Señor don Gregorio Tagle
El tiempo se acerca ya
en que todos sus delitos
con su sangre va a pagar.
Prepárese, pues, con tiempo,
ya se puede confesar
mire que dentro de poco
el violón le van a tocar.
La noche que lo agarremos
Saliendo de “visitar”
la rubiecita su amiga;
fijo lo hemos de matar.
Alerta, señor ministro,
que nada le valdrá,
Su astucia ni sus intrigas
Es malvado y morirá. [112]
El terrorismo estaba pues a la orden del día. También la propaganda mediante impresos y retratos, que era muy bien utilizada por la facción federal neta: “Encarnación y María Josefa deben hacer que las madres de los libertos les escriban del mismo modo y que les manden impresos. A esta clase de gente les gustan los versos, y también les ha de agradar el Restaurador con el retrato. Sería muy conveniente que se hiciese muy parecido sin pararse en el costo”, escribe Rosas a Felipe Arana desde su campamento en el Río Colorado el 28 de agosto y agrega “debe decírseles a las dichas madres que al regreso de la campaña les voy a dar de baja a todos ellos, para que vayan a atenderlas en su trabajo, bajo la seguridad que esto así lo he de hacer cuando se los quite el gobierno, pues que cuando él quiera oponerse ya ha de estar hecho”.
Tales promesas se compaginaban mal con la idea de guardián del orden que Rosas procuraba dar a su imagen pública; pero en esos momentos estaba más empeñado en socavar al gobierno y utilizaba en su afán su conocimiento de las preocupaciones básicas y de los anhelos profundos de las mujeres de condición humilde. Percibía la importancia de su rol en la economía familiar y su interés por conseguir protección y trabajo. Tampoco escapaba a su percepción la presencia en Buenos Aires de un nuevo actor social, el liberto, que gracias a los decretos de la Asamblea del año XIII debía ser emancipado al alcanzar la mayoría de edad convirtiéndose así en un posible factor más del triunfo de los rosistas si se sabía atender a sus intereses.
Pero el Restaurador se mostraba asimismo atento a las opiniones de las mujeres de estratos sociales más elevados y recomendaba a Arana hacer observar a la señora del coronel Rodríguez, que estaba junto a él en el Colorado, lo mismo que a las de los demás jefes “pues ya se sabe que las opiniones de las mujeres son generalmente las de los maridos”. [113]
Entretanto Encarnación prosigue infatigable su tarea de acción política. Escribe a todos; ningún posible amigo escapa a su solicitud, a su cortesía sencillista, tolerante, que conoce el arte sutil de poner la distancia necesaria sin que se advierta. Tiene motivos de satisfacción, pues su marido ha llevado a buen término su expedición al desierto, mientras se ha fortalecido en la provincia la causa de los apostólicos: “Las masas están cada día más bien dispuestas -le escribe- y lo estarían mejor si tu círculo no fuera tan cagado, pues hay quien tiene más miedo que vergüenza, pero yo les hago frente a todos y lo mismo peleo con los cismáticos que con los apostólicos débiles, pues los que me gustan son de hacha y tiza”. [114]
Mientras cunde la apatía general, sólo ella ha conservado “el calor necesario entre las masas”, reconoce Prudencio Rosas, su cuñado. Y otro federal neto, el diputado Mariano Lozano, corresponsal de Juan Manuel, le dice que Encarnación, “vale por mil mujeres” y que por su resolución y tesón hará el trabajo más grande para las próximas elecciones. [115]
La mujer de Rosas le escribe en esos días a Facundo Quiroga, que la ha designado su apoderada en Buenos Aires: “Nada molesto es para mí ocuparme de lo que usted considerase útil. Yo soy la favorecida en merecer la confianza con que usted ha distinguido a la esposa de su mejor amigo”. Ella se encargará de cobrarle las dos letras por varios miles de pesos en onzas de oro, pero al mismo tiempo, manda copia de cada carta que le envía a Quiroga a su marido. También se dirige a Francisco Reynafé, hermano del gobernador de Córdoba, preparándolo, lo mismo que a Quiroga, para los acontecimientos que se aproximan: “Soy la esposa del general Rosas y nada más me cabe agregar sino el voto de gratitud que me obliga a tributar a usted el reconocimiento debido”. [116]
Los acontecimientos se precipitan involucrando cada vez más a las grandes familias políticas de la ciudad. El 2 de octubre la prensa cismática publica un aviso en el que se solicitan materiales sobre la vida privada de los Anchorena, Zúñiga, Maza, Guido, Mansilla, Arana, doña Encarnación Ezcurra, doña Pilar Spano (de Guido), doña Agustina Rosas, doña Mercedes (Puelma) de Maza y de cualquier otra persona del “círculo indecente de los apostólicos”. [117]Dichos materiales son para Los cueritos al sol, publicación de nombre pintoresco que próximamente saldrá a luz.
