– Ya está decidido, camarada -dijo Eulalio en tono amenazador-. He sido elegido y las decisiones las tomo yo. Éste es el centralismo democrático.
– No, no lo es; yo aceptaré tus órdenes, contrarias a la opinión de este grupo, cuando un Comité Central legalmente constituido del Partido Comunista Español me lo diga. No antes.
– Ya no existe ningún Comité Central -dijo tristemente Pepino^-. Al menos, no en España.
– Exacto.
– Tendrías que cuidar tu lenguaje, inglés -dijo Eulalio en voz baja-. Conozco tu historia. Un hijo de obreros que estudió en un colegio aristocrático, un arribista.
– Y tú eres un petit bourgeois ávido de poder -replicó Bernie-. Crees que sigues siendo capataz de fábrica. Soy leal al partido, pero tú no eres el partido.
– Te puedo expulsar de esta célula.
Bernie se rió por lo bajo.
– Menuda célula. Enseguida comprendió que no tendría que haberlo dicho, los pondría a todos en su contra; pero es que la cabeza le daba vueltas a causa del agotamiento y la rabia. Se levantó y se tumbó en su jergón. Alguien les gritó que se callaran, la gente quería dormir. Poco después, oyó el crujido del jergón de Eulalio en el momento en que éste se tumbaba. Le oyó rascarse y sintió sus ojos clavados en él.
– Vamos a tener que estudiar tu caso, camarada -dijo Eulalio en un susurro.
Bernie no contestó. Oía los jadeos ásperos y los gorgoteos de la respiración de Vicente y hubiera deseado romper a llorar de rabia y dolor. Recordó las palabras de Agustín que tanto lo habían desconcertado. Tiempos mejores. «No -pensó-, fuera lo que fuera lo que me querías decir, te equivocaste.»
Aquella noche no pudo dormir. Permaneció tumbado sin dar vueltas en su litera en medio del frío, con la mirada perdida en la oscuridad. Recordó cómo, en Londres, las teorías del Partido Comunista sobre la lucha de clases le habían parecido una revelación, la explicación definitiva del mundo. Al principio, cuando dejó Cambridge, había ayudado a sus padres en la tienda, pero la depresión de su padre y la decepción y las quejas de su madre por el hecho de que hubiera arrojado por la borda todo lo que significaba Cambridge lo asfixiaban de tal manera que decidió irse de casa y buscar alojamiento cerca de allí.
Lo sacaba más que nunca de quicio el contraste entre la opulencia de Cambridge y la pobreza desolada y despreciable del East End donde los parados holgazaneaban por las esquinas de las calles y ya se empezaban a advertir los ligeros movimientos de un fascismo doméstico. Millones de personas estaban en paro, y el Partido Laborista no hacía nada. Se mantenía en contacto con los Mera; la República había sido una decepción y el Gobierno se negaba a subir los impuestos para financiar las reformas, pues tal cosa habría despertado la cólera de las clases medias. Un amigo lo había acompañado a un mitin del Partido Comunista y enseguida había comprendido que allí estaba la verdad y que aquello era explicar en serio cómo funcionaban realmente las cosas. Estudió a Marx y a Lenin; su dura prosa, tan distinta de cualquier otra cosa que hubiera leído anteriormente, le planteó al principio una cierta dificultad; pero, cuando comprendió los análisis que ellos hacían, descubrió que allí estaba la inexorable realidad de la lucha de clases. Más dura que el hierro, le dijo su instructor del partido. Bernie trabajó con gran denuedo por el partido, vendiendo el Daily Mail a la entrada de las fábricas bajo la lluvia, actuando como encargado del orden en los mítines que se organizaban en locales semidesiertos. Muchos de los socios locales del partido eran gente de la clase media, bohemios, intelectuales y artistas. Sabía que, para muchos de ellos, el comunismo era un capricho, un acto de rebelión; pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que se sentía más a gusto con ellos que con los obreros. Con su acento de la escuela privada, éstos lo consideraban uno de los suyos; y precisamente uno de ellos, un escultor, le consiguió su trabajo como modelo. No obstante, una parte de él seguía sintiéndose desarraigada y solitaria. Ni proletaria ni burguesa, sino tan sólo un híbrido inconexo.
