John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– Está aquí -dijo Jeffrey en voz baja.

– ¿Qué? ¿Quién está aquí?

Jeffrey señaló. A continuación se levantó, se acercó a la pizarra y, mientras el inspector se sentaba en su silla para leer el texto en la pantalla del ordenador, borró la mitad que tenía el título: «Si el asesino es alguien a quien no conocemos.»

– No lo necesitaremos -comentó, más para sí que para Martin. Se percató de que estaba borrando lo que ya había sido borrado, como un mensaje para él, que se había negado a asimilar. Cuando se volvió, advirtió que las marcas de quemaduras en el cuello y las manos del inspector habían enrojecido y se ponían más oscuras por momentos.

– Carajo -farfulló Martin.

– ¿Puede averiguar desde dónde se envió? -preguntó Jeffrey de pronto-. El mensaje llegó a través de una línea telefónica. Deberíamos poder rastrear el número del que proviene.

– Sí -respondió Martin, ansioso-. Sí, maldita sea, creo que puedo hacer eso. Es decir, debería poder. -Se encorvó sobre el teclado y comenzó a pulsar teclas-. Las autopistas electrónicas son complicadas, pero casi siempre circulan en ambas direcciones. ¿Cree usted que él lo sabe?

Jeffrey creía que era posible, pero no estaba seguro.

– No lo sé -dijo-. Seguramente algún genio de los ordenadores de catorce años del instituto local no sólo lo sabe, sino que podría hacerlo en diez segundos. Pero ¿hasta dónde llegan sus conocimientos de informática? No hay forma de saberlo. Pruebe a ver qué descubre.

Martin continuó tecleando, y vaciló por un momento.

– Ahí está -dijo de repente-. Creo que ya tenemos al maldito cabrón. -Soltó una risotada desprovista de humor-. Ha sido más fácil de lo que pensaba -aseguró el inspector. Levantó los dedos del teclado y los agitó en el aire-. Magia -afirmó.

Jeffrey se inclinó sobre su hombro y vio que el ordenador mostraba un número de teléfono bajo las palabras «origen del mensaje». El agente colocó el cursor sobre el número e introdujo otra orden. A continuación el ordenador le pidió una contraseña, que Martin escribió.

– Es para que el sistema de seguridad nos dé acceso a la información -explicó.

Mientras hablaba, el ordenador arrojó una respuesta, y Clayton vio aparecer un nombre y una dirección debajo del número de teléfono.

– Te tenemos, cabronazo -dijo de nuevo Martin con aire triunfante-. ¡Lo sabía! ¡Ahí tiene a su puto papaíto! -exclamó, enfadado.

Clayton leyó los datos:

Propietario: Gilbert D. Wray; copropietaria/esposa: Joan D. Archer; hijos residentes: Charles, 15, Henry, 12; dirección: Cottonwood Terrace, 13, Lakeside.

Se quedó mirando la dirección. Le resultaba extrañamente familiar.

Había información adicional sobre la ocupación del hombre, que era asesor empresarial, y de la madre, que figuraba simplemente como ama de casa. Constaba la fecha de su llegada al estado número cincuenta y uno, seis meses atrás, y su domicilio anterior, un hotel de Nueva Washington. Antes de eso, la familia había vivido en Nueva Orleáns. Jeffrey se lo señaló al inspector. Martin, que ya estaba cogiendo el teléfono, repuso rápidamente:

– Eso es normal. La gente vende su casa y se muda aquí, se aloja en un hotel mientras formaliza su situación migratoria y consigue una casa nueva. ¡Vamos, joder!

La persona al otro extremo de la línea debió de contestar en ese momento, porque el inspector dijo:

– Aquí Martin. Nada de preguntas. Quiero que un equipo de Operaciones Especiales se reúna conmigo en Lakeside. Ahora mismo. Prioridad máxima.