Encarnación escribe ese mismo día a su esposo: “Esta pobre ciudad no es ya sino un laberinto, todas las reputaciones son el juguete de estos facinerosos, por los adjuntos papeles verás cómo anda la reputación de tu mujer y mejores amigos; mas a mí nada me intimida, yo me sabré hacer superior a la perfidia de estos malvados y ellos pagarán bien caro sus crímenes (…) Todo, todo se lo lleva el diablo, ya no hay paciencia para sufrir a estos malvados, y estamos esperando cuando se maten a puñaladas los hombres por las calles (…) Dios nos dé paz y tranquilidad”, concluye imprevistamente la aguerrida señora. [118]
En esas vísperas revolucionarias, no todas las mujeres admitían riesgo para su reputación con ánimo comparable al de doña Encarnación. Ante la amenazante publicación de Los cueritos, Andrea Rosas de Saguí, la hermana de Juan Manuel que tenía mejor relación con los liberales, acudió a casa de don Tomás de Iriarte acompañada por una tía del general, que era persona de su amistad. Venía a pedirle que usara toda su influencia entre los cismáticos para evitar un grave mal que tenía consternada a toda su familia: el temor de que al día siguiente se publicara una nota sobre la vida de Mercedes Rosas, una de las hermanas menores del Restaurador que aún permanecía soltera. “Esta señorita -afirma Iriarte- no tenía en efecto la mejor reputación en cuanto a castidad, hechos muy públicos y escandalosos la habían del todo desacreditado”. Pero conmovido por el pedido de doña Andrea, Iriarte le aseguró que intercedería ante el general Olazábal, que manejaba los ataques de la prensa, para detener tan lamentable publicación. La señora de Saguí, por su parte, se comprometía a realizar una gestión similar ante su cuñado, el general Mansilla, que cumplía las mismas funciones que Olazábal dentro del bando apostólico. Y de este modo cesaron por algún tiempo los excesos de la prensa porteña para reiniciarse poco más tarde. [119]
Por fin se llega al 11 de octubre en que un pretexto, el juicio de prensa contra el periódico El Restaurador de las Leyes, sirve para movilizar a las masas federales de los suburbios hacia el centro de la ciudad. La plebe reunida frente a la casa de justicia pretende ejercer el derecho de peticionar a las autoridades para defender a Rosas. Luego, mientras el gobierno de Balcarce, desconcertado, no sabe qué actitud seguir, grupos armados de federales apostólicos se hacen fuertes en Barracas, al sur de la capital, a la espera de adhesiones. Las tropas del ejército provincial se van desgranando en favor de los rebeldes. [120]
Rosas, a la distancia, procuraba no mezclarse en estos sucesos mientras fuera posible a fin de mantener su imagen de hombre de orden respetuoso del gobierno. Correspondía entonces a Encarnación reemplazarlo en el sitio de peligro y ella, gozosamente, llevaría el peso de la conducción política en medio de la crisis.
Su casa era el verdadero cuartel general de los revolucionarios, mejor dicho, su centro de informaciones, porque los Colorados rebeldes continuaban en los suburbios, sitiando a la capital y obstaculizando el abasto (procedimiento ya utilizado en el curso de 1828 para demostrar el poder de la campaña sobre la ciudad). Según lo había previsto Encarnación, los federales “de casaca”, temerosos, buscaron refugio en lo de diplomáticos amigos. Así lo hicieron Anchorena, Arana y Guido; Juan Nepomuceno Terrero, en cambio, prefirió mantenerse en su casa. En cuanto a Encarnación, gestionó ante Washington de Mendeville, el cónsul de Francia que estaba casado con Mariquita Sánchez, amiga de la familia pero opositora política, algún tipo de protección: “cuando el clima se agravó -explicó el cónsul al ministro de relaciones exteriores de Francia- muchas personas, entre ellas Madame Rosas, me hicieron solicitar si podían, en caso de acontecimiento, hacer depositar en mi casa lo que tenían de más precioso y venir a buscar asilo”. [121]
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