Mientras pronunciaba este discurso me fijé en lo extraño que resultaba mi padre con su traje y su corbata entre aquellos torsos desnudos; el agua vibrante de color turquesa y las baldosas crema perladas de gotas enmarcaban su oscura y seria cabeza. La atenta piel de los hombros y torsos de los miembros del equipo era recorrida de vez en cuando por un estremecimiento que la surcaba tan rápidamente como una ráfaga que riza el agua, o como uno de los movimientos nerviosos del flanco de un caballo. Aunque habían perdido, los chicos estaban animados y orgullosos de sus cuerpos, y les dejamos en las duchas armando jarana y enjabonándose como un pequeño rebaño alegremente sorprendido por un chubasco.
– Entrenaos este miércoles como de ordinario -les gritó mi padre cuando nos íbamos-. No bebáis batidos de leche ni comáis más de cuatro hamburguesas antes del entrenamiento.
Todos se rieron, y hasta yo sonreí, aunque mi padre me resultaba una carga. En todos los acontecimientos de la noche que caía él se mostró pesado y retenido por la inercia, de forma que frenó y obstaculizó a cada momento mi sencillo plan que consistía simplemente en llevarle a casa, donde dejaría de estar bajo mi cuidado.
Cuando después de subir las escaleras de cemento caminábamos por el vestíbulo, el entrenador de West Alton, Foley, nos alcanzó, y él y mi padre estuvieron hablando durante lo que a mí me pareció una hora entera. El aire húmedo en torno a la piscina había arrugado sus trajes, y en la penumbra del verde vestíbulo parecían dos pastores empapados de rocío.
– Has hecho un trabajo sobrehumano con estos chicos -le dijo mi padre a Foley-. Si yo fuera la décima parte de buen entrenador que tú, os hubiéramos hecho sudar vuestra victoria. Este año tengo algunos chicos muy fuertes.
– Mira, George, déjate de cuentos -replicó Foley, un hombre grueso, cortés y enérgico-. Sabes tan bien como yo que no depende del entrenador; lo único que puedes hacer es soltar a esos renacuajos y dejarles nadar. Hay un pez en cada uno de nosotros, pero para que salga hay que mojarse.
– Muy bueno, oye -dijo mi padre-. Nunca lo había oído decir. Y ¿qué te ha parecido mi campeón de braza?
– Hubiera tenido que ganar también en estilo libre; espero que le hayas puesto el culo como un tomate por haberse dejado ganar así.
– Es tonto, Bud. T-O-N-T-O. Ese pobre diablo tiene tan poco seso como yo, y me fastidia echarle un rapapolvo.
Mi garganta carraspeó de pura impaciencia.
– Conoces a mi hijo, ¿verdad, Bud? Peter, ven y estréchale la mano a este hombre. Un hombre así es lo que hubieras tenido que tener como padre.
– Claro que conozco a Peter -dijo el señor Foley, que me dio un apretón de manos áspero y cálido que resultó profundamente agradable-. Todo el condado conoce al hijo de Caldwell.
En el crepuscular mundo de la piscina, programas de recreo y banquetes de atletas, este tipo de coba pasaba por ser una conversación; no me importaba tanto oír aquello de labios del señor Foley como de los de mi padre, que siempre me daba la sensación de pasar vergüenza cuando hablaba de aquella manera afectada.
Por mucho que hablara, mi padre era un hombre esencialmente silencioso. A lo largo de todos los acontecimientos de esa noche se condujo de una forma que en mi recuerdo es puro silencio. Cuando estuvimos fuera, su boca se convirtió en una línea firme y sus tacones se unieron sobre el pavimento con una especie de distante codicia. No creo que haya habido jamás ningún hombre que haya disfrutado caminando por las pequeñas ciudades feas del Este tanto como mi padre. Trenton, Bridgeport, Binghamton, Johnstown, Elmira, Altoona eran las ciudades a las que su trabajo de empalmador de cables de la compañía telefónica le había llevado los años antes de casarse con mi madre y los primeros años de su matrimonio, los años antes de que mi nacimiento y la Depresión de Hoover le dejaran parado. Mi padre temía Firetown y se sentía intranquilo en Olinger, pero adoraba Alton; su asfalto, sus farolas y sus tangentes fachadas le hablaban de la gran civilización del Atlántico Medio, que limitaba con New Haven por el norte y con Hagerstown por el sur y con Wheeling por el oeste que era su hogar en el espacio eterno. Bajar por la Sixth Street al lado de mi padre era como oír cantar al asfalto.
