Alexis se lo preguntó en el camino de vuelta.
– ¿Por qué no los han abierto?
Anouk tardó en contestar.
– No lo sé… A lo mejor los guardan para Navidad…
El resto está confuso en su memoria. Charles recuerda vagamente que le dieron demasiado de comer y que le dio dolor de tripa. Que olía raro. Que hablaban demasiado alto. Que la tele estaba encendida todo el rato. Que Anouk le dio dinero a su hermana pequeña, que estaba embarazada, y también a sus hermanos, y a su padre, unas medicinas. Y que nadie le dio las gracias.
Que Alexis y él al final se bajaron a jugar al descampado que había al lado de la casa, y que cuando él volvió a subir, solo, para ir al cuarto de baño, le preguntó a una señora gorda que no parecía muy simpática:
– Perdone, señora… ¿dónde está Anouk?
– ¿De quién me hablas? -le contestó con malos modos.
– Pues… de Anouk…
– No sé quién es.
Y se volvió hacia el fregadero, mascullando.
Pero a Charles le dolía la tripa de verdad.
– La madre de Alexis…
– ¡Ah! ¿Quieres decir Annick?
Qué malvada, la sonrisita que esbozó entonces la señora…
– ¡Porque mi hija se llama Annick! ¡Anouk no es nadie! Eso es para los parisinos como tú… Para cuando le da vergüenza, ¿entiendes? Pero aquí se llama Annick, así que métetelo bien en la cabeza, mocoso. ¿Y por qué te retuerces así, vamos a ver?
Apareció entonces la hija mayor y le indicó el lugar que buscaba. Cuando salió del baño, Anouk estaba recogiendo todas sus cosas.
– No me he despedido de ellos -se inquietó Alexis.
– No importa.
Lo despeinó.
– Hala, príncipes… Nos largamos de aquí…
No se atrevieron a decir nada durante un buen rato.
– ¿Estás llorando?
– No.
Silencio.
Y después se frotó la nariz.
– Bueno, entonces… esto es un niño que le dice a la profesora: «¡Profesora, profesora! ¿Sabía que las bolas de Navidad tienen pelos?» Y la profesora le contesta: «No, hombre, estás equivocado, ¿cómo van a tener pelos…?» Entonces el niño se vuelve hacia su amigo y le dice: «¡Eh, Noel, enséñale tus bolas a la profesora.»
Anouk lloraba de risa.
Más tarde, en la autopista, mientras Alexis dormía, me dijo:
– ¿Charles?
– ¿Sí?
– Mira, si ahora me llamo Anouk es porque… porque me parece un nombre más bonito…
No le contestó enseguida porque se estaba pensando una respuesta que fuera de verdad fantástica.
– ¿Lo entiendes?
Anouk inclinó el retrovisor para cruzarse con su mirada.
Pero no, no encontraba ninguna respuesta que lo convenciera. Entonces se contentó con asentir con la cabeza sonriendo.
– ¿Estás mejor de la tripa?
– Sí.
– ¿Sabes? -añadió en voz más baja-, a mí también me dolía siempre la tripa cuando…
Y se calló.
Charles no pensaba que su memoria conservara ese tipo de recuerdos. Entonces, ¿por qué de pronto ese bumerang? ¿Por qué las bolas de Navidad, los regalos olvidados, los billetes de cien francos sobre la mesa y el olor de aquella casa, que apestaba a fritanga y a envidia rancia?
Porque…
Porque en la tumba del emplazamiento J93 podía leerse, encima de su fecha de nacimiento y de muerte:
LE MEN ANNICK
«Los muy hijos de puta…» fueron sus únicas palabras de respeto ante la tumba.
Volvió al coche a grandes zancadas, abrió el maletero y revolvió entre el desorden.
Era un espray de tinta fluorescente que utilizaba en las obras. Lo sacudió, se arrodilló junto a la tumba, empezó por preguntarse cómo se las iba a apañar para eliminar la «n» que sobraba y juntar la «i» con la «k», luego decidió tacharlo todo y le devolvió su verdadero rostro.
¡Bravo! ¡Esto merece un aplauso! ¡Qué valor! ¡Qué magnífico homenaje!
Perdón.
Perdón.
Una señora mayor que iba a la tumba de al lado se lo quedó mirando con el ceño fruncido. Charles volvió a ponerle la tapa al espray y se levantó.
