Doña Encarnación se siente segura de su amor y de su deseo de estar junto al marido, pero no parece tener la misma certeza sobre los sentimientos de él. ¿Teme disgustar con su presencia a su bello, autoritario y displicente esposo? Parece probable que en la pareja fuera ella la que más quería, la que más extrañaba; no se sentía dueña del afecto de Juan Manuel y, en ese sentido, se diferenciaba de su suegra, misia Agustina, que reinaba sin rivales en el ánimo de don León. Si bien no hay rastros de celos en la correspondencia del matrimonio, en la que priman los asuntos políticos, debe tenerse en cuenta que ésta es sólo una pequeña parte del total de cartas intercambiadas en 25 años de casados en los que sus ocupaciones mantenían a Rosas alejado de su hogar por períodos prolongados. Es difícil imaginar que Rosas no tuviera alguna mujer cerca en sus campamentos o en sus estancias al discreto estilo que adoptó en su viudez. Por otra parte, él tuvo buen cuidado de quemar parcialmente su documentación cuando se hallaba en Inglaterra; [134]por eso la historiografía queda siempre a la espera de nuevas pruebas sobre la relación de esta pareja.
Los contemporáneos también se interesaron por tales asuntos: supone Iriarte que fue a través de la acción política como Encarnación quiso ganar espacio afectivo, pero que la Heroína “nada adelantó en el corazón de su esposo, que la miró siempre, y la trató también, como a cosa de poco valor, y de la que no hacía ningún aprecio. Hasta se asegura que le puso después muchas veces las manos: la aborrecía y miraba con hastío”, agrega, rencoroso, al referirse a la mujer que había sido alma y directriz de los sublevados de octubre.
¿Son estas suposiciones el mero producto de la maledicencia de la aldea porteña, o contienen elementos de verdad? Pegar a la esposa como ejercicio de la autoridad doméstica no era algo mal visto en la familia Rosas; don León ejerció ese derecho simbólicamente con doña Agustina, y se lo recomendó a su yerno, el general Mansilla, por si “Agustinita necesitaba”. [135]
Sobre la cuestión del sometimiento de Encarnación a su cónyuge, opina una amiga de la familia, Mariquita Sánchez de Mendeville. La esposa del cónsul general de Francia en la Confederación, se cartea con Rosas a propósito de un incidente en la acreditación del nuevo cónsul que debía reemplazar a Mendeville en 1835. Juan Manuel plantea la duda de si le ha escrito una americana o una francesa y ella responde muy suelta:
“No quiero dejarte la duda de si te ha escrito una francesa o una americana. Te diré que desde que estoy unida a un francés, he servido a mi país con más celo y entusiasmo y lo haré siempre del mismo modo a no ser que se ponga en oposición de la Francia, pues en tal caso seré francesa, porque mi marido es francés y está al servicio de esa nación. Tú que pones en el cepo a Encarnación, debes aprobarme, tanto más cuanto no sólo sigo tu doctrina, sino las reglas del honor y del deber. ¿Qué harías si Encarnación se te hiciera unitaria? Yo sé lo que harías”. [136]
¿Aludía Mariquita a un hecho concreto y reciente en el que por una diferencia de criterios la mujer de Rosas hubiera sido castigada por su marido? ¿Hubo quizás alguna clase de fractura ideológica en la pareja una vez obtenida la plenitud del poder? Lucio V. Mansilla, tan locuaz en lo que hace a la historia de sus abuelos maternos, se muestra parco al hablar de sus célebres tíos. Lo resuelve en pocas palabras diciendo que “a nadie quizás amó tanto Rosas como a su mujer, ni nadie creyó tanto en él como ella”, y advierte que no debe maravillar que haya sido calumniada, pues era la mujer de Rosas y eso bastaba. [137]
