Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Müller apoyó las manos en el respaldo de una silla. Era como si de repente se encontrase cansado de permanecer en aquella postura marcial o como si al escuchar que el prometido de Anna estaba vivo, las fuerzas hubieran abandonado su cuerpo. Para ella había sido muy duro encontrarse con Rubén, pero estaba segura de que enterarse de la noticia para él no sería un golpe menos difícil de encajar.

Bajó los ojos Franz Müller y suspiró. Luego, volvió a mirar a Anna.

– Supongo que debo decir que me alegro.

Ella se restañó las lágrimas con el dorso de la mano. Sacudió la cabeza.

– Yo soy la que no sabe qué decir, Franz. No debería estar aquí.

– O tal vez deberías haber venido mucho antes.

Anna abrió la boca, pero él no la dejó hablar. Sacudió las manos, como si le restase importancia a lo que pasó.

– Hiciste bien en no venir. Berlín ha sido un infierno durante los últimos meses de la guerra.

Él dejó escapar un suspiro largo, como si quisiera vaciar de aire los pulmones lentamente. Se dirigió a la cocina, cogió una botella de vino, se sentó a la mesa, como si no hubiera pasado nada, y descansó la barbilla en las manos. Los ojos clavados en ella. La interrogaba sin decir nada.

– ¿Por qué has venido ahora?

– Hay un agente norteamericano que quiere hablar contigo. Ofrecerte algo.

– ¿Ofrecerme algo?

– Salir de la ciudad, trabajar para ellos. Un puesto en una universidad de Estados Unidos. Una buena vida, supongo.

– ¿Una buena vida?

Dijo la frase con los ojos perdidos en algún punto de la mesa. A Anna le pareció que la había dicho para sí mismo, como si le hiciera gracia, como si ella no estuviese allí.

– Parece ser que los ingenieros como tú están muy cotizados ahora.

– Como Werner van Braun…

Anna no tenía tiempo de ponerse a discutir con Franz MüIler sobre la doble moral del Gobierno de los Estados Unidos, que no había tenido reparos en poner en nómina a un nazi para aprovechar sus conocimientos. No era el único caso, y estaba segura de que en el futuro habría muchos más.

– Franz, hay muchas cosas que debo contarte.

– ¿Como que ahora hayas venido a Berlín acompañada de un agente norteamericano? -se encogió de hombros, como si no le importase-. No me sorprende.

– Quiero que sepas que lo que pasó en París fue de verdad. Al principio no, pero luego todo lo que hice fue porque quería estar contigo.

MüIler bajó los ojos y asentía un poco mientras la escuchaba hablar.

– ¿Y ahora, qué vas a hacer? -dijo, por fin.

Estaba claro que lo más importante no era lo que había pasado, sino lo que sucedería a partir de ahora. ¿Qué iba a hacer ahora? La pregunta era sencilla, pero la respuesta era demasiado complicada para poder respondérsela a Müller mientras no dejaba de mirarla, era como una estatua sentada a la mesa, iluminado por la insuficiente luz de una vela, su antiguo amante de pronto le pareció más pequeño. Era como si hubiera encogido de repente. Apenas quedaba ya nada en él del orgulloso ingeniero que la había protegido en París y le había pedido que se fuera con él a Alemania. Mientras la miraba esperando que se sentase o que le dijera si había decidido volverse a Francia con el espectro que había regresado del mundo de las tinieblas, no era más que un niño desvalido, un perro al que su amo está a punto de abandonar, y que si pudiera hablar lo único que diría sería llévame contigo.

Anna se sentó a la mesa. Le cogió las manos.

– Franz -le dijo. Pero él sacudió la cabeza y bajó los OJos.

– No digas nada. Prefiero que ahora no digas nada.

– Acaba de llegar a Berlín desde París, igual que yo. He querido ayudarle, pero ha desaparecido de la misma forma tan rápida como se ha presentado.

Müller partió un mendrugo de pan negro y se detuvo un instante antes de comérselo. Parecía asustado, como quien se asoma a un abismo.

