Aunque también la hubieran podido matar estando con ellos, no era imposible, en un bombardeo, en una escaramuza, en un encontronazo entre los propios soldados. Tampoco Franz Müller podía protegerla ya, porque, por no saber, ni siquiera sabía dónde estaba. Aún no había podido evitar sentir asco de sí misma por haberse enamorado del hombre al que estaba a punto de abandonar antes incluso de haberse encontrado con él, empezar a caminar en dirección contraria, hacia el oeste, antes de que fuera demasiado tarde y ya estuviera demasiado lejos. Ni una nota de despedida, ni una explicación, ni un lamento. Ya no sabía por quién llorar. Ya había derramado bastantes lágrimas: por Rubén, por el hombre por el que había terminado sintiendo una clase de afecto que la inquietaba y la repugnaba al mismo tiempo. Tal vez lo único que había aprendido después de todos estos años era que, a veces, aunque no quisiera, no le quedaba más remedio que traicionar sus principios, dar la espalda a lo que siempre había dado sentido a su vida.
Sentía que dejaba atrás, a su espalda, un mundo que se derrumbaba a pesar del convencimiento de unos cuantos locos que se empeñaban en resistir, que estaban convencidos de que la derrota de Alemania era imposible a pesar de que dos ejércitos poderosos estaban cerrando la tenaza cada uno por un lado.
Tardó mucho en regresar a casa. No días, ni semanas, sino dos meses. Todos los soldados iban hacia el este, pero ella viajaba en sentido contrario. No era fácil llegar, pero al final lo consiguió. Cuatro meses de penurias y de miedos. De trenes, de camiones, de autobuses, de campos de refugiados donde la retuvieron contra su voluntad o de caminatas extenuantes por campos embarrados. Era el único paisaje posible después de una guerra. Escombros, miseria, olor a carne podrida y a mierda, y el hambre que te pincha en las entrañas. Y el miedo tampoco se iba a terminar cuando llegase. Lo sabía. Incluso sería peor. Antes o después alguien vendría para acusarla, la señalaría como traidora, y no habría nadie que pudiera defenderla, una voz autorizada que contara que hizo lo que hizo porque era lo mejor para ayudar a echar a los invasores del país, ella no cumplía sino órdenes, igual que todos, igual que tanta gente que lo hacía sin rechistar. Pero también intentaba pensar que también podía ocurrir que nadie sospechase, que con el tiempo todo pasaría y se olvidaría, igual que un mal recuerdo, pero no era tan ilusa, y si hay algo que ya había perdido, lo sabía bien, aunque no quisiera, era la inocencia. ¿Quién podría seguir confiando en los demás después de todo lo que había pasado? Lo único que podía hacer era procurar estar lo más lejos de París que le fuera posible, como si la distancia pudiera salvarla, irse al campo y arreglar la granja, trabajar como si nada hubiera pasado y acostarse cada noche con la incertidumbre de no saber si antes de que amaneciera alguien habría llegado desde el pueblo o quizá desde más lejos, para vengarse, para matarla. Lo pensaba Anna y tal vez lo deseaba.
Pero lo que no podía imaginar Anna era que otro hombre que se resistía a abandonar el mundo de los vivos, porque aún le quedaba una última cosa por hacer, había recorrido la misma senda penosa atravesando Europa. Un hombre que había cambiado tanto después de cinco años que ni siquiera él mismo reconocería su rostro cuando se agachase en un arroyo para lavarse, de vuelta a la que todavía cree que es su casa. El hombre llegaría después que ella, a París, de noche, sin saber que se ha exiliado en una granja recóndita lejos de allí, procurando ocultarse de las miradas de los vecinos no tanto porque pudieran reconocerlo, sino porque tal vez se asustarían al verlo, un espectro que regresa de la tumba, cómo ha podido sobrevivir, se preguntarán si lo ven. La misma pregunta que él se ha hecho durante todos estos años. Cómo he podido sobrevivir a tanto horror.
Y es otra clase de temor, pero miedo también, lo que Anna siente de noche en el tren que la lleva a Berlín. Quizá era por esto por lo que había accedido a ir, intentó convencerse, aunque enseguida se dio cuenta de que lo único que trataba era de justificar su cobardía por no bajarse del vagón en la estación: para no tener que volver a pasar miedo, hambre, frío ni humillaciones. Era una excusa tan buena o tan mala como cualquier otra, tan grandilocuente o tan rebuscada como casi todas, pero Anna sabía el verdadero motivo por el que viajaba a Berlín.