En julio del treinta y seis, el ejército español se alzó contra el gobierno del Frente Popular y estalló la Guerra Civil. En otoño los comunistas empezaron a pedir voluntarios y él fue a King Street y se apuntó.
Tuvo que esperar. La formación de las Brigadas Internacionales, los itinerarios y los puntos de reunión estaban llevando mucho tiempo. Empezaba a perder la paciencia; hasta que, tras otra visita infructuosa al cuartel general del partido, desobedeció al partido por primera y única vez en su vida. Hizo la maleta y, sin decir ni una palabra a nadie, se fue a la estación Victoria y subió al tren que enlazaba con el barco.
Llegó a Madrid en noviembre; Franco había llegado a la Casa de Campo pero, de momento, contenía su avance y los ciudadanos de Madrid mantenían a raya al ejército español. Aunque el tiempo era frío y desapacible, los ciudadanos que cinco años atrás se mostraban tristes y abatidos parecían haber cobrado nueva vida, y se advertía por todas partes un fervor revolucionario y un entusiasmo ardiente. Los tranvías y los camiones llenos de obreros con monos azules de trabajo y pañuelos rojos al cuello pasaban por las calles en su camino hacia el frente, con las palabras «¡Abajo el Fascismo!» pintadas en tiza en los costados.
Tendría que haberse presentado en la sede central del partido, pero ya era muy tarde cuando el tren llegó y se fue directamente a Carabanchel. Un grupo de mujeres y niños montaba una barricada en una esquina de la plaza de los Mera, levantando para ello los adoquines de la calzada. Al ver a un forastero, alzaron las manos haciendo el saludo del puño cerrado.
– ¡Salud, compañero!
– ¡Salud! ¡Hermanos proletarios, uníos! -«Algún día -pensó Bernie-, eso ocurrirá en Inglaterra.»
Le había escrito a Pedro y ellos sabían que iría, aunque no cuándo. Inés abrió la puerta del apartamento; parecía cansada y abatida, y un desgreñado cabello entrecano le enmarcaba el rostro. Se le iluminó el semblante al verlo.
– ¡Pedro! ¡Antonio! -llamó-. ¡Ya está aquí!
Sobre la mesa del salón había un fusil desmontado, un arma de apariencia muy antigua con una boca enorme. Pedro y Antonio examinaban las distintas piezas. Iban sin afeitar y cubiertos de polvo, con sus monos de trabajo sucios de tierra. Francisco, el hijo tuberculoso, permanecía sentado en una silla sin apenas haber crecido después de cinco años, pálido y delgado como siempre. La pequeña Carmela, que ahora tenía ocho años, estaba sentada sobre sus rodillas.
Pedro se limpió las manos con un trozo de papel de periódico y corrió a abrazarlo.
– ¡Bernardo! Menudo día para llegar. -Respiró hondo-. Mañana Antonio se va al frente.
– Estoy intentando limpiar este viejo fusil que me han dado -dijo Antonio con orgullo.
Inés frunció el entrecejo.
– ¡Pero ahora no sabe cómo armarlo!
– A lo mejor, yo te puedo ayudar.
Bernie había estado en el Cuerpo de Instrucción de Oficiales de Rookwood. Y recordaba haber irritado a los demás alumnos diciendo que los conocimientos militares quizá les fueran útiles cuando estallara la revolución. Así pues, ayudó a sus amigos a recomponer el fusil, después despejaron la mesa e Inés sirvió cocido.
– ¿Has venido para ayudar a matar a los fascistas? -preguntó Carmela, mirándolo con unos ojos llenos de emoción y curiosidad.
– Sí -contestó Bernie, acariciándole la cabeza. Después se volvió para mirar a Pedro-. Mañana me tendría que presentar en la sede central del partido.
– ¿Los comunistas? -Pedro denegó con la cabeza-. Ahora estamos en deuda con ellos. Si al menos los británicos y los franceses hubieran accedido a vendernos armas.
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