– ¿Es usted de la familia?
– Sí -contestó él secamente.
– No, se lo pregunto… -se le contrajo la boca en una mueca- porque… bueno, hay un vigilante, pero…
La mirada de Charles la intimidó. Limpió la sepultura, cambió las flores y se despidió de él.
Debía de ser la viuda de Maurice Lemaire.
Maurice Lemaire, que tenía una bonita placa, cortesía de sus amigos cazadores, con un fusil muy chulo en relieve.
Vaya vecino, ¿eh, Anouk, cariño?, mejor imposible. Pero dime una cosa… Estáis aquí como sardinas en lata, ¿no…?
Cuando ya se marchaba, vio al que debía de ser «un vigilante, pero…»
Era negro. Ah, vale… Charles entendía ahora lo del «pero».
Al meterse en el coche, le molestó el olor de las flores. Las tiró a un contenedor y consultó su reloj.
Bien. Le daba tiempo a llamar al idiota ese antes de embarcar.
Su secretaria trató de pasarle con él varias veces. Luego Charles se desentendió y terminó por descolgar el teléfono.
Con la mirada perdida y las uñas de los pulgares profundamente clavadas en la goma del volante, sintió como un vértigo.
Dar media vuelta… Inventar un accidente… Fingir que había perdido el avión, añadir «por los pelos», rodear París, cambiar de coche, tomar la salida de cómo se llamara la ciudad esa, ir en dirección al pueblo no sé qué, buscar la calle lo que fuera y abrir la puerta del número 8.
Encontrarlo al fin.
Y partirle la cara.
De todas maneras, debía haberlo hecho hacía veinte años… Pero nada de remordimientos, entre tanto había engordado al menos diez kilos y acumulado un poco de resentimiento. Su mandíbula lo notaría.
Pero no. El pequeño Rocky con americana de tweed puso el intermitente y recuperó su sitio en el carril de la izquierda. Se había comprometido. Iría a aburrirse a uno de los salones del Park Hyatt de Toronto y volvería con la cabeza y el maletín llenos de Advances in Building Technology que no le devolverían ni las grúas ni la fe.
Sí… Cuando redactaran su obituario, no sabrían muy bien qué poner… ¿Arquitecto, dice?
¿Cómo? Ya no me acuerdo… Tiene gracia, durante todos estos años más bien me ha parecido que lo que hacía era tirar de un negocio… Tirar. Eso es. Tirar de un burrito con anteojeras que no quería alejarse de su pozo.
Entre todo ese polvo, ¿dónde exactamente se había perdido la mano de Jean Prouvé? ¿Y todas esas horas dedicadas a leer los Cuadernos de arquitectura de Albert Laprade a una edad en que los demás coleccionaban cromos? ¿Y la abadía románica de Le Thoronet? ¿Y las líneas del gran Alvaro Siza? Y todos esos viajes de estudios sin más riqueza que sus dibujos…
Y siempre, siempre, la huella, el sello de Anouk Le Men sobre ese pequeño trajín que para Charles haría las veces de carrera y de vida…
Porque sí, Anouk titubeaba, sí, se escupió en la mano para aplastarles los remolinos del pelo, sí, se le cayeron todos los paquetes al cerrar la puerta del maletero y sí, de repente les hablaba con dureza, pero eso no le impidió darse la vuelta, seguir con la mirada el desasosiego de ese niño que lo tenía todo desde pequeñito, levantar ella también la cabeza, esperarlo y declararle muy seria cuando él la alcanzó:
– Charles… tú que dibujas tan bien… ¿Sabes?, de mayor deberías ser arquitecto… Y apañártelas para prohibirles que hagan estos horrores…
Y el niño que dibujaba tan bien, que bajaba con pudor la cabeza cuando Pavlovich arrugaba sus sobres de sobornos, que solía viajar en business, que iba a asistir a una conferencia muy costosa en un hotel de la Five Star Alliance donde -lo decía en el programa que le habían dado- podría disfrutar de un servicio de spa con water-falls (cascadas) y streams (corrientes) y que probablemente se quedaría traspuesto con los auriculares puestos después de pegarse una buena comilona, sí, ése, ese desgraciado se pasó la salida de la terminal 2 y gritó dentro de su concha de chapa.
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