Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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Desde el inicio de la cruzada americana, ahora la misma figura en un aeropuerto parecía tener como única meta estrellar un avión sobre nuestras asustadas cabezas.

Los periodistas y los que ejercen presión sobre ellos son los arquitectos de lo que llamamos realidad, aunque sólo sea propaganda, porque la gente cree más lo que sale en televisión o en los periódicos que lo que ve con sus propios ojos.

En el mostrador de mi vuelo ya se había formado una larga cola y los empleados de Swiss International empezaban a introducir las tarjetas de embarque en las máquinas validadoras.

Al situarme en la cola con mi equipaje de mano me sentí repentinamente exhausto. Como si ya tuviera un pie en casa, tras dos semanas trabajando sin interrupción, de repente mis músculos se habían aflojado.

Necesitaba urgentemente unas vacaciones. Ya me veía zanganeando en mi diminuto jardín de Santa Mónica. Después de llenar la nevera, me instalaría en la hamaca con una novela de misterio bien gruesa y una tetera llena hasta los bordes. No haría otra cosa en unos cuantos días, excepto alguna visita con Ingrid a la hamburguesería del barrio.

Frente a un batido gigante, ella me pediría que le contara todo, aunque a la tercera frase ya me habría interrumpido para contarme sus batallitas de instituto. Cosas del tipo: «¿Sabías que Josh, el hijo de los Martin, se rompió las piernas al saltar una valla durante un concierto de Muse?».

Luego me echaría una siesta en el sofá y volvería al jardín con el novelón y la tetera.

Estos pensamientos idílicos fueron perforados por unos pasos nerviosos, probablemente de tacones de aguja, que fueron aumentando de intensidad hasta detenerse a mi lado. Faltaban tres personas para que llegara mi turno.

Entonces una voz cristalina con acento inglés dijo:

– ¿Leo Vidal?

Me giré lentamente hacia la voz como si despertara de un sueño, por segunda vez aquella mañana. Quien había pronunciado mi nombre era una mujer de unos treinta años con el pelo negro recogido en una cola. Vestía un abrigo largo de cuero y era extremadamente atractiva. Sus ojos verdes ligeramente rasgados me escrutaban expectantes.

Aun así, que alguien desconocido te identifique en un aeropuerto y pronuncie tu nombre nunca es una buena noticia. Tenía que ponerme en guardia. Sin embargo, antes de que pudiera contestar, la mujer tomó mi silencio por una afirmación y dijo:

– Tenemos que hablar.

5

Perdí mi lugar en la cola y nos alejamos entre las miradas inquietas de los pasajeros, que ya me habían catalogado como un tipo peligroso, dispuesto a secuestrar el avión o a hacerlo saltar por los aires. Afortunadamente para ellos -supuse-, una bella agente de la policía secreta suiza me había detenido antes de que fuera demasiado tarde.

Irritado con esta deducción, me encaré a la desconocida:

– ¿Sucede algo? No sé si se ha dado cuenta, pero estoy a punto de embarcar. ¿Quién es usted?

– Puede llamarme Cloe, tengo un apellido demasiado complicado. Su cliente me ha pedido que le localice inmediatamente. He tenido suerte de encontrarle.

Estas palabras cayeron sobre mí como un telón de presagios funestos. La experiencia me decía que cuando un cliente, tras acabar un trabajo, contacta contigo es que no está satisfecho con el resultado y vas a tener problemas.

– Si no está contento con el informe -me defendí-, puedo implementarlo en California para que quede a su gusto. Hoy día no es necesario…

– Al contrario -me interrumpió con una sonrisa radiante-, está tan impresionado con su trabajo que desea confiarle un nuevo encargo. Algo de más envergadura. La remuneración será generosa, y es una investigación que no requiere papeleo.

– Estoy básicamente de acuerdo -repuse mientras observaba de reojo cómo la cola de embarque se tragaba a los últimos pasajeros-, pero ahora no tengo tiempo de charlar. ¿No podría concretarme el encargo por correo electrónico? Ya habrá tiempo de discutir los detalles por teléfono. Tengo que tomar este avión.

