Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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– Por favor, déme cinco minutos antes de que entren.

El inspector Thomas Mathew asintió con la cabeza y salió.

Bebé Kochamma se secó el rostro brillante y sudoroso. Estiró el cuello, mirando hacia el techo, para poder limpiar con la punta de su sari el sudor de las arrugas escondidas entre los pliegues de grasa. Besó su crucifijo.

Dios te salve María, llena eres de gracia…

Las palabras de la oración la abandonaron.

Se abrió la puerta. Estha y Rahel fueron conducidos hasta ella. Cubiertos de barro. Empapados de Coca-Cola.

Al ver a Bebé Kochamma se pusieron serios de repente. La mariposa con un pelambre dorsal de una densidad inusual desplegó las alas sobre sus corazoncitos. ¿Por qué había venido ella? ¿Dónde estaba Ammu? ¿Todavía estaba encerrada?

Bebé Kochamma les dirigió una mirada severa. Permaneció callada durante largo rato. Cuando habló, le salió una voz ronca y extraña.

– ¿De quién era la barca? ¿De dónde la habéis sacado?

– Era nuestra. La encontramos. Velutha la arregló para nosotros -susurró Rahel.

– ¿Desde cuándo la teníais?

– La encontramos el día que llegó Sophie Mol.

– ¿Y robasteis cosas de la casa y las llevasteis al otro lado del río en la barca?

– Sólo estábamos jugando…

¿Jugando? ¿Es así como lo llamáis?

Bebé Kochamma los miró durante largo rato antes de volver a hablar.

– El cuerpo de vuestra adorable primita yace en el salón. Los peces le han comido los ojos. Su madre no puede dejar de llorar. ¿A eso lo llamáis jugar?

Una brisa repentina levantó las cortinas floreadas. Rahel vio los jeeps aparcados fuera. Y a gente que pasaba por la calle. Un hombre estaba intentando arrancar su moto. Cada vez que daba una patada al pedal de arranque se le torcía el casco hacia un lado.

Dentro de la oficina del inspector, la mariposa de Pappachi iba de acá para allá.

– Quitarle la vida a una persona es algo terrible -dijo Bebé Kochamma-. Es lo peor que alguien puede hacer. Ni siquiera Dios lo perdona. Lo sabéis, ¿no es así?

Dos cabecitas asintieron dos veces.

– Y, sin embargo -los miró con tristeza-, lo habéis hecho. -Después los miró fijamente-. Sois unos asesinos.

Esperó a que aquellas palabras hicieran efecto.

– Sabéis que no fue un accidente. Sé lo celosos que estabais de ella. Y si los jueces me lo preguntan durante el juicio, tendré que decírselo, ¿no os parece? No puedo mentir, ¿no? -Dio unos golpecitos en la silla que había junto a ella-. Venid, sentaos aquí…

Cuatro nalgas de dos culitos obedientes se apretaron dentro de la silla.

– Tendré que decirles que teníais totalmente prohibido ir solos al río. Contarles que la obligasteis a acompañaros, a pesar de que sabíais que no sabía nadar. Que la tirasteis de la barca en medio del río. No fue un accidente, ¿no es así?

Cuatro ojos como platos la miraban fijamente. Fascinados con el cuento que les estaba contando. Y entonces, ¿qué pasó?

– Así que ahora tendréis que ir a la cárcel -dijo Bebé Kochamma con dulzura-. Y vuestra madre irá a la cárcel por culpa vuestra. ¿Os gustaría eso?

Unos ojos asustados y una fuente la miraron.

– Los tres en distintas cárceles. ¿Sabéis cómo son las cárceles en la India?

Dos cabecitas negaron dos veces.

Bebé Kochamma expuso sus argumentos. Ofreció unas descripciones muy vividas (extraídas de su imaginación) de la vida en la cárcel. De la comida llena de cucarachas. De la chhi-chhi amontonada en los retretes como montañas pardas y blandas. De las chinches. De las palizas. Hizo hincapié en la cantidad de años que Ammu estaría encerrada por su culpa. En que sería una mujer vieja y enferma, con la cabeza llena de piojos, cuando saliera de la cárcel, si es que no moría allí dentro, claro. Con su tono de voz dulce y preocupado, desplegó con todo detalle ante ellos el macabro futuro que les esperaba. Cuando hubo destruido completamente todo rayo de esperanza en sus vidas, les ofreció, igual que un hada madrina, una solución. Dios nunca los perdonaría por lo que habían hecho, pero aquí, en la tierra, existía una manera de reparar parte del daño. De salvar a su madre de la humillación y el sufrimiento por su culpa. Eso siempre que estuvieran dispuestos a ser prácticos.

