César Aira - Una novela china

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En una remota provincia china, un campesino sutil se extravía en un hechizo de amor. Como casi todos los amores, este es imposible. Pero Lu Hsin, ingenioso y paciente, decide crear una posibilidad a partir de la nada.
La tarea le lleva casi toda la vida.Esta fábula erótica, atemporal y eterna aunque inelidublemente china, sucede sobre el fondo agotado de veinte años cruciales en la historia del Imperio de la Porcelana: los que van entre la Larga Marcha y la Revolución Cultural. La hidráulica, la pintura, la política, la vida cotidiana en una pequeña aldea, y una colorida galería de personajes, marcan el paso del tiempo de la ficción, que se revela en el desenlace como el fulminante momento de la realidad y el amor.

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– ¿Por qué no acepta las metáforas, o las alegorías? Me parece notar un matiz defensivo en su voz. ¿Acaso nuestra vida misma no es toda metáfora?

– Detesto la unidad -dijo Lu-. La vida es múltiple, detallada, dispersa. La metáfora lo coagula todo, horriblemente. Y por otro lado, como bien sabes, nunca he amado al sol.

– Para los occidentales -dijo Hin, que no dejaba pasar oportunidad de mostrar lo que sabía- el sol es el símbolo del Bien.

– Si es símbolo, no puede serlo sino del Bien. Todo eso, me deja frío -resumió Lu, haciendo una metáfora (y una paradoja, además) sin proponérselo.

Un par de noches después, Hin volvió a casa deprimida. Había vuelto a llover, increíblemente, y su bello castillo de razonamientos preventivos estaba a un tris de no poder adaptarse a las circunstancias.

– Todo es tan inútil… -decía, cabizbaja.

Lu trató de animarla:

– No pasará nada. Esta noche revisaremos todos los cálculos, y si quieres mañana puedo ir yo mismo a hacer una evaluación. Se salvarán, podría apostarlo. -Y citó, con una sonrisa, el refrán-: «Yerba mala, nunca muere».

Hin no pudo contener la risa. La gente de la aldea se reía de las remolachas. La plantación se había hecho a título experimental, lo que legalizaba todos los azares. El problema desde el comienzo había sido la extensión desmesurada del plantío. Los chistosos lo llamaban «Europa», en una alusión napoleónica. También decían: «¿Le pondremos azúcar roja a todo el té del mundo?». Lu Hsin era inagotable en sus humoradas sobre el tema.

– ¡De acuerdo! -exclamó la joven-. Esas plantas son ridículas. ¡Pero no son sólo ellas! ¿Y yo? ¿Debo anegarme en lágrimas también, cada vez que llueve?

– La lluvia es buena para el campo.

– A veces, señor. A veces.

Lu se quedó pensando un rato, y después declaró con firmeza:

– La producción no existe.

Hin tardó en asimilar la idea. Tuvo que extraerse de sus pensamientos melancólicos, para ponerse a tono con la alta abstracción de lo que le decía Lu Hsin. Era hábil en ese tipo de maniobras. En unos segundos, le mostraba su dulce rostro redondo vacío de sentimientos.

– ¿No existe… nunca?

– No diría tanto, quizás. O sí. Pero estoy seguro de que la juventud puede llegar a envenenarse con la idea prematura de la producción.

– ¿Por qué prematura?

– Porque son jóvenes. La idea de la producción debería ocurrírsele sólo a gente madura, que ya haya aprendido que no existe.

– ¡Pero es absurdo, es un círculo vicioso!

– Nada de eso. Algún día lo verás tan claro como yo.

– ¿Acaso no somos nada, no somos un producto? -dijo Hin-. ¿Acaso no queda nada de todo lo que hacemos?

– La respuesta -dijo Lu Hsin- es negativa en ambos casos.

Hin no se apresuró a manifestar ninguna objeción. Tomó por la punta un larguísimo tallarín, ya frío, de su plato, y se lo dio al gato. Era increíble el modo en que el animalito sorbía los cuarenta centímetros de ese filamento de comida.

– Yo creía haberme hecho a mí misma. Y, por lo mismo, creía estar haciendo cosas útiles.

Lu levantó el índice al hablar:

– Una doncella no hace nada».

Hin lo miró sorprendida, y él se excusó:

– Es un viejo proverbio. ¿Nunca lo habías oído? No, por supuesto, es un proverbio muy viejo.

– ¿El señor Lu -dijo ella eligiendo cuidadosamente las palabras (había pasado, del dialecto, al pequinés)- piensa en el momento en que Hin se entregue a un hombre?

– Ese pensamiento -dijo sonriendo- sería mi forma de producción. Y de contradicción. -Se quedó callado un momento, como vacilando entre responder o no. Al fin se decidió por la afirmativa-: Sí, lo pienso. O al menos -se rectificó- eso creo.

Lo cual hizo que en el rostro de Hin apareciera una sonrisa seria. Por cuarta vez en el año, contó Lu, que ignoraba que sería la última en esa etapa de su vida.