– No sabe cuánto lamento entorpecer su viaje, pero está previsto que usted tome un vuelo diferente. Lógicamente, los honorarios incluirán una compensación por un cambio de planes tan precipitado.

Esto era más de lo que estaba dispuesto a tolerar. No permitiría que un individuo que se refugiaba en el anonimato decidiera caprichosamente sobre mi vida.

– Lo siento mucho -repliqué-, pero en esta ocasión no puedo aceptar el trabajo. Vuelvo a casa.

Cloe pareció consternada al oír esto. Sin embargo, una mueca de obstinación en su mejilla indicaba que no se daba por vencida.

– Le ruego que no tome una decisión antes de escuchar nuestra oferta. Estoy segura de que no podrá rechazarla. Cuando el jefe confía en alguien, se niega a contemplar otras opciones. No es de los que aceptan un no por respuesta.

– Pues en mi caso tendrá que hacer una excepción. Me esperan en casa. Mándele mis respetos y adiós.

Dicho esto, me dispuse a alcanzar el mostrador de embarque, pero Cloe me cortó el paso sin apenas tocarme. La tenía tan cerca que podía aspirar su perfume: una esencia ligeramente dulzona y especiada.

Indignado, me di cuenta de que era la segunda vez que me retenían contra mi voluntad aquella mañana. Iba a soltarle un improperio, pero la mirada verde de Cloe se torno fría y brillante como la de una serpiente.

– Se está equivocando gravemente, Leo. Llevo trabajando siete años para él y sé lo que me digo.

– Puede que sea así -dije conteniendo la ira-, pero prefiero ser yo quien se equivoca a que otros decidan por mí.

Cloe inspiró profundamente antes de sentenciar:

– Si toma ese vuelo, todo su trabajo en Suiza no habrá servido de nada, ni para nosotros ni para usted. Si el jefe ve defraudada la confianza que ha depositado en usted, no dudará en cancelar el pago del cheque que lleva en el bolsillo. Por favor, medítelo.

Aquello había sido un golpe bajo. La confirmación definitiva de que mi cliente, además de ocultarse en las sombras, jugaba sucio. Y lo peor de todo era que no tenía elección. Echando un rápido cálculo, entendí que los 5.000 dólares del primer cheque los habría absorbido ya la hipoteca y los cargos de mis dos tarjetas de crédito.

Si volvía ahora con las manos vacías, no tendría dinero ni para tomar un café en el bar de la esquina. Después de dos semanas de trabajo tendría que volver a mendigar artículos mal pagados en revistas locales.

Como si parte de esta amarga reflexión hubiera resonado en el interior de Cloe, su expresión se relajó súbitamente y extrajo de su abrigo de cuero un sobre abultado. Me lo tendió mientras declaraba:

– Si acepta el encargo, puedo canjearle ahora mismo ese cheque por efectivo, más otros 5.000 dólares para los primeros gastos. El dinero será suyo sólo por escucharme y olvidarse de ese avión.

– O sea, que me ofrece doble o nada -dije ofendido, pero pensando ya en los 10.000 dólares que podía embolsarme.

– Algo así -dijo Cloe con expresión victoriosa, mientras me señalaba con la cabeza una cafetería de la terminal.

6

Mientras pedía mi segundo café, pude ver a través de la cristalera que mi avión se elevaba como un pájaro que abandona su nido en busca de parajes más benignos. Con él se iban mis sueños de placidez: Ingrid, la tetera y la novela tendrían que esperar.

Y lo peor de todo era que aún no había logrado saber cuál era el encargo por el que había renunciado a mi regreso. Cloe se había limitado a entretenerme con elogios sobre mi informe, además de comentar curiosidades sobre la vida en Suiza.

Mi bella acompañante -¿o debería decir vigilante?- tenía una capacidad extraordinaria para eludir mis preguntas y llevar la conversación al terreno que le interesaba. Sobre el misterioso mecenas que pagaba aquel trabajo sólo había logrado saber que estaba al frente de una fundación.

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