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Arundhati Roy: El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Arundhati Roy El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Y Estha fue.

El Embajador E. Pelvis. Con los ojos como platos y un tupé deshecho. Un embajador bajito flanqueado por dos policías altos, camino de una terrible misión en lo más profundo de las entrañas de la comisaría de Kottayam. Sus pasos resonaban sobre el suelo de piedra.

Rahel se quedó en la oficina del inspector escuchando los soeces ruidos que hacía Bebé Kochamma al aliviar su intestino en el cuarto de aseo que el inspector tenía al lado.

– No funciona la cisterna. ¡Qué horror…! -dijo cuando salió, avergonzada de pensar que el inspector vería el color y la consistencia de su deposición.

El calabozo estaba oscuro como boca de lobo. Estha no podía ver absolutamente nada, pero podía oír el sonido de una respiración áspera y dificultosa. El olor a excrementos hizo que le dieran arcadas. Alguien encendió la luz. Brillante. Cegadora. Velutha apareció sobre aquel suelo resbaladizo y cubierto de musgo. Un genio destrozado, invocado por una lámpara moderna. Estaba desnudo, su sucio mundu se había desatado. La sangre le brotaba del cráneo como un secreto. Tenía la cara hinchada y su cabeza parecía una calabaza demasiado grande y pesada para el tallo que la sostenía. Una calabaza con una sonrisa monstruosa y al revés. Las botas de los policías retrocedieron frente a un charco de orina que surgía de aquel cuerpo y se iba extendiendo. La bombilla, desnuda y brillante, se reflejaba en aquel charco.

Peces muertos salieron a flote dentro de Estha. Uno de los policías tocó a Velutha con el pie. No hubo respuesta. El inspector Thomas Mathew se puso de rodillas y pasó la llave de su jeep por la planta del pie de Velutha. Los ojos hinchados se abrieron. La mirada deambuló por la habitación hasta que distinguió, por entre la película de sangre que le cubría los ojos, el rostro de un niño amado y quedó clavada en él. Estha se imaginó que algo en él había sonreído. No su boca, sino alguna parte de su cuerpo que no estuviera herida. Su codo, tal vez. O su hombro.

El inspector hizo su pregunta. La boca de Estha dijo: «Sí».

La infancia se alejó de puntillas.

El silencio se deslizó dentro de él, como un rayo.

Alguien apagó la luz y Velutha desapareció.

De regreso a casa, Bebé Kochamma hizo parar el jeep de la policía en uno de los establecimientos de Galenos Responsables y compró una caja de tranquilizantes Calmpose. Les dio dos a cada uno. Para cuando llegaron a Chungam Bridge ya se les estaban cerrando los ojos. Estha le susurró algo a Rahel al oído.

– Tenías razón. No era él. Era Urumban.

– ¡Gracias a Dios! -respondió Rahel con un susurro.

– ¿Dónde crees que estará?

– Habrá huido a África.

Cuando se los entregaron a su madre, estaban profundamente dormidos, flotando en aquella ficción.

Hasta la mañana siguiente, hasta que Ammu se la arrancó de golpe. Pero para entonces ya era demasiado tarde.

El inspector Thomas Mathew, hombre de experiencia en aquellos asuntos, tenía razón: Velutha no pasó de aquella noche.

Poco después de la medianoche, la Muerte fue a buscarlo.

¿Y a la pequeña familia acurrucada y dormida sobre una colcha azul bordada con punto de cruz? ¿Quién fue en su busca?

La Muerte no. Sólo el fin de la vida.

Después del entierro de Sophie Mol, cuando Ammu los volvió a llevar a la comisaría y el inspector escogió sus mangos (Tap, tap), ya se habían llevado el cuerpo. Lo habían tirado al themmady kuzhy (la fosa común), que es donde la policía suele tirar, rutinariamente, a sus muertos.

Bebé Kochamma se quedó aterrada cuando se enteró de que Ammu había ido a la comisaría. Todo lo que Bebé Kochamma había hecho se basaba en una suposición. Había dado por sentado que Ammu, hiciera lo que hiciese, por más furiosa que estuviera, nunca admitiría públicamente su relación con Velutha. Porque, según Bebé Kochamma, aquello significaría su propia destrucción y la de sus hijos. Para siempre. Pero Bebé Kochamma no había tenido en cuenta el Lado Peligroso de Ammu. La Mezcla Inmezclable: la infinita ternura de la maternidad y la cólera temeraria de una terrorista suicida.

