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Arundhati Roy: El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Arundhati Roy El Dios De Las Pequeñas Cosas

El Dios De Las Pequeñas Cosas: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Aun así, sacaron las esposas.

Frías.

Con olor a metal. Como los pasamanos de acero de los autobuses y las manos de los cobradores de tanto aferrarse a ellos. Entonces fue cuando vieron que tenía las uñas pintadas. Uno le mantuvo las manos en alto y le movió los dedos con coquetería. Los demás se rieron.

– ¿Qué es esto? -dijo con voz de falsete-. ¿Haces a pelo y a pluma?

Uno de los policías le dio un golpecito en el pene con su bastón.

– Venga, enséñanos tu arma secreta. Enséñanos cómo se te pone de tiesa cuando se la chupas a alguien.

Luego levantó la bota (con ciempiés enrollados en la suela) y la dejó caer con un ruido sordo.

Le esposaron los brazos a la espalda.

Clic.

Y clic.

Bajo una Hoja de la Buena Suerte. Una hoja otoñal por la noche. Que hacía que los monzones llegasen a su debido tiempo.

Tenía la carne de gallina en el punto en que las esposas le tocaban la piel.

– No es él -le susurró Rahel a Estha-. Seguro. Es su hermano gemelo. Urumban. El de Kochi.

Poco dispuesto a refugiarse en ficciones, Estha no dijo nada.

Alguien les estaba hablando. Un amable policía Tocable. Amable con los de su clase.

– ¿Estáis bien, niños?, ¿estáis bien? ¿Os ha hecho daño?

Y no al mismo tiempo, pero casi, los gemelos contestaron muy bajito.

– Sí. No.

– No os preocupéis. Ahora, con nosotros, estáis a salvo. Luego los policías echaron una mirada alrededor y vieron la estera de paja.

Los cacharros y las sartenes. El pato hinchable.

El koala de propaganda de Qantas con botones medio caídos por ojos.

Los bolígrafos con calles londinenses dentro.

Los calcetines con los dedos de colores separados.

Las gafas de sol rojas de plástico con montura amarilla.

Un reloj con la hora pintada.

– ¿De quién es esto? ¿De dónde ha salido? ¿Quién lo ha traído? -preguntaron con un poco de preocupación en la voz.

Estha y Rahel, llenos de peces, se quedaron mirándolos.

Los policías se miraron entre sí. Sabían lo que tenían que hacer.

Cogieron el koala de propaganda de Qantas para sus hijos.

Y los bolígrafos y los calcetines. Hijos de policías con calcetines con los dedos de colores.

Quemaron el pato con un cigarrillo. Bang. Y enterraron los trozos de goma quemada.

Un pato inútil. Demasiado fácil de reconocer.

Las gafas se las puso uno de ellos. Los demás se rieron, así que se las dejó puestas un rato. Del reloj se olvidaron todos. Se quedó en la Casa de la Historia. En la galería trasera. Un registro defectuoso del tiempo. Las dos menos diez.

Se fueron.

Seis príncipes con los bolsillos llenos de juguetes.

Un par de gemelos heterocigóticos.

Y el Dios de la Pérdida.

No podía andar. Así que lo llevaban a rastras.

Nadie los vio.

Los murciélagos, por supuesto, son ciegos.

19. SALVAR A AMMU

En la comisaría, el inspector Thomas Mathew mandó que trajeran dos Coca-Colas. Con pajitas. Un agente muy servil las trajo sobre una bandeja de plástico y se las ofreció a los dos niños cubiertos de barro que estaban sentados frente al inspector, y cuyas cabecitas apenas sobresalían por encima del lío de papeles y documentos que había sobre el escritorio.

Así que, otra vez, en el periodo de dos semanas, le sirvieron a Estha miedo embotellado. Frío. Lleno de burbujas. A veces las cosas iban peor con Coca-Cola.

Las burbujas se le metieron por la nariz. Eructó. Rahel soltó una risilla y después se puso a soplar por la pajita hasta que la bebida empezó a salirse de la botella y a caerle en el vestido. Y por todo el suelo. Estha leyó en voz alta el letrero que había en la pared.