– Por suerte -dijo Bebé Kochamma-, por suerte para vosotros, la policía ha cometido un error. Un error afortunado. -Hizo una pausa-. Sabéis a qué me refiero, ¿no es así?

Había gente atrapada bajo el pisapapeles de vidrio colocado sobre el escritorio del policía. Estha podía verlos. Un hombre y una mujer bailando un vals. Ella llevaba un vestido blanco con las piernas al descubierto.

– ¿No es así?

Había una música de vals de pisapapeles. Mammachi la estaba tocando con su violín.

Ti-ri-ri-rí-ti-rí.

ñaña-ñañá.

– El caso es que lo que pasó ya no tiene solución -decía la voz de Bebé Kochamma-. El inspector dice que morirá de todos modos. Así que, en realidad, a él ya no le va a importar mucho lo que la policía pueda pensar. Lo que importa es si vosotros queréis ir a la cárcel y hacer que Ammu vaya a la cárcel por culpa vuestra. Esa es una decisión que depende de vosotros.

Había burbujas dentro del pisapapeles, que hacían que pareciera que el hombre y la mujer estaban bailando un vals debajo del agua. Parecían felices. Tal vez fuera el día de su boda. Ella, con su vestido blanco. El, con su esmoquin y su corbata de pajarita. Se miraban fijamente a los ojos.

– Lo único que tenéis que hacer, si queréis salvarla, es ir con el señor inspector. Él os hará una pregunta. Una sola pregunta. Todo lo que tenéis que hacer es decir «Sí». Y después ya nos podremos ir todos a casa. Así de fácil. Es un precio muy bajo el que hay que pagar.

Bebé Kochamma se quedó mirando hacia donde miraba Estha. Era lo único que podía hacer para no acabar cogiendo el pisapapeles y arrojándolo por la ventana. El corazón le latía a toda velocidad.

– ¡Bueno! -dijo, con una sonrisa amplia y frágil y una voz que empezaba a acusar la tensión-. ¿Qué le digo al señor inspector? ¿Qué hemos decidido? ¿Queréis salvar a Ammu o la mandamos a la cárcel?

Como si estuviera ofreciéndoles una elección entre dos diversiones: ¿pescar o bañar a los cerdos? ¿Bañar a los cerdos o pescar?

Los gemelos la miraron y, no al mismo tiempo (pero casi), dos vocecitas asustadas susurraron:

– Salvar a Ammu.

Años más tarde, recrearían aquella escena dentro de sus cabezas. Siendo niños. Siendo adolescentes. Siendo adultos. ¿Hicieron lo que hicieron inducidos por el engaño? ¿Los habían engañado para que condenaran a Velutha?

En cierto modo, sí. Pero tampoco era tan sencillo. Los dos sabían que se les había dado a elegir. ¡Y qué rápido habían elegido! No lo pensaron más allá de un segundo antes de levantar la mirada y decir (no al mismo tiempo, pero casi): «Salvar a Ammu». Salvarnos nosotros. Salvar a nuestra madre.

Bebé Kochamma sonrió de oreja a oreja. El alivio actuó como un laxante. Necesitaba ir al cuarto de baño. Urgentemente. Abrió la puerta y pidió que llamaran al inspector.

– Son unos niños muy buenos -le dijo cuando llegó-. Irán con usted.

– No es necesario que vengan los dos. Con uno basta -dijo el inspector Thomas Mathew-. Cualquiera de los dos. El chico. La chica. ¿Quién quiere venir conmigo?

– Estha -dijo Bebé Kochamma, pues sabía que era el más práctico de los dos. El más dócil. El más previsor. El más responsable-. Ve tú. Eres un buen chico.

Pequeño hombrecito soy. A bordo de un barco voy. (Pim-pim.)

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