John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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– No dice nada. En la confusión se encuentra como pez en el agua. Zimmerman tiene el don de la disciplina, y cuando ve que los pobres diablos que estamos debajo de él no lo tenemos, se limita a reírse. Puedo oírle reír cada vez que el reloj hace tic.

– Zimmerman y yo -dijo el doctor Appleton suspirando- nunca hemos llegado a ser muy amigos. Ya sabes que fui al colegio con él.

– No lo sabía.

Mi padre mentía. Hasta yo lo sabía, porque el doctor Appleton lo decía muy a menudo. Para él, Zimmerman era algo molesto que le había irritado toda la vida. Yo me puse furioso con mi padre por haberse mostrado tan obsequioso, por exponernos, al contestar de aquella manera, a una historia larga y demasiado oída.

– Sí -dijo el doctor Appleton parpadeando de sorpresa al ver que mi padre ignoraba un hecho tan conocido-. Fuimos juntos a todas las escuelas de Olinger. -Se arrellanó en la silla en que tan exquisitamente encajaba su cuerpo-. Cuando nosotros nacimos, este pueblo no se llamaba Olinger, sino Tilden, en honor del hombre que hubiera vencido en las elecciones de no haber sido víctima de una estafa. El viejo Olinger todavía cultivaba entonces todas las tierras que había al norte de la carretera y al este de donde está ahora la fábrica de cajas de cartón. Todavía recuerdo al viejo cuando se iba con sus caballos a Alton, un viejecillo pequeño de apenas un metro cincuenta con un sombrero negro y un bigote tan grande que hubieras podido secar los cubiertos con él. Tenía tres hijos: Cot, que una noche se volvió loco y mató dos bueyes con una azada; Brian, que tuvo un hijo de la negra que les hacía de cocinera; y Guy, el más pequeño, que vendió la tierra a unas inmobiliarias y se murió porque intentó comerse todo el dinero que le dieron. Cot, Brian y Guy: todos están bajo tierra ahora. ¿Qué había empezado a decir?

– Lo de usted y el señor Zimmerman -dije.

No se le escapó mi grosera impaciencia; me miró por encima del hombro de mi padre y su labio inferior se deslizó pensativamente primero hacia un lado y luego al otro.

– Ah, sí -dijo dirigiéndose a mi padre-. Bueno, pues, Louis y yo pasamos todos los cursos juntos; entonces había que ir de un colegio a otro por todo el condado para seguir los estudios. El primero y el segundo se hacían en Pebble Creek, donde han puesto el aparcamiento para el nuevo restaurante; tercero y cuarto se cursaban en el establo de la señora Eberhardt, que lo alquilaba al ayuntamiento por un dólar al año; el quinto y el sexto en un edificio de piedra que estaba en lo que entonces se llamaban Tierras Negras, de tan profunda que era la capa de marga, allí donde estaba antes la pista del hipódromo. Siempre que había una carrera en día laborable, que solía ser los martes, nos dejaban salir de la escuela porque necesitaban chicos que sujetaran y peinaran los caballos. Y para los que querían estudiar más allá de sexto, cuando yo tuve la edad de poder hacerlo, ya habían construido el instituto en la esquina de Elm Street. ¡Qué grandioso nos parecía entonces aquel edificio! Es el edificio donde tú hiciste los cursos elementales, Peter.

– ¿Sí?, no lo sabía -dije tratando de expiar mi mala educación de antes.

Me pareció que el doctor Appleton se sentía complacido. Se relajó tanto en su crujiente silla que sus arrugados zapatos vacilaron en el aire un momento.

– Pues Louis M. Zimmerman -continuó- había nacido un mes antes que yo, y les caía muy bien a las chicas y las ancianas. La señora Mettzler, que fue nuestra maestra de primero y segundo, una mujer que no medía menos de dos metros y que tenía unas piernas que parecían palillos, estaba prendada de Louis, como por otro lado lo estaban también la señorita Leet y la señora Mabry, que la sucedieron; de camino al colegio Louis iba siempre muy bien acompañado, mientras que naturalmente nadie se fijaba siquiera en un pato feo como Harry Appleton. Louis siempre tuvo gancho. Era rápido.

