John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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Como estaba frío, el coche tardó en ponerse en marcha. Umf-uj, umf-uj gruñó el motor, primero animadamente y luego de forma cada vez más lenta y desanimada.

– Dios, no me abandones ahora -suspiró mi padre soltando por la boca una danzarina corriente de vapor-. Ponte en marcha una vez más, y mañana haré que te carguen la batería.

Uuuumf-uj, uuumf-aj .

Mi padre quitó el contacto y nos quedamos sentados en la oscuridad. Cerró la mano sin apretarla del todo, y sopló en el hueco que quedaba en medio.

– ¿Lo ves? -le dije-. Si te hubieras puesto los guantes, ahora todavía los tendrías.

– Debe de estar muerto de frío -fue su respuesta-. Probaré una vez más.

Volvió a conectar el motor de arranque y hundió con el pulgar la toma de aire. Durante la pausa la batería había recuperado un poco de fuerza. Comenzó esperanzadoramente.

Ij-uj, ij-uj, uj-uj, uuu-uj, uujh-aj, uuuj . Habíamos apurado hasta el fondo la batería.

Mi padre tiró de la palanca del freno de mano para tensarlo un eslabón más, y me dijo:

– Estamos arreglados. Tendremos que intentar poner en práctica una medida de emergencia. Ponte al volante, Peter, y yo empujaré. Aquí hay un poco de pendiente pero estamos mirando hacia arriba. Pon la marcha atrás. Cuando te grite, suelta el embrague. Pero no lo hagas despacito, sino de golpe.

– Quizá podríamos conseguir que viniera ahora un mecánico. Antes de que cierren -dije. Estaba asustado porque temía fallarle.

– Vamos a probarlo -dijo él-. Ya verás como sabrás hacerlo.

Salió del coche y yo me deslicé por el asiento delantero; accidentalmente me quedé sentado sobre mis libros y el emparedado de mi madre. Mi padre fue a la parte delantera del coche y se agachó para aplicar todo su peso; su cara sonriente se quedó amarilla como la de un gnomo. La luz de los faros era tan fuerte a esa escasa distancia que parecía que su frente estuviera llena de bultos y en su nariz se veían claramente las cicatrices dejadas cuando, treinta años atrás, era jugador de rugby en el colegio. Mi estómago se contraía de frío mientras comprobaba la posición de la palanca del cambio de marchas, el contacto y el aire. Cuando mi padre me hizo una indicación con la cabeza, solté el freno de mano. Lo único que sobresalía por encima del capó cuando se puso a empujar con todas sus fuerzas era la forma ovoide de aquel estúpido gorro azul. El coche se movió hacia atrás. Aumentó el tono del crujido de la gravilla bajo los neumáticos; el coche empezó a deslizarse y llegamos a un pequeño declive que pareció por unos instantes darnos un precioso aumento de velocidad. La inercia del Buick estuvo a punto de ser vencida. Mi padre, en un penetrante sollozo, gritó:

– ¡Ahora!

Entonces solté el embrague tal como me habían dicho que hiciera. El coche dio una sacudida y se paró, pero su movimiento pasó a través de pernos oxidados y agarrotados ejes al motor que, como un niño al que dan un bofetón, tosió. El motor dio una boqueada y sacudió la carrocería al producirse la aislada explosión en sus cilindros; hundí la toma de aire hasta la mitad procurando no ahogar el motor, y apreté el acelerador: éste fue el error. Crispado a destiempo, el motor, tras fallar primero una, luego otra vez, agonizó y murió.

Ahora el coche estaba en una zona horizontal. A lo lejos, más allá de la pared de la fábrica, se abrió la puerta de un bar y una rendija de luz se extendió por la calle.

Mi padre lanzó una mirada furibunda hacia mi ventanilla y yo, enfermizamente avergonzado, me cambié de sitio. Todo el cuerpo me ardía; necesitaba orinar.

– Hijo de puta -dije, a fin de distraer a mi padre de mi fracaso con un arranque de virilidad.

– Lo has hecho bien, chico -dijo él, jadeando por la excitación mientras ocupaba de nuevo su puesto detrás del volante. Este motor está agarrotado; quizás ahora se haya distendido un poco.

