Al principio fue lo peor. Cuando llegamos aquí en aquel tren de ganado, nos trajeron andando desde la estación hasta el campo, algunos no pudieron aguantar la caminata, hacía mucho frío, y las pocas fuerzas que les restaban se habían quedado en el tren. Se escuchaban algunos tiros, pero ninguno de nosotros giró la cabeza para ver qué pasaba. Me da vergüenza contártelo, Anna, yo no sabía entonces, cuando llegamos, que iba a ver tantas cosas como las que he visto, que el horror se iba a convertir en algo cotidiano, que podría acostumbrarme a mirar para otro lado, a hacer como si no existiera, como si yo no estuviese aquí y fuese otro el que viste este uniforme, el que había dejado de ser Rubén Castro, el que ya no era yo sino un número con cinco cifras debajo del triángulo azul que me identifica como español republicano. Pero lo peor fue al principio, como te digo, y sobre todo venir desde la estación donde había leído el nombre de Mauthausen después de beber en el charco igual que todos los presos, hasta el mismo campo, teníamos que atravesar el pueblo que se llama igual que la estación. Nos amaneció durante el trayecto. Todavía no se había rendido ninguno de los compañeros que habían bajado del convoy, no se había tirado nadie a la cuneta sin importarle que los SS que nos custodiaban le disparasen un tiro en la nuca o que sus compañeros no se parasen siquiera a mirar lo que les había pasado o a mostrar acaso una mueca de horror. Qué va. A mí también me fallaron las fuerzas, antes de subir la colina que llevaba hasta el campo, ya podían verse los muros, querida mía. Estaba mareado después de más de una hora de caminata. Hacía tanto frío que ni siquiera sentía los pies. Tenía los dedos helados, los de las manos, algunos blancos y otros amoratados, me dolían tanto que no lo podía soportar, la sangre de la pedrada se me había secado, aunque yo estoy seguro de que se me había congelado en la frente, justo después de que empezase a brotar de la herida. Pero Santiago me sujetó para que no desfalleciera. Aguanta, que ya queda poco, aguanta camarada, que eso de ahí debe de ser nuestra nueva casa. No puedo más, Santiago, le dije, déjame sentarme en la cuneta. Pero él tiró de mí colina arriba, y a rastras consiguió llevarme hasta la entrada del campo, un muro de piedra, con las garitas de los centinelas, una puerta enorme y una explanada amplia al otro lado.
Hacía mucho frío, mas lo peor de todo no había sido la caminata, incluso había algo que me había costado más trabajo aceptar que los cuatro días de viaje que habíamos tenido que soportar, y fue la pedrada. Sí, ya te he contado que la sangre se me había secado en la frente, de tanto frío. Era por una pedrada, y lo que más me dolía no era la pedrada en sí misma, sino que al pasar por el pueblo nos cruzamos con un grupo de niños que debían de ir al colegio, con sus madres, y que cuando pasamos junto a ellos se pusieron a insultarnos, a gritamos que éramos una mierda, no sé si sabían que éramos españoles, pero de donde fuéramos les daba lo mismo, estoy convencido. El caso es que nos insultaban. A un crío le vi llevarse el dedo índice al cuello, como si fuera un cuchillo que fuera a degollado o fuese eso lo que nos deseaba a nosotros o lo que nos merecíamos, Anna, que nos rebanasen el pescuezo, tan bajo habíamos caído. Las madres de los chiquillos no les decían que se callaran o dejaran de insultarnos. Porque ellas también nos increpaban, también gritaban, la saliva seca en las comisuras de la boca, como poseídas por el diablo, eran como las dueñas de unos perros que los azuzasen contra nosotros, los niños en la calle, con las maletas en la mano camino del colegio. Había una niña pequeña, rubia, con trenzas, no debía de tener más de siete u ocho años, preciosa, me recordaba a mi hermana María cuando tenía su edad. Me quedé mirándola mientras pasábamos. De todos los críos era la única que tenía la boca cerrada, el gesto serio, como si tuviera miedo o no entendiera lo que estaba pasando. Sujetaba la mano de su madre, la boquita tapada con el embozo de una bufanda para no coger frío, el ceño levemente fruncido de quien no comprende o está sumamente concentrado en algo. Me miraba a mí, y de repente, allí, caminando en el pelotón de presos pensé que todavía había esperanza, que en los ojos de aquella chiquilla, en su ceño fruncido y en su gesto de asombro o desacuerdo quizá por algo que no podía explicarse, había algo que invitaba a pensar que a lo mejor las cosas cambiarían para mejor. Pensé que si me quedaba mirándola podría conseguir las fuerzas suficientes para seguir adelante, para no sentarme en una acera y esperar a que un SS me diera una paliza o me ultimara de un tiro en la cabeza. Estaría la cría a dos metros de mí, o tres, cuando pasé a su lado. Como si hubiera una corriente especial entre los dos, un hilo invisible, parecía que para la niña yo era el único preso que caminaba en el pelotón, y yo solo veía su imagen como congelada entre los demás chiquillos, y sus madres que nos insultaban al pasar, cada vez más fuerte, a cada momento con más intensidad. Aún no la había rebasado, y era como si el tiempo se hubiera detenido, mi vida, yo miraba a aquella niña como si solo con verla pudiera recargarme de energía, pero al llegar a su altura la cría pareció dudar un momento, y entonces soltó la mano de su madre, se agachó mientras los demás no dejaban de gritar, y hasta que no se incorporó y la vi levantar el brazo no quise imaginar que había cogido una piedra y que estaba a punto de lanzármela. Me acertó en la cabeza, y después de aquella piedra empezaron a llover más. Los otros chavales imitaron a la niña, y sus madres, y lo único que podíamos hacer nosotros era protegernos con los brazos, taparnos la cara o la cabeza, pero fue entonces cuando yo me quedé sin fuerzas, exhausto, la pedrada de la cría me había desinflado, me había vaciado las energías que me quedaban, y, cuando llegamos a la colina en la que se levanta el campo, ya no era capaz de seguir. Menos mal que los brazos de Santiago estaban allí para sujetarme y para levantarme, para que no me rindiera. De no ser por el bueno de Santiago, hoy no podría haberte escrito una carta de no más de veinticinco palabras, y esta que no puedo escribir porque no me lo permitirían los guardianes que me custodian, una carta en la que me gustaría contarte todo lo que ha pasado desde que llegué aquí.
