– Franz Müller está muerto, Anna. No hay nada que puedan hacerme.
Y ahora le sucedía como las primeras veces cuando se acostó con él y se daba cuenta de que poco a poco se iba olvidando de Rubén. Entonces, en su piso de la rue Lappe, después de hacer el amor, se sentía culpable por lo que había hecho y se cubría el cuerpo desnudo con el embozo de la sábana, y sentía como a un extraño al hombre que ahora ocupaba el otro lado de la cama, como si de repente y a pesar de la intimidad que habían compartido sintiese pudor de rozar su piel, un desconocido al que tenía que sonsacar algunos secretos y que, además, era amable y cariñoso con ella. Llegó un momento en que Anna no tuvo dudas de que Franz Müller la quería, como tampoco las tenía de que ella, a su modo, o de la única forma que era capaz, también lo quería a él, y aquello la asustaba.
Pero ahora volvía a tener miedo. Rubén había regresado del mundo de las tinieblas. Y eso lo cambiaba todo. De nuevo al otro lado de la cama. Rubén estaba vivo, y ya nada podía ser como antes. Se había perdido en la noche igual de rápidamente que había aparecido, pero Anna también sabía que lo volvería a ver. Y lo estaba deseando. Quería contarle todo lo que había pasado desde que la Gestapo vino a detenerlo aquella tarde. Quería que él le contase todo lo que había sucedido desde entonces. Dónde había estado, qué cosas había visto o le habían pasado, cómo había llegado a París y cómo había podido entrar en Berlín. El pasado volvía, como si ella tuviera cuentas pendientes y no tuviese otro remedio que resolverlas antes de seguir adelante. Demasiados fantasmas y demasiados recuerdos en muy pocos días. Hoy Franz Müller. Anoche Rubén. Dos semanas antes Robert Bishop. No era imposible que el americano no supiese que Rubén estaba vivo, que estaba en Berlín quizá. Aunque le hubiera dicho lo contrario. De repente empezó a sentir Anna que las mejillas le ardían. Acordarse de Robert Bishop y sentir ganas de matarlo iban siempre de la mano. Pensaba en Bishop, y siempre llegaba a la conclusión de que era el origen de todos sus problemas. Desde que se presentó aquella mañana en su piso de París para proponerle que trabajase para él hasta ahora. Si no hubiera ido a buscarla la primera vez, ahora quizá seguiría viviendo en París. Después de saber que Rubén estaba vivo, no le cabía duda de que él habría ido a buscarla y los dos habrían vuelto a encontrarse después de tantos sufrimientos. Si Robert Bishop no se hubiera cruzado en su vida, ella jamás habría seducido a Franz Müller en París ni tendría que estar ahora en Berlín, metida en otra trama cuyo alcance no podía siquiera vislumbrar, para expiar sus culpas de una vez, tratando de averiguar lo que de verdad sentía.
Se había marchado ya Anna del piso donde se había encontrado con un hombre que aseguraba estar muerto, pero, mientras caminaba en la oscuridad, sentía que escuchaba respirar pesadamente a Franz Müller en su habitación, como si estuviesen en París, y adivinaba que, igual que ella, aunque fingiese dormir, el sueño también se le había escapado esa noche. No había conseguido una sola palabra amable de Franz Müller. Tampoco la esperaba. En París, al final de la ocupación, empezó a pensar seriamente que había descubierto las verdaderas intenciones por las que se había acercado a él, pero que por alguna razón no le importaba, era como si le diera lo mismo que le quisiera sonsacar secretos de guerra, porque se había enamorado de ella. Ahora estaba segura.
