En el tren de Berna a Zúrich pude confirmar esta observación. Pese a la lluvia fina y constante, todo era de postal. Cada casa, incluso cada montículo, parecía haber sido colocado siguiendo un ordenado diseño.
Cuando me cansé de contemplar aquel paisaje idílico, eché un vistazo al interior del vagón. Lo ocupaban principalmente ejecutivos de zapatos enormes y gafas minúsculas con sus periódicos desplegados; en segundo lugar, mujeres elegantes de edades diversas con novelas, agendas u ordenadores portátiles; el cuadro lo completaba un grupo de africanos que cuchicheaban en voz baja como si no quisieran ser detectados.
Un servicial camarero detuvo el carro junto a mí, obstruyéndome la visión del pasaje.
Pedí un café y un bocadillo de roastbeef. Tras un par de mordiscos a aquella masa blandengue, me dejé abatir por un sueño plomizo.
Cuando abrí los ojos ya estaba en el aeropuerto de Zúrich. Una migraña que empezaba a ocupar posiciones en mi frente me acabó de corroborar que estaba despierto.
Una vez fuera del tren, mientras arrastraba la maleta por un paso elevado, me alegré de volver finalmente a casa. Tras dos semanas leyendo informes aburridos y entrevistando a gente aburrida, el asesinato de Fleming me había sumido en una lúgubre melancolía. El pegajoso protector del museo había sido sólo el colofón.
La llegada al aeropuerto de Zúrich, donde todo el mundo parecía ir a alguna parte, me había animado. Ésa es una de las ventajas de los aeropuertos, pues una sensación común en la vida es no saber adonde se va. Incluso yo -el eterno extraviado- tenía allí un destino: cruzar el Atlántico y el continente americano para abrazar a Ingrid, mi hija, aunque la verdad es que cada vez se dejaba menos. Probablemente tenía alguien en el instituto que acaparaba todos sus abrazos.
Mientras pensaba en todo esto, llegué a un andén de donde salía un sofisticado transbordador que conectaba las diferentes terminales.
Miré mi tarjeta de embarque -terminal E- y subí a aquel metro sin conductor, que se deslizaba con silenciosa suavidad por un túnel perfectamente cilíndrico.
Al ver el resplandor al final del mismo, tuve que pensar en ese túnel del que hablan los moribundos cuando ven su vida hacia atrás. Es algo que siempre me ha inquietado. ¿Para qué servirá? ¿Y si nuestra existencia no fuera otra cosa que una película y, cuando termina, el proyectista se preocupa de rebobinarla? De ser así, ¿para quién o para qué actuamos?
Llegué a mi puerta de embarque con cuarenta minutos de antelación.
Zúrich-Los Ángeles. Como si leer este letrero me acercara un poco a casa, de repente me sentí relajado y la migraña remitió. Entre los pasajeros que se agitaban en los sillones había, sobre todo, europeos de raza blanca y grupos de americanos cargados de bolsas con regalos.
Este ambiente familiar hizo que recuperara el buen humor, así que decidí telefonear a mi hija. Según la diferencia horaria, en Santa Mónica debían ser las nueve de la noche. Una hora razonable para estar en casa teniendo en cuenta que era miércoles y a la mañana siguiente ella tenía clase.
Sin embargo, su móvil estaba desconectado y en el número de casa me saltó el contestador, señal de que había salido. Tuve que conformarme con su voz grabada:
Has llamado al domicilio de Ingrid y Leo Vidal. Ahora mismo no estamos, pero nos encantará escuchar tu mensaje. Si eres vendedor de seguros, tarjetas de crédito o casas en multipropiedad, te has equivocado de número. Si eres un amigo, recibe un beso enlatado…
Tras el pitido empecé a balbucear; me sucede siempre con los contestadores. Finalmente dije algo así como que no hiciera muchas tonterías mientras llegaba a casa volando.
