Pero Franz Müller se encogió de hombros.
– Aún soy joven -le dijo, a pesar de que, más cerca de los treinta que de los veinte, ya no estaba muy seguro-. Antes de sumergirme en el campo de la ingeniería siento que debo probar suerte en el mundo del arte. Luego, si empiezo a trabajar, ya no me será posible intentarlo, y no podré cumplir jamás mi deseo de tocar el violín -se encogió de nuevo de hombros Franz Müller-. Es lo que opino. La vida es larga. Ya habrá tiempo de volver.
– ¿Estás seguro de que en tu decisión no ha tenido nada que ver que se haya apartado a los profesores judíos de la enseñanza en las universidades?
Franz Müller se quedó callado. Podía contestarle a su amigo que sí, que por supuesto en su decisión había tenido mucho que ver la expulsión de gente como Albert Einstein, o que hubieran obligado a jubilarse a gente de mucha valía como el venerable Max Planck, y algo que le dolía y le chirriaba tanto al mismo tiempo pero que no se lo iba a decir porque no le apetecía enzarzarse en una discusión con su amigo, era que tampoco podía soportar cuando lo veía vestido con esa camisa parda y ese brazalete con la esvástica, pero polemizar con él no lo iba a llevar a ninguna parte, y no se iba a sentir precisamente cómodo con su amigo si la conversación terminaba desviándose por esos derroteros. Por culpa de las ideas de cada uno, se habían distanciado mucho durante los últimos años, pero Franz Müller seguía apreciando a Dieter Block igual que siempre, y estaba convencido de que su viejo amigo también a él, a pesar de ese uniforme y esa cruz gamada que lucía orgulloso, aunque en el fondo estuviese convencido de que Franz Müller odiase profundamente las ideas que él había llegado a amar tanto. La amistad tenía estas cosas tan extrañas. Uno podía estar muy lejos del otro en cuanto a sus posturas políticas, pero el recuerdo de todos los momentos que habían vivido juntos era mucho más fuerte, más intenso y más importante que lo que los separaba: haber nadado juntos en el Spree o en el lago Wansee, junto a las exclusivas mansiones que sabían que ninguno de los dos se podría jamás permitir; haber aprendido a tirar piedras a los pájaros que anidaban en los robles de Tiergarten o haber estado enamorado más de una vez de la misma chica o haberse pegado contra otra pandilla del barrio.
Eran tiempos difíciles. Tal vez eso era todo. Tiempos duros para Franz Müller, porque no soportaba lo que estaba pasando por delante de sus narices, y lo que le gustaría pensar es que todo fuera una tormenta de verano, un aguacero que algún día amainaría. Mientras tanto, él prefería estar muy lejos de allí. Y, en cuanto habían terminado las clases en la universidad, había resuelto que era el mejor momento para marcharse de Berlín. Sobre todo si estaban a punto de comenzar los Juegos Olímpicos. A él nunca le habían gustado los lugares bulliciosos. A nadie que lo conociera le iba a resultar extraño que se marchase de Berlín si las olimpiadas empezaban dentro de tres semanas.
– ¿Y adónde tienes pensado ir? -le preguntó Dieter
Block, que tal vez confiaba todavía en que su viejo amigo regresaría a Berlín después del verano.
– Primero al sur, a Salzburgo. Luego ya veré.
– ¿A Salzburgo? ¿Al Musikalfest, quizá?
Franz Müller sonrió. Luego asintió. -Al Musikalfest, sí.
A Dieter Block también se le instaló una sonrisa en la cara, y volvió a sacudir la cabeza, como un padre condescendiente con un hijo díscolo que espera que vuelva al redil. -Me gustaría tocar allí. No sé si será posible este año, quién sabe. Tal vez el año que viene. No hay prisa. Es una cuenta que tengo pendiente, ya lo sabes.
– Hay cosas que nunca cambian.
– Probablemente, no. Y tiran tanto de uno que llega un momento que no es posible hacer nada contra ellas.
Dieter Block bajó los ojos, como si quisiera pensarse bien lo que quería decir. Sacó un cigarrillo de la pitillera, lo encendió, aspiró una bocanada y se quedó mirando un instante a su amigo Franz Müller antes de responder.