La primera vez que se acostó con él, al abrazarse tan fuerte a su espalda cuando la penetraba para que no pudiera verle las lágrimas, se sintió tan sucia que luego tuvo que luchar contra las ganas de coger la pistola que tenía guardada detrás del armario para dispararse un tiro en la boca. Luego sucedió otras veces, pero no se sintió mejor al comprobar que Franz Müller también era un buen hombre que tal vez estaba en el bando equivocado. Y lo peor de todo fue sentir que se estaba enamorando de ese hombre, que después de la primera vez, y, si era sincera, incluso también la primera vez que se acostó con él, empezó a disfrutar como si estuviera con Rubén. Lo abrazaba y lo besaba y se dejaba acariciar y disfrutaba de él como si estuviera enamorada. La trataba Franz Müller con tanta amabilidad y con tanto mimo o delicadeza como si también estuviese enamorado de ella, y un día, cuando se levantó para ir a su trabajo en la academia, se dio cuenta de que lo echaba de menos, lo extrañaba mucho, y que deseaba que volviese de nuevo Franz Müller a París, menos porque Robert Bishop y sus jefes necesitaran saber de los avances de la fabricación de un nuevo tipo de aviones para la Luftwaffe, que porque ella quería estar con él, pasear agarrada de su brazo por las calles de París, como si no hubiera guerra, sentarse a cenar y contarle sus problemas, si pudiera, y que él también le contase los suyos.
Al llegar a su habitación, estaba tan cansada que se quedó dormida, sin desvestirse siquiera. Y no tuvo conciencia de cuánto tiempo había pasado hasta que se despertó de un sueño incómodo en el que también estaban Franz Müller y Rubén, y ella en medio de los dos. En el sueño intentaba caminar, pero tenía los pies enterrados, y cada vez que intentaba dar un paso se caía y tenía que poner las palmas de las manos en el suelo. Rubén y Franz Müller la miraban sin decir nada, sin intentar ayudarla siquiera. Anna les pedía ayuda, pero ellos no contestaban. Permanecían cada uno en su sitio. Luego escuchó un ruido extraño y un temblor bajo sus pies enterrados en la tierra, y el suelo empezaba a resquebrajarse como una hoja seca. Una grieta enorme que se abría desde lejos, despacio pero implacable, tragándose todo lo que encontraba a su paso. Anna volvió a mirar a Franz Müller y a Rubén, pero seguían sin querer ayudarla. Trató de mover los pies de nuevo, pero solo consiguió caer otra vez al suelo. Ya no pudo levantarse. La grieta se abrió paso entre las palmas de sus manos apoyadas en la tierra hasta que debajo de ella apareció un abismo oscuro, profundo. Aún permaneció unos segundos suspendida en el aire, antes de que se la tragase la tierra, y pensó que todavía en ese momento Rubén o Franz Müller podrían venir a socorrerla. Los llamó a los dos, pero ninguno vino, y lo único que sintió antes de caer fue una profunda soledad, una tristeza tan grande como no la había tenido jamás.
Cuando se despertó, ya había amanecido. Con los ojos todavía cerrados palpó el colchón buscando la grieta, y suspiró aliviada al darse cuenta de que ya había pasado el peligro. Estiró el brazo para tocar a Franz Müller, o a Rubén, no estuvo segura de a quién, pero al otro lado de la cama no había nadie y, medio dormida, Anna se preguntó si el sueño quizá aún no habría terminado.
Y cuando por la mañana Bishop le había anunciado que ya no podía estar más tiempo en Berlín, Anna se había negado a marcharse.
La miraba el agente de la OSS y se daba cuenta de que jamás llegaría a conocerla. Cuando más furiosa tendría que parecer era cuando más tranquilidad aparentaba. El chófer de Bishop había ido a buscarla muy temprano al edificio confiscado donde se alojaba mientras estaba en Berlín. Por la tarde, la policía de Berlín los había informado de que habían detenido a un sospechoso de la muerte del sargento Borgnine. Rubén ahora estaba encerrado en una cárcel militar esperando ser juzgado. De todo lo que había planeado, si había algo que no tenía previsto era esto. La reacción de Anna era imprevisible. Ahora, cuando la tenía delante, lo único que ella mostraba, o acaso se había acostumbrado a esconder sus verdaderos sentimientos, igual que él, era una resignación triste.
– Tienes que sacarlo de allí.
– Me encantaría, aunque no lo creas. Me gustaría sacarlo y terminar con todo esto de una vez, pero Rubén ha matado a un sargento del ejército de los Estados Unidos.
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