Ignacio García-Valiño - El Corazón De La Materia

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¿Serías capaz de cuestionar tus más firmes creencias para descubrir la verdad sobre la persona que amas?
Lucas Frías es un joven y prometedor científico. Cuando su novia Elena muere en un misterioso accidente, Lucas emprende una investigación para descubrir la naturaleza del suceso a partir de su legado: una valiosa figurilla precolombina, un pasado común con un compañero de excavación y los números de la combinación de una caja fuerte que esconden una fecha clave. Éste será el inicio de un viaje revelador que le llevará de las calles de París al desierto de Atacama, en Chile, y le sumergirá en un inquietante mundo de videntes, mentalistas, peligrosos embaucadores y físicos cuánticos que se mueven al filo de lo racional. Por el camino descubrirá nuevos interrogantes que dinamitarán su escepticismo científico y le harán asomarse al territorio de lo sobrenatural.
El corazón de la materia es, además de una historia de amor, una reflexión sobre los límites de la ciencia y una audaz indagación sobre la realidad de los fenómenos paranormales.
Ignacio García-Valiño cuestiona la fe, la razón científica, los creyentes y los escépticos, para buscar la verdad de lo invisible, pero sobre todo construye una intriga hipnótica y cautivadora, cargada de suspense, que sin duda emocionará a los lectores.

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La mayoría de la gente acepta un trabajo que no le gusta, siempre y cuando no lo martiricen y le asignen un salario satisfactorio. La mayoría de la gente acepta que el trabajo no proporciona placer alguno, que hay que hacerlo sin más, y a ser posible hacerlo bien, para que no haya quejas. Yo supuse que sería como la mayoría de la gente, que me resignaría a una aceptación dócil, a una tácita rutina.

No tragaba su proyectazo, no tragaba al Proyectazo. Mientras cubría el expediente, miraba por la ventana que apenas se remontaba del nivel del suelo y pensaba en Ginebra; aquéllos sí que eran sótanos, aquéllas sí que eran máquinas; pensaba en las verdaderas oscuridades de la materia, en los evanescentes quarks, en la escala última de la realidad, la escala de Planck; pensaba en mi futuro con nostalgia del pasado.

Decidí no transmitir a mi pareja esta insatisfacción, porque sabía que, entonces, entraríamos en un círculo vicioso: se sentiría responsable de mi apatía y me aconsejaría regresar al extranjero, pero entonces yo no estaría dispuesto a eso, no me iba a retractar de mi decisión, no aceptaría mi fracaso. Ella intentaría convencerme de que hiciera lo que deseaba y yo intentaría convencerla de que deseaba lo que tenía, y todo este pequeño drama de pareja para no avanzar en ninguna dirección, para malgastar palabras e inútiles sentimientos. Así que me impuse el silencio y el disimulo.

Mi relación con Elena entró en una nueva fase: el hermetismo. La quería herméticamente, le reprochaba herméticamente estar allí, lejos de donde apuntaba mi brújula, de mi norte magnético. Cuando cerraba los ojos las veía, las partículas, irregulares y quebradas órbitas, hermosas como pétalos de dalia.

Todavía sentía el zumbido del lejano anillo subterráneo, las cúpulas de hormigón, las válvulas de regulación para la temperatura del helio líquido, los tubos de potencia, los fototubos, reveladores, contadores Geiger-Müller, los fotomultiplicadores, las cavidades superconductoras, los intensificadores de imágenes de fibra óptica, los medidores de densidad, los electroimanes y fotodiodos y galvanómetros y alimentadores y juntas de acoplamiento, los paneles de láser, las válvulas. Aquel ambiente efervescente, la actividad febril y, en los entreactos, las conferencias de alto nivel, el río de los descubrimientos.

Éste es, en esencia, el análisis de la situación en aquellos días en que observaba sin inmutarme los esfuerzos de Elena por salvar la relación. Un análisis cuyo principal defecto era su carácter unilineal: en mí empezaba y en mí terminaba. Mis circunstancias y sentimientos eran la explicación a todo lo demás. Unilineal era también mi perspectiva, mi posición con respecto a Elena, y no tenerla en cuenta era la principal causa de nuestra infelicidad.

El amor, como la materia, se basa en simetrías. El hombre y la mujer se buscan para formar la paridad. Cada persona necesita encontrar su complementaria, como una partícula tiene su simetría en otra antipartícula. Cada quark tiene su antiquark. Cuando nos enamoramos, pensé que había encontrado mi antipartícula.