Pocos días después, en una aldea vecina, hubo una representación de la Ópera Provincial, y Lu accedió a acompañar a Hin, que iría con todo el grupo de jóvenes que trabajaba en las malhadadas remolachas; éstas habían superado el peligro acuático más inminente, pero por algún motivo su crecimiento se había detenido. Habían pensado en tonificarlas, pero no se les ocurría cómo. Lu había sugerido emplear luz, la luz rosa del crepúsculo.

Debían hacer el trayecto en tren. La función empezaba temprano, a una hora en que todavía había luz de día, en invierno. Era una medida previsora en vista de la duración desmesurada, verdaderamente didáctica, de la obra. Lu Hsin ya la había visto, lo mismo que gran parte de las asistentes a la velada, pero por su índole desmitificadora valía la pena volver a frecuentarla. Se trataba de El Dragón de Verdad , una de las piezas más populares de los últimos tiempos. Por lo menos, valía la pena ver por segunda vez al dragón. Con una visión el mensaje quedaba incompleto.

La idea del argumento, como es bien sabido tratándose de un clásico moderno, consiste en la aparición legendaria, pero esta vez «real», del monstruo imaginario que más ha aparecido en la China, el dragón. La moraleja: cuando una fantasía se ha repetido tanto que el sentimiento de la irrealidad ha llegado a embotarse, es preciso despertar a la gente. Y no se la despierta convenciéndola de una vez por todas de lo que ya está convencida, esto es, de que lo fantástico no es real, sino todo lo contrario: poniéndole el dragón bajo las narices, en todo su esplendor flamígero. Lu sospechaba que en la trama había algo demasiado sutil, que la hacía imposible, pero eso no hacía sino aumentar el placer de volver a verla.

Porque no se trataba de pensar el asunto; había que hacerse presente, ocupar la butaca. En el teatro convencional, hacer aparecer al dragón ya era bastante complicado; aquí, donde su aparición constituía el toque realista, cuando las canciones se silenciaban, se retiraban las lentejuelas de la lluvia y se apagaban las luces de supuestas lunas y soles ponientes, resultaba algo más que difícil. Lu Hsin no le sacó los ojos de encima, todo el tiempo que estuvo en escena. Mirar fijo al dragón, era el gesto más inmemorial de los campesinos; tanto, que se confundía con su empleo del tiempo. Y se le ocurrió que, al fin de cuentas, ese dispositivo de ultrametáfora y alambre, que escupía fuego griego y daba coletazos sobre el tablado, era real. Lo que los autores de la obra habían ocultado en los dobles fondos de su mensaje, era que el dragón siempre existía. En ese caso, eran artistas de verdad: no les importaba pasar por estúpidos.

Al salir del teatro, como era bastante tarde, fueron directamente a la estación. Los jóvenes condiscípulos de Hin se pegaban a Lu como un enjambre de moscas; no querían perderse una palabra, bebían con avidez sus comentarios para repetirlos al día siguiente. Para ellos era un prócer, una leyenda viva, el autor de «La espera pueril», el texto más reproducido en los dazhibaos de todo el país. Una vez en el tren, agotado el tema de la obra, al menos por el momento, y a partir de su carácter didáctico, la conversación viró hacia la política educativa.

En respuesta a la atención de los jóvenes, Lu Hsin se hallaba inspirado. La función de teatro, además de llenarlo de ideas, había actuado como un alcohol sobre sus nervios. No defraudó a su auditorio, pues en el curso del viaje se hizo tiempo para improvisar una persuasiva teoría, que expuso en resumen, sin entrar en excesivos detalles.

Sobre la educación, creía que las reformas que se instaba a la gente a pensar y proponer eran inconducentes, y peor todavía, inhibían un pensamiento eficaz sobre el tema. El mero concepto de «reformas» chocaba con el de «pensamiento». Pensar era un gesto muy radical: podía tener por objeto lo que no existía, exclusivamente, y en modo muy fugaz. Y la educación existía. En tal caso, quedaba por hacer una sola cosa, a su juicio muy razonable, y para nada utópica (utópicas eran las tímidas reformas): invertir completamente el curriculum, adecuando de modo algo más razonable los datos. La universidad debía venir primero, para párvulos de tres a cinco años. El infantilismo universitario venía como anillo al dedo a esa edad: la especialización obsesiva, el «interés» personal subjetivo, el profundo pozo de ciencia sin relación alguna con nada ajeno a él, la repetición (el discurso ya oído, pues las ciencias no se inventan cada vez), el saber útil de utilidad inmediata, para «vivir» con él, los lenguaje científicos con sus palabras tontas y sonoras, la universidad-ciudad, el mundo aparte, y sobre todo las reivindicaciones estudiantiles y la política en los claustros, que tomaban sentido puestas en práctica por el infante caprichoso y tiránico, Su Majestad el Niño.

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