Se arrebujó en una manta para protegerse del frío alemán. Era como si, al haber cruzado la frontera, hubiera bajado la temperatura de pronto. Pensó en Franz Müller, en cuánto se había reducido su mundo desde que lo conoció, cuando era un ingeniero alemán de vacaciones en París que le mandaba flores y cestas de comida para seducirla, dispuesto a conquistarla como un enamorado cualquiera, un hombre solo que pasa unas vacaciones en territorio enemigo y se enamora de una mujer. La pasión es un sentimiento muy extraño que nubla la mente de quienes la padecen: Franz Müller, obsesionado como un colegial porque ella le hiciera caso, no pudo imaginar jamás que había sido el hombre obtuso que ahora ultimaba un vaso de bourbon en el vagón restaurante quien la había convencido de que accediera a acostarse con él. Cuando lo conoció, Robert Bishop era un agente idealista que parecía tener las energías suficientes para echar él solo, si lo hubieran dejado, a toda la Wehrmacht de Francia. Unos pocos años después, se emborrachaba después de cenar para poder dormir, sin sospechar que había una razón íntima que la había convencido para viajar a Berlín con él, tal vez el único motivo al que Anna podía agarrarse después de todo por lo que había pasado. Ninguno, pues, seguía siendo el mismo que fue: Franz Müller oculto como una rata en un Berlín devastado, el cínico agente de la OSS emborrachándose para atrapar el sueño. Y ella tampoco era quien Robert Bishop pensaba. Las personas estaban llenas de claroscuros, monstruos que de repente se revelaban bondadosos, héroes que se comportaban como villanos o ella misma, que había llegado a un punto en el que no sabía de qué lado estaba.
Nada había sido igual desde que los hombres de la Gestapo se llevaron a Rubén. Le costaba conciliar el sueño a Anna si trataba de poner en pie el rompecabezas complicado en el que se había convertido su vida. Al cabo de un rato escuchó los pasos inseguros de Bishop arrastrándose hasta el compartimento contiguo al suyo. Lo sintió detenerse antes de abrir la puerta. Sin verlo supo que estaba ahí, de pie, con la vista borrosa, dudando si entrar en su compartimento para dormir unas cuantas horas y despertarse razonablemente fresco cuando llegasen a Berlín o si golpear su puerta con los nudillos para que lo perdonase por haberle pedido que se acostara con otro hombre después de haberle prometido que haría todo lo posible por traer a Rubén de vuelta a casa.
Anna sabía que él no iba a llamar a su puerta porque sabía que ella jamás le abriría, pero se encogió aún más bajo la manta. La luna le alumbró los ojos al salir de una nube y se tapó los oídos con las manos, con fuerza, para no escuchar los nudillos que no iban a golpear en la puerta de su compartimento ni la voz temblorosa de bourbon del hombre pidiéndole perdón por haberle arruinado la vida, por haberla chantajeado para que volviese a trabajar para él. Tan fuerte se apretó los oídos que temió que la cabeza le pudiese estallar. De repente lo único que deseaba era llegar a Berlín, llegar a Berlín para, que todo acabase de una vez, cuanto antes, que ya no tuviera que pensar en nadie más que en ella misma, cumplir con el pasado, redimir sus pecados y tal vez un día, ojalá que no muy lejano, poder morir en paz.
Sin embargo, el camino que ha recorrido Franz Müller para llegar hasta el campo de concentración de Mauthausen no ha sido tan directo como el azaroso y duro viaje de Rubén Castro a bordo de un tren de ganado. Desde que disfrutaba una apacible vida como profesor de ingeniería aeronáutica y violinista diletante en Berlín hasta que ha terminado formando parte de un cuarteto de músicos desganados que tocan para el solaz de los SS en un campo de exterminio, el trayecto, aunque no ha sido tan dramático como el de los presos con traje de rayas que ha visto en el Lager, con la perspectiva del tiempo se le ha terminado antojando un laberinto siniestro, un experimento amargo cuyo último fin no fuera otro que convencerlo, reconducirlo, llevarlo de nuevo por el buen camino, que por fin decidiera abandonar esa vida bohemia que no encajaba en su educación burguesa y que además no necesitaba, el sendero que debería haber seguido si no se hubiera empeñado en nadar contracorriente como si fuera un héroe, como si la única manera de probar su valentía delante de los demás no fuera otra que hinchando el pecho y levantando la mano para saludar al Führer o vistiendo uno de esos horrendos uniformes a los que tanto se había aficionado su amigo Dieter Block.
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