Al principio fue muy duro, como te digo, pero al final he resistido. No sé cómo, porque está claro que no soy ni el más fuerte ni el más valiente de todos los que ingresamos en este campo de prisioneros a comienzos del invierno del 40, pero por alguna razón que jamás he llegado a entender y que jamás entenderé, ni siquiera creo que me lo merezca, sigo vivo.
Apenas nos llegan noticias del exterior, y las que nos llegan muchas veces vienen deformadas o no es más que pura y simple propaganda para desmoralizamos, otra forma de tortura más sutil que hacernos acarrear piedras desde que amanece o matarnos de hambre poco a poco. Pero también corren rumores por aquí, sobre todo en los últimos meses, de que los rusos avanzan a buen ritmo desde el este, que el Frente Oriental está perdido para los alemanes desde que la Wehrmacht se rindiera en Stalingrado, que los americanos por fin decidieron entrar en la guerra y que pronto desembarcarán en Francia. Cualquier día, se comenta, querida mía, llegarán a París y los alemanes tendrán que marcharse de nuestra ciudad. Me alegro mucho por ti. Porque estoy seguro de que estás bien, que has podido aguantar todos estos años tan duros y que has sobrevivido. No sé si recibes mis cartas, es posible que ni siquiera te las hayan enviado, que las visitas de la Cruz Roja al campo no sean sino una pantomima, o que a lo mejor sí te llegaron y me has escrito pero no has tenido forma de enviármelas, o que sí me las has mandado pero al llegar aquí han sido destruidas por los guardias que nos custodian. Pero no puedo saber cuánto tiempo más habré de estar prisionero, ni siquiera si antes de que pueda salir algún día por esa puerta de madera para no volver jamás un guardia me pegará un tiro o antes me moriré de hambre y me convertiré en una brizna de humo que sale del horno crematorio, donde queman los cadáveres. ¿Sabes? Fue lo primero que nos dijeron al llegar, cuando nos hicieron formar a todos en la Appelplatz, como si fuéramos soldados, tiritando de frío porque ya empezaba el invierno y el sol no se atrevía a asomarse por detrás de las nubes de este pueblo donde nos habían traído. Antes de que allí mismo nos obligaran a desnudarnos para afeitarnos todo el cuerpo y desinfectarnos, el Haupsturmfübrer que nos dio la bienvenida señaló las chimeneas del horno crematorio y nos dijo que por ahí era el único lugar por el que podríamos salir del campo. Muchos de nosotros todavía no nos lo queríamos creer. Pensábamos todavía, a pesar de la crudeza del viaje y de que bastantes de nuestros compañeros no habían podido resistir el trayecto y se habían muerto congelados o de hambre, que la crueldad tenía un límite, una barrera que nadie era capaz de pasar, que ningún hombre, por muy malo que fuese, podría llegar a hacer ciertas cosas que para mí, aquella mañana que me desnudaba, era imposible imaginar, cómo podría, que sería capaz de hacer lo mismo. Pero tres años después ya no soy la misma persona que trajeron aquí, ni por dentro ni por fuera, ya no. Nunca más volveré a ser el mismo, pero, a pesar de todo, siento que si soy capaz de mantenerme con vida hasta el final, conseguiré salir de aquí e iré a buscarte a París, que podremos los dos juntos recuperar tantos años que hemos perdido, los años que nos ha robado esta maldita guerra y este tiempo que nos ha tocado vivir, y que al final todo este sufrimiento cuando se diluya en el tiempo no será sino un mal recuerdo, apenas una pesadilla de la que habremos conseguido olvidarnos no sin esfuerzo tal vez, pero que habremos dejado atrás.
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