Con la delicadeza de alguien que trata de abrir una caja fuerte cuya combinación desconoce, su negra silueta adelantó una mano hacia el salpicadero mientras su pie tanteaba el acelerador. Tenía que ser a la primera, y así fue. Volvió a encontrar la chispa y la alimentó hasta producir la ruidosa vida de siempre. Cerré mis ojos en acción de gracias y me acomodé en espera de que el coche se pusiera en movimiento.

Pero no lo hizo. En lugar de avanzar, el coche dejó oír un ligero ronroneo procedente de la parte trasera del chasis, es decir, de donde yo me había imaginado que ponían los cadáveres cuando el coche era del dueño de la funeraria. La sombra de mi padre probó apresuradamente todas las marchas; la respuesta a cada una de ellas fue el mismo ronroneo ligero y la misma falta de movimiento. La pared de la fábrica nos devolvía en eco el frenético y sostenido crescendo de los cilindros y temí que el ruido llamara la atención de los hombres del lejano bar.

Mi padre levantó los brazos, los puso sobre el volante, y apoyó en ellos la cabeza. Era algo que sólo había visto hacer a mi madre. Cuando se encontraba en el punto álgido de una discusión o una aflicción, era corriente que ella doblara los brazos sobre la mesa y bajara la cabeza hasta apoyarla en ellos; cuando lo hacía yo me asustaba muchísimo más que cuando se ponía furiosa, porque en la furia era posible verle la cara.

– Papá.

Mi padre no respondió. La luz de la farola acariciaba con una hilera de flecos regulares la curva de su gorro de punto: de esta misma forma perfilaba Vermeer las hogazas de pan.

– ¿Qué debe de pasar?

En aquel momento se me ocurrió que mi padre había tenido un «ataque» y que el inexplicable comportamiento del coche era un reflejo ilusorio de un fallo ocurrido en el mecanismo de mi padre. Estuve a punto de tocarle -yo nunca tocaba a mi padre-, cuando levantó la vista. En su cara abollada y estropeada de pilluelo se dibujaba una sonrisa de malestar.

– Son cosas de este tipo las que me ocurren constantemente desde que nací -dijo-. Siento que tú te veas complicado en ellas. No sé por qué no quiere moverse el maldito coche. Debe de ser por la misma razón por la que el equipo de natación no gana, supongo.

Trató de poner en marcha el motor otra vez, mirándose los pies mientras apretaba y soltaba el pedal del embrague.

– ¿Oyes ese golpeteo flojito de atrás? -le pregunté.

Él levantó la mirada y rió:

– Pobre diablo -dijo-. Merecías un triunfador y te ha tocado un derrotado. Vamos, cuanto más tiempo tarde en volver a ver este montón de chatarra, mejor.

Salió y cerró de golpe la puerta de su lado con tanta fuerza que temí que se partiera el cristal. Aquel cuerpo negro se balanceó remilgadamente sobre sus obstinadas ruedas y luego se quedó quieto, volviendo a lanzar su delgadísima sombra como si hubiera demostrado un inescrutable argumento. Nos fuimos andando.

– Por eso no quería irme a vivir a esa casa de campo -dijo mi padre-. En cuanto te alejas de la ciudad dependes de los automóviles. Siempre he deseado ser libre de ir andando a donde quisiera. Mi ideal sería ir caminando a mi propio funeral. En cuanto vendes las piernas, te has vendido la vida entera.

Cruzamos el aparcamiento de la estación de ferrocarril y luego giramos a la izquierda en dirección a la gasolinera Esso de Boone Street. La luz de los surtidores estaba apagada, pero ardía una bombilla en la pequeña oficina; mi padre miró dentro y dio unos golpecitos en el cristal. El interior estaba repleto de neumáticos sin estrenar y piezas de recambio colocadas en cajas numeradas más o menos ordenadas en una estantería metálica. Una enorme máquina de Coca-Cola vibraba audiblemente y temblaba para luego pararse, como si un cuerpo atrapado dentro hubiera hecho su último esfuerzo. El reloj eléctrico con un anuncio de lubricantes Quaker State, que había en la pared, marcaba las 9.06. Mientras esperábamos, la manecilla de los segundos dio una vuelta completa. Mi padre volvió a llamar, y tampoco hubo respuesta. Lo único que se movía allá dentro era la manecilla de los segundos.

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