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Arundhati Roy: El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Arundhati Roy El Dios De Las Pequeñas Cosas

El Dios De Las Pequeñas Cosas: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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– Ammu, no estás enfadada -susurró feliz. Su madre la quería un poco más.

– No. -Ammu la volvió a besar-. Buenas noches, cariño. ¡Que Dios te bendiga!

– Buenas noches, Ammu. ¡Que Estha suba pronto!

Y cuando Ammu se marchaba oyó el susurro de su hija.

– ¡Ammu!

– ¿Qué?

Somos de una misma sangre, tú y yo.

Ammu se apoyó contra la puerta a oscuras, sin ninguna gana de volver a la mesa, donde la conversación giraba como una mariposa en torno a la niña blanca y a su madre, como si ellas fueran los únicos focos de luz. Ammu pensó que se iba a morir; que se iba marchitar y a morir si seguía escuchando una sola palabra más. Si tenía que soportar otro minuto más la sonrisa llena de orgullo, una sonrisa de trofeo de campeonato de tenis, que tenía Chacko. O los celos, subliminalmente sexuales, que emanaban de Mammachi. O la conversación de Bebé Kochamma que, deliberadamente, excluía a Ammu y a sus hijos para dejar claro cuál era su lugar en el esquema de aquella casa.

Al recostarse contra la puerta, en medio de la oscuridad, Ammu sintió que su sueño, su pesadilla de aquella tarde, se agitaba dentro de ella como una onda en el océano que va creciendo hasta convertirse en una ola. El hombre alegre de un solo brazo y piel salada y un solo hombro que acababa abruptamente como un acantilado emergía de entre las sombras de la playa cubierta de vidrios y caminaba a su encuentro.

¿Quién era?

¿Quién podía ser?

El Dios de la Pérdida.

El Dios de las Pequeñas Cosas.

El Dios de la Piel Erizada y de las Sonrisas Prontas.

No podía hacer dos cosas a la vez.

Si la acariciaba, no podía hablarle; si la amaba, no podía dejarla; si hablaba, no podía escuchar; si luchaba, no podía ganar.

Ammu lo deseaba con vehemencia. Su cuerpo lo añoraba con tal intensidad que casi le dolía.

Volvió a la mesa.

21. EL PRECIO DE LA VIDA

Cuando la vieja casa hubo cerrado los ojos somnolientos y se arrellanó en el sueño, Ammu, con una camisa vieja de Chacko sobre la enagua blanca y larga, salió a la galería delantera. Se paseó arriba y abajo durante un rato. Inquieta. Furiosa. Luego se sentó en la silla de mimbre, bajo la cabeza del bisonte con botones por ojos y los retratos del Pequeño Bendecido y de Aleyooty Ammachi, que estaban colgados a los lados. Sus gemelos dormían como siempre que estaban agotados: con los ojos entreabiertos. Dos pequeños monstruos. Habían heredado aquello de su padre.

Ammu encendió su transistor de mandarina. Una voz de hombre chisporroteó entre interferencias. Una canción en inglés que no había oído nunca.

Estaba allí, sentada en medio de la oscuridad. Una mujer sola, que despedía un brillo tenue y miraba el jardín ornamental de su avinagrada tía mientras escuchaba una mandarina. Una voz que llegaba desde lejos. Flotando por el aire a través de la noche. Navegando sobre lagos y ríos. Sobre densas copas de árboles. Dejando atrás la amarilla iglesia. Dejando atrás la escuela. Saltando por la carretera sucia. Subiendo los escalones de la galería. Hasta ella.

Escuchaba la música sin demasiada atención y observaba el frenesí de los insectos que revoloteaban alrededor de la luz, rivalizando por suicidarse.

La letra de la canción fue como un estallido dentro de su cabeza.

No hay tiempo que perder,

la oí decir.

Realiza tus sueños antes de que se esfumen.

No dejes que se extingan siempre.

Si pierdes tus sueños,

perderás la razón.

Ammu encogió las piernas y puso las rodillas contra el pecho. No podía creerlo. La coincidencia de aquellas palabras. Se quedó mirando fijamente el jardín. Ousa, el alechuza, pasó volando en patrulla nocturna. Los carnosos anturios brillaban como si fueran de bronce.