Le pregunté qué tal le había ido con lo de los rayos X y en lugar de contestarme me preguntó si tenía hambre. Realmente sí que tenía hambre; las palomitas de maíz y las almendras se habían posado dejándome un sabor amargo en la boca. Nos paramos en el bar en forma de tranvía que estaba al lado del aparcamiento de Acme. En la ciudad, mi padre actuaba con una simplicidad tranquilizadora. Mi madre, en cambio, convertía todo en decisiones de gran importancia, como si tratase de expresarse en un idioma extranjero. Del mismo modo, en el campo mi padre actuaba de forma confusa y su pensamiento era un círculo vicioso. Pero aquí, a las ocho y cuarto de la noche, en Alton, se manejaba con la destreza y la experiencia que, al fin y al cabo, es lo que más esperamos encontrar en los padres: la puerta de un empujón, el brillo y las miradas se apaciguaron, los dos taburetes colocados uno al lado del otro, mi padre cogió la carta con la sencillez de quien sabe que se encuentra colocada entre la cajita de las servilletas y la botella de salsa de tomate, hizo el pedido al hombre del mostrador sin estridencias ni equivocaciones, y consumimos los emparedados -el suyo de huevo y el mío de jamón- en un viril silencio. Mi padre se chupó calmadamente los tres dedos centrales de su mano derecha y luego se pellizcó el labio inferior con una servilleta de papel.
– Es la primera vez en muchas semanas que tengo la sensación de haber comido -me dijo.
Para terminar pedimos pastel de manzana para mí y café para él; la cuenta era un rígido cartón de color verde crípticamente pellizcado por un taladro triangular. Pagó con uno de los dos billetes de dólar que quedaban en la gastada cartera que después de tantos años de encajar en el bolsillo trasero de su pantalón había adquirido una forma arqueada. Cuando nos levantamos, mi padre deslizó como distraídamente, con un experto movimiento rápido de su mano salpicada de verrugas, dos monedas debajo de su taza vacía. Y luego, como si acabara de ocurrírsele la idea, compró por 65 centavos uno de los bocadillos italianos que estaban ya preparados. Era para regalárselo a mi madre. Había un rasgo de vulgaridad en mi madre, que aparentemente disfrutaba de los resbaladizos y olorosos emparedados italianos, al que mi padre tenía más acceso que yo, según había podido comprobar presa de los celos. Pagó el emparedado con su último dólar y me dijo:
– Con esto me quedo sin blanca, chico. Somos un par de huérfanos sin un céntimo.
Y haciendo balancear la bolsita de papel, se dirigió hacia el coche seguido por mí.
El Buick seguía solo, meditando sobre su sombra. Tenía la nariz mirando hacia arriba, hacia las invisibles vías. El aire helado estaba empapado de mentol. La pared de la fábrica era un abrupto peñasco de ladrillo y cristal negro. De vez en cuando los cristales se veían misteriosamente sustituidos por cartón u hojalata. El ladrillo no parecía de su verdadero color a la luz de la farola, sino que mostraba algo así como un negro aclarado, un gris reticente y mortal. Esta misma luz hacía que brillara la extraña gravilla. Mezcla de pedacitos de carbón y cenizas, constituía una ruidosa e inquieta tierra que nunca acababa de posarse y que crujía y se movía bajo los pies como si su destino fuera vivir permanentemente rastrillada. El silencio nos rodeaba. Ninguna de las ventanas que nos miraban estaba iluminada, aunque desde lo más profundo de la fábrica vigilaba un brillo azul. Si nos hubieran asesinado en aquel lugar, hasta el amanecer del día siguiente nadie se hubiera enterado. Nuestros cuerpos hubieran quedado tendidos en los charcos junto a la pared de la fábrica y nuestras manos y cabello se hubieran congelado hasta quedar sólidos como el hielo.
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