– ¿Y la detención? ¿A qué se refería el jefe del equipo con «eliminar»? Me parece que ha preguntado algo…
Martin no respondió enseguida. Se puso a tararear de nuevo y se interrumpió en medio de un verso.
– Clayton, no sea ingenuo. El meollo de la cuestión es que su viejo no se va. Si alguien tiene que recurrir a la fuerza letal, pues que lo haga. Ya ha vivido usted esto antes en otros casos. Conoce las reglas. En esta situación, no se diferencian una mierda de las de Dallas, Nueva York, Portland o cualquiera de esos sitios donde a los malos les gusta joderle la vida a la gente. Lo entiende, ¿verdad? Así que, en cuanto usted me lo pida, lo dejaré a un lado de la carretera para que se quede esperándome en esta bonita zona verde a la agradable sombra de un árbol, matando el tiempo mientras yo voy a aprehender al cabrón de su padre. Si quiere echarse atrás, no tiene más que decirlo. Si no, pasará lo que tenga que pasar.
Jeffrey cerró la boca y no hizo más preguntas. En cambio, contempló las sombras que proyectaban los altos pinos en los patios bien cuidados de aquel mundo residencial tranquilo, remilgado y perfecto.
El inspector Martin detuvo el coche a media manzana de la casa. Se puso un auricular de radio, realizó una comprobación rápida con los miembros del equipo de Operaciones Especiales y ordenó a todos que ocuparan sus puestos. Los dos operarios debían situarse frente a un cuadro de conmutación telefónica al norte de la casa; el ejecutivo y el hombre del chándal en el extremo sur. Las dos mujeres con cochecitos de bebé cubrían la parte posterior mientras paseaban despacio, aparentemente enfrascadas en chismorreos superficiales. Martin y Clayton debían llegar en coche hasta la puerta principal y llamar a la puerta mientras el equipo se acercaba. Sería una operación sencilla, rápida, de libro. Si la ejecutaban debidamente, ni siquiera los vecinos se darían cuenta de que se estaba llevando a cabo una detención hasta que llegaran las unidades de refuerzo. Cuatro vehículos del Servicio de Seguridad con agentes uniformados aguardaban órdenes, alineados a una manzana de distancia.
– ¿Listo? -preguntó Martin, pero avanzó sin esperar respuesta.
A Jeffrey se le aceleró la respiración.
Era consciente de que, en algún rincón recóndito de su ser, lo castigaban los sentimientos. También era consciente de que su excitación creciente prevalecía sobre todas las dudas que se planteaba y eclipsaba sus emociones. Notaba una frialdad extraña, casi como la de un niño en el momento en que descubre que Papá Noel no existe y no es más que un mito inventado por los adultos. Rebuscó en su interior tratando de encontrar algún sentimiento razonablemente concreto al que aferrarse, pero fue en vano.
Se sentía como si apenas le corriese sangre por las venas, helado y rígido.
El inspector enfiló con el coche un camino de acceso circular que conducía a una casa moderna de dos plantas y cuatro habitaciones que, como la población de la que venían, imitaba el estilo colonial de Nueva Inglaterra. El mundo era de un color gris poco definido, y la claridad a su alrededor se apagaba a ojos vistas, de modo que los faros de los coches de policía sin marcar, más que iluminar la casa, simplemente se fundían con la penumbra del ocaso.
El interior de la casa estaba a oscuras. Clayton no veía nada que se moviera dentro.
Martin frenó bruscamente.
– Vamos allá -dijo, apeándose con presteza.
Se echó la metralleta a la espalda de manera que alguien que estuviera mirando por la ventana no alcanzase a verla, y se acercó a toda prisa a la puerta principal.
– ¡Estoy frente a la puerta! -susurró a su micrófono-. Iniciad la aproximación.
Le indicó por señas a Clayton que se colocara a un lado y dio unos golpes contundentes a la puerta con los nudillos.
Con el rabillo del ojo, Jeffrey vio a los otros miembros del equipo abalanzarse hacia la casa. Martin llamó de nuevo, con fuerza. Esta vez gritó:
– ¡Servicio de Seguridad! ¡Abran!