– Franz -le hablaba y le apuntaba con el dedo, como si quisiera darle una lección-. En este país las cosas están cambiando, y para bien. Algún día te darás cuenta y volverás. Y entonces los dos nos sentaremos otra vez en esta avenida, y volveremos a ver pasear a las muchachitas en verano y nos tomaremos una cerveza para celebrar que estás dando clases en la universidad o que te has instalado en un puesto de mayor responsabilidad todavía. Quién sabe. Acuérdate de lo que te digo.
Franz Müller asintió, disimuló una media sonrisa. No tenía sentido discutir, para qué. La amistad tendría que estar por encima de esas cosas, por encima de ideas políticas y de principios. Eso es lo que le gustaría al violinista esa tarde, sentado junto a Dieter Block en la terraza del café Romanisches. No puede saber cuánto van a cambiar las cosas en el futuro, cuántas cosas horribles habrá de ver, y en qué circunstancias tan complicadas y diferentes va a tener que volver a encontrarse con su amigo en el futuro, cuando vuelvan a encontrarse en un Berlín destrozado después de seis largos años de guerra.
– Por que te vaya bien en el Musikalfest -dijo Dieter Block levantando el vaso para brindar-. Que tengas mucho éxito y que te conviertas en un músico muy famoso. Te lo deseo de corazón. Te lo mereces. Tienes mucho talento para ello -hizo una pausa, se quedó mirándolo-, casi tanto como para la ciencia. De los dos, siempre fuiste el más inteligente, Franz.
Franz Müller no pudo contener una sonrisa. Se conocían de toda la vida y ahora era la primera vez que escuchaba esa frase de labios de Dieter Block. Pensó cuántos años y cuántas frustraciones le habría costado decirlo, reconocer algo que ha sido obvio para todo el mundo siempre. Y no es que ahora el Sturmbannfübrer Dieter Block hubiera sufrido un ataque de sinceridad, sino que quizá, por fin, después de haber encontrado su lugar en el mundo, con ese brazalete rojo con la esvástica estampada en un círculo blanco, se sentía cómodo por primera vez en muchos años y había dejado de padecer esa envidia recóndita que en el fondo, Franz Müller sabía que no podía evitar muchas veces hacia él, algo que le halagaba y le irritaba secretamente al mismo tiempo. Era lo único bueno que tenía ver a su querido amigo vestido con ese uniforme, si acaso, darse cuenta de que por fin se había encontrado a sí mismo.
Después de pensarlo, la sonrisa no había desaparecido de sus labios.
– Pero, de los dos, tú siempre fuiste el más valiente.
Aquello era verdad. Y a Franz Müller no le había costado ningún esfuerzo reconocerlo, ni ahora ni nunca.
– Y también el que tenía más éxito con las mujeres. Franz Müller sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír.
– Eso ya no lo tengo tan claro.
Si los dos eran capaces de disimular un poco, de engañarse a sí mismos, Franz de olvidar el uniforme que llevaba puesto Dieter Block y este de soslayar las ideas políticas de Franz Müller, tan contrarias al Nacionalsocialismo, era como si la vida pudiera ser como si aún fueran los dos unos adolescentes que podrían disfrutar de todo lo que la vida les pusiera por delante.
A principios del verano de 1943, Franz Müller no sabe que va a conocer a Rubén Castro y que ese encuentro va a cambiar sus vidas para siempre, aunque ninguno llegue a saber el nombre del otro, como una piedra que describe una elipse enorme, como si fuera un truco de magia, una parábola tan grande que, tal vez, cuando llega a su destino, quien la lanzó ya no lo recuerda, y, peor aún, no puede sospechar el alcance de lo que hizo. Pero la primera de las consecuencias, la más inmediata, es que a uno lo animará a seguir viviendo, y al otro lo empujará a salir de ahí, a retomar un futuro que no le agrada como ingeniero en Berlín que no será sino una coartada para llevar a cabo un plan que si se lo contara a alguien no dudará en tacharlo de absurdo. Sabe ya Franz Müller que llamará a su viejo amigo Dieter Block y le contará que se ha rendido, que ha recapacitado después de siete años dando tumbos como un bohemio hasta que ha terminado por darse cuenta de que su vida ha de estar junto a los suyos, su familia, sus amigos, su trabajo, su país. Pero quién podrá imaginar la verdadera razón por la que Franz Müller ha decidido regresar a Berlín. Ni siquiera Dieter Block.
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