Ingrid había decidido hacía poco que no quería vivir con su madre -últimamente, adepta a la cienciología-, tal vez porque gozaba de mucha más libertad conmigo. Sobre todo cuando yo estaba de viaje: en estos casos se podía hablar de libertad absoluta, e incluso libertinaje.
Sin permitir que esta preocupación anidara en mi cabeza, me dirigí con paso alegre a una tienda de souvenirs cercana a la puerta de embarque. Mi hija jamás me perdonaría que regresara sin algún detalle para ella. Tiene un carácter exigente que va a hacer sufrir a más de uno.
Paseé la mirada por las estanterías llenas de recuerdos del país. Tuve que admitir que, en comparación con los cachivaches que se venden en California, el diseño suizo raya a gran nivel por su sobria y elegante utilidad. Estuve tentado de comprar una navaja multiusos del ejército suizo; el precio no era desorbitado y estaba seguro de que a Ingrid le encantaría. Finalmente lo desestimé. No quería sentirme responsable si la utilizaba para pinchar las ruedas de algún profesor que la hubiera suspendido. Era perfectamente capaz.
Tras mirar bolígrafos y plumas del ejército suizo -qué tendrá ese ejército que produce tantos souvenirs-, en una pared de la tienda vi colgada una camiseta de chica muy original. Era roja con la cruz blanca en el centro, pero la gracia estaba en el detalle que completaba la bandera suiza por ambos lados de la camiseta.
Por la parte de delante, la cruz estaba coronada por una aureola de santo, y debajo se leía la inscripción: Swiss Ángel.
Por la parte de atrás, a la cruz blanca le había salido un rabo rematado en punta de lanza: Swiss Demon.
Mientras un joven dependiente me empaquetaba el regalo, pensé que era bueno tomar conciencia del ángel y el demonio que conviven en nosotros, así como saber cuál de ellos debe guiarnos ante cada embate de la vida.
Faltaban quince minutos para que saliera mi avión, así que aproveché para ir al aseo en previsión de los largos preparativos de un vuelo intercontinental, una vez dentro del aparato.
Antes tuve que rodear a un numeroso grupo de musulmanes que se inclinaban sobre sus esterillas para cumplir con el rezo de su fe. Iban ataviados con chilabas y se entregaban a la oración como si se hallaran en la intimidad de una mezquita. Todos ellos tenían barbas considerables y calzaban babuchas de un blanco inmaculado.
Me pareció chocante aquella escena en el aséptico aeropuerto de Zúrich.
Al pasar junto al lavabo de mujeres, vi a través de la puerta entreabierta una decena de muchachas árabes que se habían quitado el velo y cuchicheaban divertidas. Eran de una belleza deslumbrante. Una de ellas sonrió al verse descubierta y corrió a cerrar la puerta con una risita.
Sorprendido, pensé que era una lástima que unos rostros como aquéllos estuvieran cubiertos la mayor parte del día. El mundo perdía con ello parte de su esplendor.
De regreso a la sala de embarque, me di cuenta de que en la puerta contigua estaba programado un vuelo a Riad, Arabia Saudí. Eso explicaba lo que acababa de ver. Terminada la plegaria, los hombres charlaban ahora animadamente junto a una cristalera que daba a la pista. Parecían discutir con entusiasmo sobre las características técnicas de los aviones que iban despegando.
En los asientos, las mujeres que habían salido del lavabo -nuevamente con el velo- se mostraban unas a otras el contenido de bolsas de primeras marcas de ropa.
Imaginé a todas esas familias ocupando un pequeño hotel al pie de los Alpes; luego visitando tiendas exclusivas de Chanel, Louis Vuitton o Versace. De repente tomé conciencia de cómo los periodistas de uno y otro lado intoxicamos la información, cavando una zanja entre dos mundos que no existe para los ciudadanos de a pie.
Antes de los atentados del 11 de septiembre, los saudíes que se alojaban en hoteles de Beverly Hills eran vistos como millonarios excéntricos de buen talante, siempre dispuestos a dejar buenas propinas y a invitar a occidentales a sus exclusivas fiestas, a condición de que fueran buenos conversadores.
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