Tolhurst se encontraba en el centro del salón, conversando con Goach, el cual lo miraba con una ligera expresión de desagrado a través de su monóculo. «Pobre Tolly», pensó Harry de repente. Con su imponente figura, debería haber resultado muy atractivo; pero siempre había en él un no sé qué de lánguido y desgarbado.
Goach se animó al ver acercarse a Harry.
– Buenas noches, Brett. Me parece que será mejor que vigile. El general y su mujer andan en busca de un buen partido para Milagros.
Me lo dijo el hermano del general. Monseñor Maestre. -Señaló con la cabeza hacia el lugar donde el clérigo conversaba con un par de ancianas. En su rostro enjuto y sus modales autoritarios, Harry descubrió un parecido con Maestre.
– ¿Lo conoce, señor?
– Sí, es todo un erudito. Especialista en liturgia de la Iglesia durante el período de la Reconquista. -Goach sonrió e inclinó la cabeza cuando, al oír mencionar su nombre, el monseñor se acercó.
– Ah, George -dijo el clérigo en español-, ya he conseguido unas cuantas suscripciones más. -Su mirada se desplazó hacia Harry y Tolhurst, tan rápida e incisiva como la de su hermano.
– Espléndido, espléndido. -Goach hizo las presentaciones-. Monseñor está al frente de una iniciativa para la reconstrucción de todas las iglesias quemadas de Madrid. El Vaticano ha prestado una gran ayuda, pero la tarea es enorme y se necesita mucho dinero.
Monseñor Maestre meneó la cabeza tristemente.
– En efecto. Pero lo vamos consiguiendo. Sin embargo, nada puede sustituir a nuestros mártires, a nuestros sacerdotes y monjas asesinados. -Se volvió hacia Harry y Tolhurst-. Recuerdo, durante el período más negro de nuestra guerra, que algunas iglesias inglesas nos enviaron sus objetos de oro y plata para compensar lo que habíamos perdido. Fue un gran consuelo, nos hizo sentir que no habíamos sido olvidados.
– Me alegro -dijo Harry-. Debieron de ser unos tiempos muy duros.
– Usted no sabe, señor, las cosas que nos hicieron. Mejor que no lo sepa. Queremos reconstruir las iglesias de La Latina y Carabanchel. -'El clérigo miró a Harry con la cara muy seria-. La gente de allí necesita una guía, algo a lo que aferrarse.
– Hay una iglesia quemada cerca de donde yo vivo -dijo Harry-, en la parte alta de La Latina.
El rostro del monseñor se endureció.
– Sí, y las personas que lo hicieron tienen que saber que no han podido destruir la autoridad de la Iglesia de Jesucristo. Que hemos regresado más fuertes que nunca.
Goach asintió con la cabeza.
– Muy cierto.
Una sonora carcajada indujo a monseñor Maestre a fruncir el entrecejo.
– Lástima que mi hermano haya invitado a Millán Astray. Es tan inculto. Y, encima, falangista. Son todos tan poco religiosos. -Enarcó las cejas-. Los necesitábamos durante nuestra guerra, pero ahora… bueno, gracias a Dios que el Generalísimo es un auténtico cristiano.
– Algunos falangistas lo convertirían en su dios -dijo Goach en voz baja.
– Sin duda.
Harry miró a uno y a otro. Ambos hablaban sin pelos en la lengua. Pero allí todos eran monárquicos, excepto Millán Astray. Ahora el general mutilado peroraba en presencia de un grupo de cadetes; todos parecían estar muy pendientes de sus palabras.
El clérigo tomó a Goach del brazo.
– Venga conmigo, George, le quiero presentar al secretario del obispo. -Saludó a Harry y Tolhurst con una reverencia y se retiró con Goach en medio de un revuelo de faldas rojas.
– Pensaba que nunca iba a terminar. ¿Qué tal te ha ido con la señorita?
– Quería que la llevara al Prado. -Harry miró hacia el lugar donde Milagros conversaba de nuevo con sus amigas. Ella captó su mirada y le dedicó una sonrisa incierta. Se sintió culpable; su repentina retirada debía de haberle parecido una grosería.
