? ¿Agentes inmobiliarios, jardineros, cualquier persona? -inquirió Clayton.
– Pues no lo sé. Tampoco me habría llamado la atención ver a alguien así.
El inspector Martin puso las fotografías impresas por ordenador de Gilbert Wray, su esposa e hijos ante las narices del hombre.
– ¿Le resultan familiares? ¿Ha visto a estas personas alguna vez?
El hombre las contempló por unos instantes y luego sacudió la cabeza.
– No -contestó.
– ¿Y los nombres? ¿Le dicen algo?
El hombre hizo una pausa y luego volvió a negar con la cabeza. -No me suenan de nada. Oiga, ¿de qué va todo esto?
– ¿A usted qué cojones le importa? -espetó Martin, quitándole con un movimiento brusco las fotos al hombre.
El terrier se puso a ladrar y a abalanzarse agresivamente hacia el corpulento inspector, que se limitó a bajar la vista hacia el perro.
A Jeffrey le pareció que Martin se disponía a formular otra pregunta, cuando uno de los miembros del equipo lo llamó desde el interior de la casa.
– ¡Agente Martin! Creo que tenemos algo.
El inspector le indicó por gestos a una de las agentes femeninas, que estaba de pie a un lado, que se acercara.
– Tómele declaración a este tipo. -Y añadió, con un deje de amargura-: Y gracias por su colaboración.
– De nada -respondió el vecino con aire altivo-. Pero sigo queriendo saber qué pasa aquí. También tengo mis derechos, agente.
– Claro que los tiene -dijo Martin con hosquedad.
A continuación, con Clayton siguiéndolo a paso veloz, se encaminó hacia el agente que lo había llamado. Su voz procedía de la zona de la cocina.
Era uno de los hombres disfrazados de técnicos de la compañía de teléfonos.
– He encontrado esto -dijo.
Señaló una encimera de piedra gris pulida situada enfrente del fregadero. Encima había un ordenador portátil pequeño y barato conectado a un enchufe en la pared y a la toma de teléfono que estaba al lado. Junto a la máquina había un temporizador sencillo, de los que se conseguían en cualquier tienda de artículos electrónicos. En la pantalla del ordenador brillaban una serie de figuras geométricas que se movían constantemente, formándose y reformándose en una danza digital irregular, cambiando de color -de amarillo a azul, verde o rojo- cada pocos segundos.
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