– dutircluP -dijo-. dutircluP, aicneidebO,

– datlaeL, dadirgetnl -dijo Rahel.

– aísetroC.

– dadilaicrapmI.

– nóicagenbA.

Hay que decir en su favor que el inspector Thomas Mathew no perdió la calma. Se dio cuenta de cómo aumentaba la incoherencia en los niños. Notó que tenían las pupilas dilatadas. Ya había visto aquello antes… La válvula de escape del cerebro humano. Su manera de afrontar el trauma. Fue indulgente con todo ello y formuló las preguntas con gran inteligencia. De modo inofensivo. Entre un «¿Cuándo es tu cumpleaños, chico?» y un «¿Cuál es tu color preferido, chica?».

Poco a poco, de forma inconexa y deshilvanada, las cosas comenzaron a tener sentido. Sus hombres le habían informado de que había cacharros y cacerolas, una estera de paja, juguetes imposibles de olvidar. Ahora todo empezaba a encajar. Al inspector Thomas Mathew no le hacía ninguna gracia. Envió un jeep a buscar a Bebé Kochamma. Se aseguró de que los niños no estuvieran en el despacho cuando llegó. No la saludó cuando entró.

– Tome asiento -le dijo.

Bebé Kochamma presintió que pasaba algo terrible.

– ¿Los han encontrado? ¿Ocurre algo?

– Ocurre de todo -le aseguró el inspector.

Por su mirada y el tono de su voz, Bebé Kochamma se dio cuenta de que esta vez estaba tratando con una persona diferente. Aquél no era el complaciente policía del encuentro anterior. Se dejó caer en una silla. El inspector Thomas Mathew no se anduvo con rodeos.

La policía de Kottayam había actuado basándose en una declaración escrita y firmada por ella. Se había atrapado al paraván. Por desgracia, había resultado gravemente herido en el enfrentamiento y lo más probable era que no pasara de aquella noche. Pero ahora los niños decían que ellos se habían marchado por voluntad propia. Que su barca había volcado y que la niña inglesa se había ahogado por accidente. Lo cual hacía que la policía tuviera que cargar con la responsabilidad de la muerte en la comisaría de un hombre que, en teoría, era inocente. Cierto que era un paraván. Cierto que se había comportado mal. Pero corrían tiempos difíciles y teóricamente, según la ley, era un hombre inocente. No había cometido ningún delito.

– ¿Intento de violación? -sugirió Bebé Kochamma, con voz débil.

¿Dónde está la denuncia de la víctima de la violación? ¿Alguien la ha puesto? ¿Ha declarado? ¿Ha venido con usted?

El tono del inspector era agresivo. Casi hostil.

Bebé Kochamma parecía haberse encogido. Bolsas de carne le colgaban debajo de los ojos y de la mandíbula. El miedo la invadió y la saliva se le tornó amarga dentro de la boca. El inspector le alcanzó un vaso de agua.

– El asunto es muy sencillo. Una de dos: la víctima de la violación tiene que poner una denuncia por escrito, o los niños tienen que identificar al paraván como su secuestrador en presencia de un testigo de la policía. O… -Esperó a que Bebé Kochamma lo mirara-. O tendré que acusarla de presentar una denuncia falsa. Lo cual es delito.

El sudor hizo que la blusa azul clara de Bebé Kochamma comenzara a adquirir manchas oscuras. El inspector Mathew no la apremió en ningún momento. Sabía que, dado el clima político, podía encontrarse metido en un serio problema. Era consciente de que el camarada K. N. M. Pillai no dejaría pasar aquella oportunidad.

Estaba furioso consigo por haber actuado con tanta precipitación. Cogió una toalla de mano y se la metió por dentro de la camisa para secarse el sudor del pecho y las axilas. La oficina estaba en silencio. Los ruidos de la actividad de la comisaría, el resonar de botas o el quejido ocasional de dolor de alguien a quien estaban interrogando, parecían distantes, como si procedieran de otro lugar.

– Los niños harán lo que se les diga -dijo Bebé Kochamma-. ¿Podría hablar con ellos a solas un momento?

– Como quiera.

El inspector se levantó para abandonar la oficina.

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