– Qué razón tiene -dijo mi padre-. Siempre me lleva la delantera en todo, se lo aseguro.

– Nunca -continuó el doctor Appleton, haciendo unos curiosos y ambiguos movimientos con sus rollizas y limpísimas manos, apretando una palma contra la otra, golpeando ligeramente los nudillos de una mano con el borde de la otra- conoció la adversidad. Siempre triunfó y por eso no alcanzó nunca a tener auténtico carácter. Por eso se extiende -dijo arrastrando sus blancos dedos por el aire- como un cáncer. No es un hombre en el que se pueda confiar, por mucho que cada domingo enseñe la Biblia en la Iglesia Reformada. Tcha . Si fuera un tumor, George, cogería un cuchillo -giró la mano y la puso con el pulgar en alto, un pulgar que en aquel momento pareció rígido y afilado- y lo extirparía.

Y su pulgar, curvado hacia atrás en forma de hoz, descargó un golpe cortante en el aire.

– Le agradezco que tenga conmigo tanta franqueza, doctor -dijo mi padre-, pero tanto yo como los demás pobres diablos del instituto lo tenemos atravesado en nuestro camino para siempre. En este pueblo, tres personas de cada cuatro juran por él: le adoran.

– La gente es estúpida -dijo el doctor Appleton echando el cuerpo hacia delante de forma que sus pies golpearon suavemente la alfombra-. Es una cosa que se aprende en la práctica de la medicina. Por lo general la gente es muy estúpida.

Golpeó la rodilla de mi padre una, dos, tres veces, y luego continuó con una voz que había adquirido un tono de susurro confidencial:

– Cuando fui a la facultad de medicina de Pennsylvania -dijo-, todo el mundo pensaba: ese chico de pueblo debe de ser un tonto. Después de terminar el primer curso ya no les parecía tan tonto. Es posible que yo fuera algo más lento que otros, pero tenía carácter. Me tomé todo el tiempo que necesitaba, y aprendí lo que tenía que aprender. Cuando nos graduamos, ¿quién crees que era el primero de todos? Eh, Peter, tú eres un muchacho brillante, ¿quién crees que era el primero?

– Usted -dije.

No quería decirlo, pero me habían forzado a ello. Así eran estos señores de Olinger.

El doctor Appleton me miró sin asentir con la cabeza, ni sonreír, ni demostrar en modo alguno que me había oído. Luego miró a mi padre, asintió con la cabeza, y dijo:

– No era el primero pero sí estaba entre los primeros. Hice una buena carrera para ser un chico de pueblo del que todos pensaban que era tonto. George, ¿has escuchado lo que he dicho?

Y sin previa advertencia, con esa extraña forma que los monologantes tienen de terminar una conversación como si les hubieran hecho perder el tiempo, se levantó y desapareció en la zona oculta de su santuario, donde se puso a hacer ruidos de cristales chocando entre sí. Regresó con una botellita que contenía un fluido color cereza y que por sus destellos y la manera de balancearse más parecía mercurio que un líquido. Puso la botella en la mano salpicada de verrugas de mi padre y dijo:

– Una cucharada cada tres horas. Hasta que no tengamos los rayos X no sabremos nada. Descansa y no pienses. Sin la muerte, no podría haber vida. La salud -dijo con una pequeña sonrisa- es una característica animal. La mayoría de nuestras enfermedades provienen de dos puntos: el cerebro y la espalda. Los hombres cometimos dos errores; el primero fue andar de pie, y el segundo empezar a pensar. Con lo cual sobrecargamos la espina dorsal y los nervios. Esto crea tensión en el cerebro, del que depende el resto del cuerpo.

Dio unos pasos largos hacia mí, echó sin delicadeza mi pelo hacia atrás y me miró fijamente la frente.

– En la cabeza no lo tienes tan mal como tu madre -dijo soltándome.

Yo volví a echarme el pelo hacia delante, humillado y deslumbrado.

– ¿Sabe algo de Skippy? -preguntó mi padre.

La furia y el brillo abandonaron al doctor, que se convirtió en un pesado anciano con chaleco y las mangas de la camisa sujetas por un elástico.

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