Siguió sentada un rato. Mucho después de que la canción hubiera terminado. Y luego, de pronto, se levantó de la silla y salió de su mundo como hechizada. Rumbo a un lugar mejor, más feliz.

Se movía con rapidez en la oscuridad, como un insecto que va siguiendo un rastro químico. Conocía el sendero que llevaba al río tan bien como sus hijos y podría haber encontrado el camino con los ojos vendados. No sabía qué era lo que la llevaba a ir tan deprisa entre la maleza. Lo que convirtió su caminar en correr. Lo que la hizo llegar a la ribera del Meenachal sin aliento. Sollozando. Como si llegara tarde a algo. Como si su vida dependiera de llegar a tiempo. Como si supiera que él estaría allí. Esperando. Como si él supiera que ella iría.

Él lo sabía.

Lo sabía.

La certeza se le había colado dentro aquella tarde. Limpiamente. Como la hoja afilada de un cuchillo. Cuando la historia metió la pata. Mientras sostenía a su hijita en sus brazos. Cuando sus ojos le dijeron que no era él el único que podía dar regalos. Que también ella tenía regalos que darle, que, en respuesta a sus barquitas, sus cajitas y sus molinitos de viento, ella le podía dar los profundos hoyuelos de su sonrisa. Su suave piel morena. Sus hombros refulgentes. Sus ojos que siempre estaban en otra parte.

Él no estaba allí.

Ammu se sentó en los peldaños de piedra que llevaban al agua. Metió la cabeza entre los brazos y pensó que era una loca por haber estado tan segura. Tan convencida.

Más allá, corriente abajo, en el centro del río, Velutha flotaba de espaldas y mirando las estrellas. Su hermano paralítico y su padre tuerto ya habían cenado lo que él les había preparado y dormían. Así que era libre para tumbarse boca arriba en el río y dejarse llevar despacio por la corriente. Un tronco. Un cocodrilo sereno. Algunos cocoteros se inclinaban, metiéndose en el río, y lo miraban pasar flotando. El bambú amarillo lloraba. Los pececillos coqueteaban con él y se tomaban ciertas libertades. Lo mordisqueaban.

Se dio la vuelta y empezó a nadar. Corriente arriba. A contra corriente. Se volvió hacia la orilla para echar una última ojeada y se quedó flotando y pensando que había sido un loco por haber estado tan seguro. Tan convencido.

Al verla, casi se ahogó por la emoción. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no hundirse. Se mantuvo a flote, en vertical, de pie en medio de un río oscuro.

Ella no veía su cabeza balanceándose sobre el río oscuro. Podía ser cualquier cosa. Un coco flotando. De todos modos, no estaba mirando. Tenía la cabeza metida entre los brazos.

La observó. Se tomó su tiempo.

Si hubiera sabido que estaba a punto de entrar en un túnel cuya única salida consistía en su propia aniquilación, ¿se habría alejado?

Tal vez sí.

Tal vez no.

¿Quién puede saberlo?

Empezó a nadar hacia ella. En silencio. Cortando el agua sin hacer ruido. Casi había alcanzado la orilla cuando levantó la vista y lo vio. Sus pies tocaron el lecho fangoso. Cuando salió del río oscuro y se puso a subir por los peldaños de piedra, ella comprendió que el mundo en el que estaban era el mundo de Velutha. El mundo al que él pertenecía. Pertenecía al agua. Al lodo. A los árboles. A los peces. A las estrellas. ¡Se movía con tanta facilidad entre ellos…! Al mirarlo, comprendió la esencia de su belleza. Cómo le había configurado su trabajo. Cómo la madera que tallaba lo había tallado. Cada tablón que había trabajado, cada clavo que había clavado, cada cosa que había hecho, lo había moldeado. Había dejado su impronta en él. Le había dado su fuerza, su ductilidad y su armonía.

Llevaba una fina tela blanca pasada entre las piernas oscuras y enrollada alrededor de las caderas. Se sacudió el agua del pelo. Ella le vio sonreír en la oscuridad. Su sonrisa blanca, súbita, la que había llevado consigo desde la infancia hasta la edad adulta. Su único equipaje.

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