Manuela Robustiana de Rosas y Ezcurra, luego señora de Terrero (1817-1898), es algo más que la hija del dictador Juan Manuel de Rosas; la memoria colectiva del país la ha elevado a la categoría de mito; ella es el ángel de bondad, el hada bienhechora que, en una época difícil, cumple el rol femenino por excelencia: la misericordia, la compasión, el apoyo sin límites a la figura del varón de la familia. Este mito angelical tiene su campo de acción privilegiado en la quinta de Palermo, hoy convertida en paseo público, donde aún se conserva un retoño del árbol bajo el cual pedía perdón a su padre para los condenados. Cuenta además con un espléndido retrato, obra del artista Prilidiano Pueyrredón, que la representa con el gesto cordial de la anfitriona en un salón de la época federal, vestida de rojo punzó, pálida, morena, sonriente dentro de su relativa belleza, tipo acabado de la criolla del siglo pasado, en suma.
Manuelita Rosas, como la conoce la historia, fue la mujer argentina más célebre de su tiempo, no sólo en la Confederación, sino en los países que mantenían relaciones con el gobierno de Buenos Aires. A mitad de camino entre la leyenda y la historia, la simpática hija del Restaurador ha despertado pocas polémicas entre los historiadores, sean éstos partidarios u opositores de su dictatorial padre. Esto es porque sintetiza de algún modo la esencia de las virtudes femeninas tradicionales, de la hija abnegada, esposa y madre ejemplar, incapaz de generar ideas propias y sostén fiel de las que sustentan los varones del clan. Ella resulta así la antítesis de la concepción de la mujer en el feminismo actual, que privilegia el proyecto de vida personal más que la sumisa adopción de valores y proyectos ajenos.
Se acepta pues a Manuelita porque carece de los rasgos ríspidos de su madre, que trasgredió con su audacia y su violencia los límites que la sociedad imponía a la participación de las mujeres en la política. Resulta asimismo más amable que su abuela, la vehemente misia Agustina, que ostensiblemente siempre quería salirse con la suya. Manuelita en cambio es el eterno femenino presente en la vida del Restaurador, sobrellevando con ánimo ecuánime los riesgos de un período de odios profundos y de venganzas interminables y aplicando su inteligencia al difícil arte de sobrevivir, en lo que resulta una auténtica maestra.
Sobre la hija del dictador se ha escrito mucho, desde que José Mármol y Miguel Cané compitieron amablemente en Montevideo (1850) por ganarse el ánimo de Manuela mediante la redacción de unos rasgos biográficos de buena factura literaria en el que deslindaban la responsabilidad del dictador de la de su hija. Documentos públicos, memorias, comentarios periodísticos y un gran número de cartas escritas por la propia Manuelita forman un conjunto valioso de fuentes del que no pueden excluirse los relatos verídicos y los imaginarios que revelan los sentimientos contradictorios que ella supo despertar. [154]Porque, ¿cuántos soñaron con Manuelita en su época? ¿Quién puede dudar del atractivo erótico que ella supo ejercer sobre la política y la diplomacia de su tiempo?
Princesa de una corte sin reino, transitó por la historia indiferente a las especulaciones que se tejieron alrededor suyo desde su primera juventud cuando llevó el cetro de la sociedad porteña; logró mantener su dignidad imperturbable en el exilio voluntario que le exigía su devoción filial que asumió sin quejas y también, fuerza es reconocerlo, sin la menor crítica. Sólo a veces la hija de Rosas, convertida ya en señora de Terrero, desliza alguna reflexión personal, como cuando se regocija porque sólo ha tenido hijos varones “pues como tengo la experiencia de lo que tenemos que sufrir en este mundo las mujeres, la incertidumbre de la suerte futura de mi hija me haría estar en constante ansiedad”. [155]
Sin embargo cuando nació Manuelita nada parecía augurarle un destino fulgurante. Vino al mundo el 24 de mayo de 1817 en el hogar formado por Juan Manuel Ortiz de Rozas y Encarnación Ezcurra y Arguibel. Esta pareja de hacendados tenía ya un hijo varón, Juan (1814) y el año anterior había tenido la desgracia de perder a una niña recién nacida. Tal vez por voluntad de la madre, empeñada en agradar al esposo, los dos hijos sobrevivientes fueron bautizados con sus nombres: Juan y Manuela.