La impresora instalada junto al ordenador emitió un zumbido, y cuatro hojas de papel salieron por la rendija. El inspector las cogió, las contempló brevemente y se las pasó a Clayton. La primera imagen era una foto de carnet de un hombre de poco más de sesenta años, cuello recio, el cabello muy corto, al estilo militar, y gruesas gafas de pasta negra. La siguiente fotografía era de una mujer más o menos de la misma edad, de rostro demacrado y una nariz ligeramente desviada, como la de un boxeador. También había retratos de los dos hijos. El mayor destilaba una rabia y una hosquedad apenas disimuladas. Debajo de cada imagen constaban la estatura, el peso, las señas particulares y un historial médico moderadamente detallado, los números de la Seguridad Social y de carnet de conducir. También figuraban los números de cuentas bancarias e informes de crédito, así como los expedientes académicos de los chicos. Jeffrey cayó en la cuenta de que había información suficiente para que cualquier policía competente investigase a la persona o diese con ella, si se dictaba una orden de búsqueda.

– Salude a su padre -dijo Martin con brusquedad-. Salúdelo y luego despídase.

Mientras Jeffrey contemplaba las fotos con expresión vacía, sin dar la menor muestra de reconocer a nadie, el inspector se levantó de la silla y cruzó el despacho hacia un archivador de seguridad que estaba en un rincón. Batalló con la combinación por un momento antes de abrir un cajón, introducir la mano y sacar una metralleta Ingram negra y reluciente.

– De fabricación americana -dijo-, aunque algunos de los otros agentes prefieren modelos extranjeros. No entiendo por qué. Yo no. Me gusta que mis armas estén hechas en Estados Unidos, como Dios manda. -El inspector sonrió de oreja a oreja mientras insertaba con un sonoro «clic» un cargador lleno de balas de calibre.45, rechonchas, de aspecto diabólico, con punta de teflón, y se echaba el arma al hombro con un gesto rebosante de seguridad.

La subcomisaría del Servicio de Seguridad de Lakeside tenía un diseño tradicional, al estilo de Nueva Inglaterra; por fuera una oficina de policía de ladrillo rojo, con contraventanas blancas, y por dentro un observatorio moderno e informatizado, un mundo de taquillas de acero gris y ordenadores de plástico beige, todo ello bajo fluorescentes empotrados en el techo y sobre unas moquetas marrones, gruesas, de resistencia industrial, que amortiguaban todos los sonidos. Las ventanas que daban al exterior no eran más que accesorios decorativos, pues el sistema auténtico que se seguía en la subcomisaría para observar el mundo que se hallaba fuera de las paredes era electrónico. Ordenadores, monitores de videovigilancia y dispositivos sensores. Martin aparcó en una zona trasera oculta y se dirigió a toda prisa a la entrada, donde se abrieron unas puertas con un zumbido para franquearle el paso a un pequeño vestíbulo donde se encontraba reunido el equipo de Operaciones Especiales, esperándolo.

El equipo constaba de seis miembros, cuatro hombres y dos mujeres. Iban vestidos de paisano. Las mujeres lucían modernos atuendos de corredoras de colores vivos. Uno de los hombres llevaba un traje conservador azul marino y corbata; otro, un chándal gris raído que había humedecido para que pareciera que había estado haciendo ejercicio. Los otros dos hombres iban vestidos como técnicos de compañía de teléfonos, con téjanos, camisas de trabajo, cascos y cinturones portaherramientas de cuero. Todos estaban ocupados con sus armas cuando Jeffrey los vio, acoplando el cerrojo a sus Uzis, comprobando que los cargadores estuviesen llenos. Advirtió, asimismo, que todas las armas podían llevarse ocultas: el ejecutivo guardó la suya en un maletín; las dos mujeres escondieron las suyas en cochecitos de bebé parecidos, y los operarios en sus juegos de herramientas.

Martin repartió al equipo copias de las fotografías. Se acercó a una pantalla de ordenador y al cabo de unos segundos había introducido la dirección y había aparecido en el monitor una representación topográfica en tres dimensiones de la finca situada en el número 13 de Cottonwood Terrace. Otra orden dio como resultado planos arquitectónicos de la casa. Una tercera entrada produjo una imagen de satélite de la vivienda y su terreno. Los agentes de seguridad se reunieron en torno a ellas y, momentos después, habían decidido dónde se apostaría cada miembro del equipo.

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