Sé poco de las leyes del amor. Tal vez no difieran mucho de las leyes de la mecánica cuántica: el romance entre la partícula y su antipartícula es dramáticamente efímero. Tras el contacto, se aniquilan mutuamente. He ahí la paradoja: unirse para aniquilarse. El quark y el antiquark se destruyen emitiendo un gran número de partículas. El hombre y la mujer lo hacen liberando un gran despliegue de energía. El amor es destrucción.

5

De forma inesperada llegó a mi buzón un pequeño paquete de cartón. Un envío de Elena, tres semanas después de la muerte de Elena. Tenía el tamaño de un libro de bolsillo. El nombre del remitente, ella misma, escrito con su inconfundible letra pequeña trazada con estilográfica no dejaba lugar a dudas. Pero los muertos no escriben, me dije. Los muertos no envían mensajes, ni siquiera a quienes más daño les han hecho. Me recorrió un escalofrío. ¿De qué averno procedía? No iba dirigido a mí, sino al señor Gustavo Valenzuela. Todo se debía a algún error. Había una nota garrapateada por algún funcionario de Correos: «Destinatario desconocido». Había sido enviado al Museo San Miguel de Azapa, Camino Azapa, Km. 12, Arica, Chile.

El mensaje me llegaba como el lejano destello de una estrella muerta, un destello que contiene información esencial para el observador, sobre las fluctuaciones y turbulencias del pasado.

No había elección posible: lo abrí. Contenía una carta en un sobre y algo más: un pequeño objeto duro envuelto en un rollo de gomaespuma, y atado por una simple goma de pelo. Retiré el envoltorio y lo observé a la luz de la ventana. Luego le apliqué la lupa. Era una reliquia indígena, tallada en jade, del tamaño de media nuez. Una pequeña y bella máscara. Por detrás llevaba aplicada una diminuta argolla para usarla de colgante. Me era vagamente familiar. Elena solía ponérsela al cuello en ocasiones especiales. Nunca me había fijado mucho en ella, ni siquiera había reparado en que era una máscara; tan sólo me había fijado en su brillante verde jade.

A continuación extraje del sobre una cuartilla fechada el 8 de noviembre de 1992. Me recorrió un escalofrío: era el día anterior a su muerte.

Querido Gustavo:

No sé dónde estarás ahora, pero confío en que te llegue esta carta a través del museo, o que se la entreguen a tu padre y él te la reenvíe a tu domicilio.

Después de mucho pensarlo, creo que lo mejor es devolverte la máscara. No me quedaría tranquila sabiendo que no está en el lugar que le pertenece.

Sé que suena a superstición, pero mi vida comenzó a descarrilar el día en que la hallamos en el enterratorio. Es como si portara una maldición. Nunca debí haberla aceptado, aunque sólo fuera por el doloroso recuerdo que me trae.

Ha pasado mucho tiempo, pero no he olvidado lo que hiciste por mí, ni la discreción que guardaste sobre aquel lamentable acto.

Es muy importante para mí que le des el destino que merece y cerrar este asunto que, aunque pudiera parecer terminado, no lo estaba en mi mente. Con esto me quedo tranquila.

Espero que te vaya todo muy bien. Gracias de nuevo.

ELENA BLANCO

Me quedé desconcertado. ¿Qué significaba todo eso? ¿Quién era Gustavo Valenzuela? ¿Por qué le devolvía la máscara? Me atormentaba que hubiese sido escrita y enviada precisamente el día antes de fallecer. Esto le confería un significado dramático y misterioso.

Todo giraba alrededor de esa máscara de jade, que Elena habría encontrado en algún yacimiento arqueológico durante su estancia en el desierto de Atacama. Una máscara que ella, enigmáticamente, calificaba de «maldita».

¿Por qué se la devolvía a Valenzuela? «No me quedaría tranquila sabiendo que no está en el lugar que le pertenece.» No lograba entenderlo. ¿A qué lugar pertenecía? ¿Se refería a él, a su casa, a su colección de máscaras, a su bolsillo? ¿A un yacimiento de Chile? ¿Por qué no se quedaría tranquila si no estuviera en ese lugar?

Entre 1988 y 1989, Elena vivió en el norte de Chile y trabajó en varios proyectos arqueológicos. Sin duda conoció a Gustavo en esta época. Hipótesis lógica: un arqueólogo, un colega de su equipo. La carta iba dirigida al Museo San Miguel de Azapa, pero Elena no estaba segura de localizarlo allí. No estaba al corriente de sus movimientos, de su lugar de residencia, por tanto, si se trataba de una amistad o algo más, habrían ido perdiendo el contacto. El hecho de haberla enviado casi a ciegas convertía el gesto en algo apremiante y desesperado.

Es de suponer que el paquete iba dirigido a su lugar de trabajo, en el que con más seguridad se encontraba todavía el padre de Gustavo, con la esperanza de que se la reenviara.

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