Lo cierto es que a partir de 1835 resulta difícil encontrar rastros de la vida pública de Encarnación, tal vez por razones políticas o más probablemente porque su salud empezaba a flaquear. Pero antes de que la enfermedad haga desaparecer definitivamente a la esposa del gobernador de la escena pública, debemos al encargado de Negocios de Francia, el marqués Vins de Peysac, un retrato moral y físico del personaje. El documento, una carta de Vins al ministro de Relaciones Exteriores de su país trasunta la simpatía que el diplomático siente por Rosas, y su rivalidad con los Mendeville. Dice así:
“Madame Rosas es una mujer de cerca de 40 años, más pequeña que grande, y no parece de una salud robusta, pero ella se anima al hablar, y es fácil ver que tiene alma y energía cuando las circunstancias lo exigen. Yo no diré como un ministro del Rey que ha visitado Buenos Aires y ha escrito la historia bajo el dictado de Madame Mendeville, mujer de un espíritu superior en verdad, pero que embellece muy fácilmente todo lo que dice para entretener a los que la escuchan, yo no diré que Madame Rosas lleva un par de pistolas a la cintura junto con un puñal, pero diré que si su marido y su patria estuvieran en peligro, esta mujer sería capaz del mayor arrojo y de los mayores esfuerzos que sólo el coraje sabe inspirar. He aquí lo que pude percibir de su carácter en los pocos instantes en que tuve el honor de verla: me pareció, por otra parte, que ella tiene mucho espíritu natural y las maneras de la buena sociedad, de la que su casa era otrora el centro”. [138]
La carta concluye con algunas consideraciones sobre la familia Arguibel, cuyo origen francés destaca; explica, además, que los asuntos políticos del gobierno de Buenos Aires, para ser bien analizados, precisan de estos datos acerca de los linajes y los grandes clanes sociales.
Los informes diplomáticos, dentro de los cuales se incluye este documento, describen el clima de sometimiento al poder público que se instala en la ciudad. Cuando el cuerpo del ex gobernador Balcarce, fallecido en el exilio, es traído al cementerio de Buenos Aires, sólo unos pocos parientes y los cónsules francés y norteamericano acompañan el cortejo. La gente tiene miedo, aunque se trate de una de las primeras familias del país y de las que más han contribuido a la causa de la Emancipación. Cuando se fusiló a decenas de indígenas en el cuartel, en represalia por una sublevación de tribus hasta entonces amigas, la sangre corrió pero los periódicos nada dijeron.
Entre tanto se eclipsaba la mujer de Rosas. Tal vez consumida por su entrega apasionada al marido y a la lucha política, su salud había empeorado. Mantenía como siempre su clientela y sus recomendados. Pero era su hija, la simpática Manuela, la que figuraba en las crónicas mundanas, por ejemplo, en la fiesta que ofreció el encargado de Negocios de Francia en honor del rey Luis Felipe (1836), o en el asado que organizó el coronel Martín Santa Coloma en su quinta suburbana en octubre de ese mismo año para conmemorar una fecha federal. La Niña acudía acompañada por sus tías, la inseparable María Josefa, y también Agustina, la hermosa señora de Mansilla. [139]Empezaba ya a prevalecer el círculo femenino de Palermo, más frívolo y fiestero, menos politizado y más dócil de lo que era Encarnación.
Una de las últimas menciones de la actividad pública de esta señora se encuentra en la Historia de los gobernadores de A. Zinny. Dice que en 1837 el general Juan Thomond O'Brien, irlandés de nacimiento que había peleado en la guerra de la Independencia y luego pasado al servicio del presidente de la Confederación Perú-Boliviana, general Santa Cruz, llegó a Buenos Aires con una misión diplomática que luego fracasó debido a que ya había estallado la guerra con la Confederación Argentina. Rosas lo puso preso por precaución y estaba dispuesto a fusilarlo. El doctor Maza, no pudiéndolo hacer desistir de este propósito, apeló a Encarnación, la cual fue a arrodillarse a los pies del gobernador intercediendo por el preso. A esto debió O'Brien la demora que sirvió para salvarlo. [140]
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