La niña tenía tres años cuando su padre se proyectó políticamente en octubre de 1820 al frente de las milicias gauchas que había adiestrado en el pago de San Miguel de la Guardia del Monte. Ella no guardaba un recuerdo preciso sino una vaga y confusa impresión de esos días angustiosos de octubre. Rosas, al despedirse de su familia con motivo de partir otra vez en campaña, recordaría con cierto énfasis que le era habitual, su condición de hijo, esposo y padre, pero no hay más menciones a su paternidad en los documentos privados pertenecientes a la etapa juvenil de la vida de Juan Manuel de Rosas.
“Doña Encarnación -dice Ibarguren- no supo verter la dulzura inefable que entibia el regazo materno (…) Pero la niña, como esos manantiales insospechados que brotan en campos yertos, vino trayendo en el fondo de su ser una fuente límpida y profunda.” [156]En el capítulo anterior de este libro se ha hecho referencia al desapego de Encarnación en relación con sus hijos. Era el tipo de mujer más adicta al marido que a la prole, pero al mismo tiempo, gracias a la protección que ofrece la familia extensa con múltiples parientes que ofician de padres y madres sustitutos, los niños de Rosas no carecieron de afecto aunque el padre estuviera siempre ausente en el campo y la madre empeñada en tareas políticas o en el cuidado de los intereses económicos de la familia. Por eso no puede sorprender que en la media docena de esquelas y cartitas escritas por Manuela a sus amigas, cuando tenía entre 14 y 17 años de edad, no haya referencias a sus progenitores y se mencione en cambio a tíos, primos y amigos. Es el suyo el universo de una niña que sale de la infancia y encuentra entretenimientos múltiples y pocas obligaciones, en suma, la hija de familia rica y de un padre prestigioso, que es nada menos que el gobernador de la provincia. Las amigas la rodean y disputan su amistad; tiene ya en ciernes el pequeño séquito de relaciones que la acompañará permanentemente en Buenos Aires y sus penas se reducen al alejamiento temporario de una amiga querida y a poco más que eso. Varias cartas escritas por la hija de los Rosas a su prima Dolores Fuentes Arguibel muestran las inquietudes y el mundillo personal de estas adolescentes: comprar peinetones de carey, último grito de la moda rioplatense, en la tienda de don Manuel Masculino, prestarse chales y vestidos, pasear por la alameda acompañadas de amigos y festejantes, ir a fiestas y celebraciones y, por supuesto, los celos y las rivalidades infaltables entre amigas que todavía no han centrado sus intereses más definitivamente en el sexo opuesto.
En esquela a Dolorcitas dice Manuela: “Mi querida amiga: te contesto ahora a tu exquisita de esta mañana en la cual me pedías algunas cosas que tenías aquí y me decías que, si iba mañana al funeral de Bolívar, te mandara decir; yo quién sabe se iré, pero mi tía Pepa ha de ir sin falta y así es que podés venir con ella, si no vas conmigo vas con mi tía Pepa que ya te digo sin falta ha de ir. No te podés figurar cómo está Mercedes Arana (hija de Felipe Arana) de cargosa porque vaya con ella a la fusión (sic). Soy tuya eternamente. M. Rosas. No te rías ni dejes de venir, Dios te guarde”.
Otra de esas cartitas dice: “Dolorcitas, ¿qué habrás juzgado tú de mí? Sin duda que no voy porque no te quiero: pero no, no es por eso sino porque he tenido mucho que hacer y ha sido imposible cumplir con mi palabra. Mercedes me dice que esta noche van a un baile, ve si necesitas algo, te advierto que si vas con vestido blanco, te pegará muy bien un chal que tengo chiquito punzó. Manda con confianza pues bien sabes tú que no tiene nada reservado para ti tu amiga hasta la tumba. Ma. de Rosas. Si mandas por algo, manda temprano pues me parece que yo he de salir a una visita; tengo muchas ganas de verte”.
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