Seguía sin oírse sonido alguno procedente del interior.
– ¡Mierda! -exclamó Martin. Echó un vistazo por la ventana que estaba junto a la puerta-. ¡Todos adentro!
El inspector retrocedió un paso y le asestó una patada a la puerta principal, que retumbó como un cañonazo. La puerta se bamboleó y se combó, pero no se vino abajo.
– ¡Joder! -Se volvió hacia Clayton-. ¡Vaya al coche a buscar el puto rompepuertas! ¡Ahora!
Mientras Jeffrey se dirigía hacia el vehículo para recoger el mazo con que derribarían la puerta, oía a los miembros del equipo gritar a lo lejos, y al mismo tiempo el crepitar de sus voces a través del auricular que llevaba el inspector, lo que producía algo parecido a un efecto estereofónico como el de un sistema de altavoces. Martin se arrancó el receptor de la oreja y gesticuló exageradamente hacia Jeffrey.
– ¡Vamos, maldita sea!
Clayton agarró el ariete de hierro del asiento trasero y se lo llevó al inspector.
– ¡Deme eso de una puta vez! -gritó Martin, arrebatándoselo a Jeffrey. Reculó un par de pasos frente a la puerta y, enfurecido, tomó impulso con el mazo hacia atrás, para acto seguido estamparlo contra la madera. Esta vez salieron volando astillas. Martin gruñó por el esfuerzo y descargó un segundo mazazo. La puerta se abrió de repente con gran estrépito. El rompepuertas cayó al suelo con un golpe sordo, y Martin deslizó la metralleta hacia delante, atravesando el umbral de un salto.
– ¡Estoy dentro! -gritó-. ¡Estoy dentro!
Jeffrey entró a pocos centímetros de él.
Martin arrimó bruscamente la espalda a una pared, girando mientras cubría el vestíbulo oscuro con su arma, accionando a la vez el mecanismo de carga de la metralleta, que emitió un fuerte chasquido metálico.
Y resonó.
Ese eco fue la primera impresión que se llevó Jeffrey. Lo dejó perplejo, hasta que entendió qué significaba. Se dejó caer junto al inspector.
– Puede tranquilizarse -le musitó-. Dígales a los demás que entren por la puerta principal.
Martin no dejaba de apuntar con el cañón del arma a diestro y siniestro.
– ¿Qué?
– Dígales que vengan aquí y que bajen las armas. Aquí no hay nadie excepto nosotros.
Jeffrey se enderezó y comenzó a buscar a tientas un interruptor de luz. Tardó unos segundos en encontrar uno, conectado a las lámparas correderas del techo, y las encendió. El resplandor que los envolvió les permitió ver lo que Clayton ya había intuido: la casa estaba vacía. No sólo no había personas, sino tampoco muebles, alfombras, cortinas ni vida.
Martin dio unos pasos vacilantes hacia delante, y sus pisadas sobre el entarimado repercutieron en el espacio vacío, al igual que el sonido de su arma momentos antes.
– No lo entiendo -dijo.
Jeffrey no respondió, pero pensó: «Bueno, inspector, ¿de verdad imaginaba que sería tan sencillo? Un par de averiguaciones con el ordenador y ¡bingo! Ni en broma.»
Los dos hombres entraron en la sala de estar vacía. A su espalda, oían los ruidos del equipo de Operaciones Especiales, que se había congregado a la entrada principal. El jefe del equipo, con su traje, entró en la habitación.
– Nada, ¿no?
– Por ahora, no -respondió Martin-, pero quiero que se registre este sitio por si hay indicios de actividad.
– Rojo uno -dijo el hombre trajeado-. Sí, claro.
Martin lo fulminó con la mirada, pero el jefe del equipo hizo caso omiso de él.
– Pediré que se anule el envío de refuerzos. Les diré que vuelvan a sus patrullas habituales.
– Gracias -dijo Martin-. Joder.
Jeffrey caminó despacio por la sala vacía. «Aquí hay algo -pensó-. Hay una lección que aprender. Este vacío es tan significativo como cualquier otra cosa. Sólo hay que saber cómo interpretarlo.»
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