– ¿Y cómo está? -le preguntó, al cabo.

Anna encogió los hombros, volvió a sacudir la cabeza. -Han pasado cinco años. Tal vez no lo hubiera reconocido de habérmelo cruzado por la calle. Está delgado. Mucho más delgado. Debe de haber sido muy duro para él. Pero no ha querido contarme mucho.

Müller masticó despacio el trozo de pan. No habló hasta que se lo hubo tragado.

– Debe de haber sido duro, supongo. Anna le cogió la mano.

– Franz, no sé qué decirte. Ahora mismo no puedo pensar siquiera qué debo hacer. Estoy muy confundida.

Él asintió levemente, sin mirarla, los ojos clavados en la escasa comida, como si pudiera encontrar la respuesta en el fondo del plato.

– ¿No sabes qué vas a hacer?

– Rubén se ha marchado igual que ha venido. Ni siquiera sé dónde está.

– Volverá a buscarte. No te quepa duda.

– Eso no puedo saberlo. Nadie puede.

– Volverá -hizo una pausa, y ahora sí la miró a los ojos-. Y entonces sí te marcharás con él.

Anna apretó aún más su mano. -Franz…

El hombre la miró con afecto. No parecía enfadado ni resignado. Incluso en algún momento, Anna podría intuir que hasta se alegraba de que Rubén estuviera vivo. Eran demasiadas emociones para poder soportarlas a la vez.

Franz Müller le dio un largo trago al vaso de vino. En la radio sonaba una orquesta americana. La tarareó un poco. Sonrió.

– ¿Sabes? Una de las mejores cosas que ha traído la derrota de Alemania ha sido que por fin se acabaron los discursos patéticos del Führer en la radio animando a la población de Berlín a resistir el avance de los rusos. El país derrotado, la ciudad en ruinas, y aún había fanáticos que creían que era posible la victoria. Desde que llegaron los norteamericanos en verano, es posible escuchar melodías agradables en la radio, la trompeta alegre de Louis Armstrong para distraer la noche mientras llega la hora de irse a dormir.

Había llovido mucho desde 1933, y lo único que les había quedado a los alemanes era un país derrotado y demasiadas ciudades llenas de escombros. Anna ya había dejado de pensar si el pueblo alemán se merecía lo que le estaba sucediendo ahora por no haber hecho cuanto estuvo en su mano por apartar a los nazis del poder, por rebelarse. Todo era demasiado confuso para ella, lo era incluso antes de que Bishop fuera a buscarla a París. Obligada por las circunstancias, había cambiado tantas veces de bando que ya no era capaz de distinguir con claridad la frontera casi siempre confusa que separaba lo que estaba bien de lo que estaba mal. Aunque dos años atrás se había acercado a Franz Müller en París, porque Robert Bishop se lo ordenó, Anna era consciente de que había venido a Berlín para encontrarse con él por voluntad propia. Antes había estado segura de que Rubén estaba muerto, y, además, de alguna manera, cuando estaba a punto de cruzar la frontera alemana con un ejército en retirada, sentía que necesitaba hacer aquel sacrificio como penitencia por haberse salvado, igual que Rubén, también había querido alistarse junto a sus camaradas españoles para trabajar en la fortificación de la frontera belga al principio de la guerra, porque se sentía culpable por haber abandonado España sin haber pasado por las penalidades por las que habían pasado sus compatriotas republicanos.

– Dile a tu amigo el americano que no me has visto. Que estoy muerto.

La respuesta no le sorprendió a Anna.

– Supongo que sabes que los rusos también te están buscando.

El otro sacudió la cabeza.

– Los rusos buscan a un ingeniero que murió durante un bombardeo. Franz Müller ya no existe. Muy poca gente sabe que estoy vivo.

Anna se levantó, pero él se quedó sentado a la mesa. -Ten cuidado, Franz -le dijo-. Puede que si te encuentran no se anden con remilgos para obligarte a hacer lo que ellos quieran.

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