La reacción de Ammu la dejó anonadada. La tierra se abrió bajo sus pies. Sabía que tenía a un aliado en el inspector Thomas Mathew. Pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Y qué sucedería si lo trasladaban y se reabría el caso? Lo cual podía pasar, dada la multitud de militantes del partido que el camarada K. N. M. Pillai había logrado reunir a la puerta de su jardín y que no paraban de gritar y vociferar consignas. Aquello no permitía que los obreros acudieran a trabajar, y grandes cantidades de mangos, plátanos, pinas, ajo y jengibre se pudrían lentamente en las instalaciones de Conservas y Encurtidos Paraíso.

Bebé Kochamma comprendió que tenía que conseguir que Ammu se fuera de Ayemenem lo antes posible.

Y lo logró haciendo aquello que mejor sabía: regar sus plantaciones, nutriéndolas con las pasiones de otras personas.

Empezó a roer como una rata en la despensa del dolor de Chacko. Entre sus paredes plantó un objetivo fácil y accesible para la furia demencial de Chacko. No le fue difícil presentar a Ammu como la verdadera responsable de la muerte de Sophie Mol. A Ammu y a sus gemelos heterocigóticos.

El Chacko que acabó tirando puertas abajo no era más que un toro desesperado revolviéndose de dolor bajo el látigo de Bebé Kochamma. Fue idea suya obligar a Ammu a hacer las maletas y marcharse. Fue idea suya que Estha fuera Devuelto.

20. EL TREN CORREO DE MADRÁS

En la estación término de Cochín, Estha el Solitario estaba en la ventanilla con barrotes del tren. El Embajador E. Pelvis. Una piedra atada al cuello con un tupé. Y una sensación de oleadas verdes, de aguas espesas, de grumos, de algas marinas, de cosas que flotan, de vacío y de lleno. El baúl con su nombre grabado estaba bajo el asiento. La caja del almuerzo con bocadillos de tomate y el termo Águila con un águila estaban en la mesita plegable que tenía enfrente.

Junto a él una señora con un sari verde y púrpura de Kanjeevaram y unos diamantes como abejas refulgentes en las aletas de la nariz le ofreció laddoos amarillos de una cajita de la que estaba comiendo. Estha negó con la cabeza. Ella le sonrió e intentó convencerlo cerrando los ojos, que desaparecieron detrás de las gafas convertidos en unas rajitas, y haciendo un ruido como de besos con la boca.

– Prueba uno. Son muuuy dulces -dijo en tamil. Rombo maduram.

– Dulces -dijo en inglés su hija mayor, que tenía más o menos la edad de Estha.

Estha volvió a decir que no con la cabeza. La señora le acarició el pelo y le deshizo el tupé. Su familia (el marido y tres niños) ya estaba comiendo. En el asiento había grandes migas de laddoos amarillos. Traqueteo del tren bajo sus pies. La luz nocturna azulada todavía sin encender.

El hijo pequeño de la señora la encendió. La señora la apagó. Le explicó al niño que era una luz para dormir. No era una luz para estar despierto.

Todos los vagones de Primera Clase eran verdes. Los asientos, verdes. Las cabinas, verdes. El suelo, verde. Las cadenas, verdes. Verde oscuro, verde claro.

PARA DETENER EL TREN TIRE DE LA PALANCA, decía en Verde.

ARAP RENETED LE NERT ERIT ED AL ACNALAP, pensó Estha en verde.

Ammu le cogía de la mano a través de la ventanilla con barrotes.

– Guarda bien el billete -decía la boca de Ammu. La boca de Ammu tratando de no llorar-. El revisor te lo pedirá.

Estha asintió mirando hacia abajo a la cara de Ammu alzada hacia la ventanilla. Y a Rahel, pequeña y manchada por la suciedad de la estación. Los tres unidos por la certeza, el conocimiento, de que su amor por un hombre le había causado la muerte.

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