– Aquí hay un montón de bomboncitos. -Tolhurst se limpió los cristales de las gafas en la manga-. Supongo que he sido un poco estúpido, burlándome de sus nombres. Pero es que no sé qué me ocurre, no acabo de cogerles al tranquillo a las chicas, al menos en sociedad. -Se tambaleaba ligeramente, algo más que un poco borracho-. Pero es que, verás, estuve tanto tiempo en Cuba que me acostumbré a las putas. -Se rió-. Me gustan las putas, lo malo es que te olvidas de cómo hay que hablar con las chicas respetables. -Miró a Harry-. ¿Entonces la señorita Maestre no es tu tipo?
– No.
– No es una Vera Lynn, ¿verdad?
– Es joven. La pobre chica teme el futuro.
– ¿Acaso no lo tememos todos? Oye, hay un tipo en el gabinete de prensa que conoce una casa de putas cerca del Teatro de la Ópera…
Harry le dio un ligero codazo para que se callara. Maestre se estaba volviendo a acercar a ellos con una ancha sonrisa en los labios.
– Señor Brett, espero que Milagros no lo haya abandonado.
– No, no. Puede estar orgulloso de ella, mi general.
Maestre miró hacia el lugar donde las chicas se hallaban profundamente enzarzadas en una conversación con otros cadetes y meneó la cabeza con indulgencia.
– Me temo que no pueden resistir la tentación de alternar con un joven oficial. Ahora las chicas sólo viven para este día. Tiene usted que perdonarlas.
«Debe de pensar que Milagros me ha plantado», pensó Harry.
Maestre tomó un sorbo, se secó el bigotito y los miró.
– Caballeros -dijo-. Ustedes dos conocen al capitán Hillgarth, ¿verdad? Él y yo somos buenos amigos.
– Sí, señor. -El rostro de Tolhurst adquirió de inmediato una expresión de solícito interés.
– Debería saber -añadió Maestre- que reina un profundo malestar en el Gobierno por la cuestión de Negrín. No fue una buena idea que Inglaterra concediera asilo político al primer ministro republicano. Estos rumores que se escuchan en el Parlamento británico molestan sobremanera a nuestros amigos. -El general meneó la cabeza-. A veces, ustedes los ingleses dejan que aniden las víboras en su pecho.
– Es complicado -dijo Tolhurst con la cara muy seria-. No sé cómo se enteraron en la Cámara de los Comunes de que sir Samuel había recomendado que Negrín fuera invitado a marcharse, pero los laboristas están indignados.
– Ustedes pueden controlar su Parlamento, ¿no es cierto?
– Más bien no -contestó Tolhurst-. Estamos en una democracia -añadió en tono de disculpa.
Maestre extendió las manos, sonriendo perplejo.
– Pero Inglaterra no es una república decadente como era Francia, ustedes tienen una monarquía y una aristocracia, comprenden el principio de autoridad.
– Se lo diré al capitán Hillgarth -dijo Tolhurst-. Por cierto, señor -añadió-, el capitán preguntaba qué tal van las cosas con el nuevo ministro.
Maestre asintió con la cabeza.
– Dígale que no hay ningún motivo de preocupación a este respecto -contestó en un suave susurro.
Se acercó la señora Maestre y le dio a su marido unos golpecitos en el brazo con su abanico.
– Santiago, ¿ya estás otra vez hablando de política? Esto es el baile de cumpleaños de nuestra hija. -Meneó la cabeza-. Tienen que perdonarle.
Maestre la miró sonriendo.
– Claro, cariño, tienes toda la razón.
La mujer miró con una radiante sonrisa a Harry y Tolhurst.
– Tengo entendido que Juan March está en Madrid. Si ha vuelto definitivamente, seguro que organizará algunas fiestas.
– A mí me han dicho que sólo ha sido una visita breve -replicó Maestre.
Harry lo miró. Otra vez Juan March. El nombre que Hillgarth le había ordenado olvidar, junto con el de los Caballeros de San Jorge.
La señora Maestre miró a sus invitados exultante de felicidad.
– Es el hombre de negocios más próspero de España. Tuvo que marcharse bajo la República, naturalmente. Sería bueno que regresara. No se pueden ustedes imaginar qué triste era la vida en la zona nacional durante la guerra. Pero así tenía que ser, claro. Y, cuando volvimos… -Una sombra cruzó fugazmente por su rostro.
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